Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 06/12/08):
Pasaban apenas cuatro minutos de la una de la mañana y era ya domingo. El informe meteorológico que recibió el Boeing 747, procedente de Frankfurt con escala en París, era de lo más normal. “Viento en calma. Visibilidad horizontal, ocho kilómetros. Nubes bajas a partir de los 300 metros, sin estar el cielo cubierto. Temperatura 11 º C”. Le faltaba bastante menos de un minuto para tomar tierra en Barajas. Sorprendentemente empezó a perder altura, de tal modo que a toda prisa las azafatas se sentaron en sus asientos, pero sin ningún aspaviento; convencidas, como todos, de que estaban ya entrando en pista. Primero fue un golpe, como si tocara tierra sin llegar a rodar por ella; luego otro, mucho más fuerte, y por fin una explosión.
Habían caído, despanzurrados primero y volcados después, en el Balcón de Mejorada.
Los primeros en ver la llamarada y oír el estruendo fueron los chavales de Mejorada del Campo - a tres kilómetros de la catástrofe-que volvían de la fiesta del sábado noche. Entonces lo normal en los chicos de los pueblos era no pasarse de la una de la madrugada, ¡qué tiempos! Porque estamos hablando de hace 25 años, exactamente del 27 de noviembre de 1983, cuando un avión de la compañía colombiana Avianca se estrelló en los últimos segundos antes de aterrizar. Sólo quedaron once supervivientes para contarlo, aunque sería mejor decir para recordarlo, porque de ellos cuatro eran niños, y uno aún no había cumplido los dos años.
Murieron 183 personas. El aparato iba a la mitad de su carga, en la idea de llenarlo en Madrid, dirección Bogotá con escala en Caracas. En cierta medida el avión desempeñaba una especie de pequeña Arca de Noé de la humanidad. 40 colombianos, incluido el personal de vuelo. 23 italianos y otros tantos suecos. ¿Y qué hacían tantos suecos en un vuelo a Colombia? Media docena de familias nórdicas se dirigían, entusiasmadas y ansiosas, a recoger a sus hijos adoptados. También iban 12 alemanes, 8 franceses, media docena de británicos, cuatro españoles, tres israelíes. Y venezolanos, chilenos, noruegos, uruguayos. En fin, un peruano y un mexicano. De seguro que me olvido alguno que ya nadie va a reclamar.
Entonces estábamos a finales de 1983, con Felipe González presidiendo desde hacía un año, y con cierta perplejidad en el ambiente; como si todo fuera nuevo o estuviera por estrenar. La prensa se esforzaba por contar el máximo posible, y la mejor televisión de España era TVE, porque no había otra. Tampoco las informaciones aparecían enmascaradas bajo siglas, ni los abogados mafiosos se dedicaban a sacar dinero a los medios de comunicación, ni los medios de comunicación les hacían mucho caso a los mafiosos. O para ser más precisos; entonces había mafiosos y medios de comunicación, pero llevaban vidas paralelas; aún no se habían encontrado. Posiblemente gracias a eso sabemos cosas sorprendentes hoy, por ejemplo, que la venezolana Carmen Navas, de 31 años, salió por su propio pie del aparato en llamas y caminó hasta una carretera repitiendo, como una salmodia, tres palabras “siete-cuatro-siete”, “sietecuatro-siete”, “siete-cuatro-siete”, hasta que la encontraron unos vecinos de Mejorada y la llevaron a los servicios de socorro. Que tardaron, como casi siempre.
Los primeros en llegar fueron los del pueblo y contemplaron un lugar tan peculiar como el Balcón de Mejorada convertido en eso que suele denominarse panorama dantesco (nunca he entendido por qué se achacan al pobre Dante los restos de todas las catástrofes). Pero lo peor vino luego, y es que durante toda la mañana del domingo los vecinos de Mejorada pasearon por la zona como si se tratara de una romería, creando enormes dificultades a los equipos de salvamento.
Además de una babel de lenguas, aquel avión iba cargado de vida, como pasa siempre, y de talento, como ocurre en ciertas ocasiones. De los españoles fallecieron dos oftalmólogos de nota, Francisco Moreno Casanova y López Bartola. El primero jefe en el Clínico de Madrid. Venían de un congreso en Teherán y les pilló el accidente en la cima de su carrera. Del prestigio de Moreno Casanova baste decir que a su entierro en Aranjuez asistieron cuatro mil personas.
Cuando se celebró el funeral institucional, con presencia de buena parte del Gobierno socialista, hubo una dama conservadora que tuvo el arrojo, no sólo de abordar al ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, sino también de dar su nombre - Candelas del Valle, amiga personal del difunto oftalmólogo Moreno Casanova-que le increpó, recriminándole que tratándose de un ateo asistiera a aquella ceremonia religiosa. A lo que aquel ministro, al que asaetearon con chistes sobre su torpeza, pero al que nadie que le conociera podía decir que fuera tonto sino sobrado de soberbia y un ápice de vanidad, le respondió con tino: “Tenemos perfecto derecho a mostrar nuestra solidaridad humana”.
En ese accidente falleció Rosa Sabater, pianista al parecer excepcional, a la que lamentablemente no conocí. Había tenido su año de gloria; le habían concedido la Creu de Sant Jordi, había formado un trío en Barcelona y se había despedido de esta ciudad el 7 de octubre interpretando nada menos que el Tercer concierto de Beethoven. Pertenecía a una familia vinculada a la música, su padre, Josep Sabater, un conocido director de orquesta, y su madre, Margarita Parera, profesora de canto. Sin embargo no logró una estabilidad profesional hasta que se instaló en la ciudad alemana de Friburgo. Cuando vuelvo a leer las notas necrológicas me provoca irritación, o quizá rubor, recordar la del director entonces del conservatorio de Barcelona, Marçal Gols, que confesaba que “Rosa Sabater no pudo realizarse como artista entre nosotros y tuvo que emigrar a Friburgo”. Y ni una palabra más. No hubiera venido mal como homenaje a la concertista explicar el porqué. (El mismo día de la pasada semana que Alfred Brendel se despidió de nosotros en el Palau, los amigos de Rosa Sabater le rindieron un homenaje del que ningún medio de comunicación dio cuenta, que yo sepa, y que encabezaban sus dos huérfanos del trío, Marçal Cervera y Gonçal Comellas.)
La memoria cultural es quizá lo único que nos convierte en herederos de algo que merece la pena y que nos distancia de la tribu. El resto es subvención y escenografía. Por eso necesitaba este larguísimo exordio introductorio para llegar a donde quería. En el vuelo de Avianca murieron también dos pintores colombianos, Jairo Téllez y Tiberio Vanegas, y probablemente más gente de mérito que lamentablemente desconozco. Pero ahí viajaban cuatro intelectuales latinoamericanos que merecen por sí solos no un artículo, ni una serie, sino un catálogo mayor del recuerdo. Porque eran grandes y estaban en el momento crítico de su vida, cuando se echa el resto o se amilanan.
Rosa Sabater murió con 54 años. También cincuentones eran los que viajaban en los asientos 39, 40 y 41. Manuel Scorza, 55 años, peruano, un escritor que tras la aparición de su Redoble por Rancas (1970) nos convirtió en apasionados de su modo de contar historias. ÁngelRama, 53 años, uruguayo, el crítico que nos ayudó a interpretar de otra manera la literatura latinoamericana. A su lado, su segunda esposa, Marta Traba, 53 años, argentinocolombiana, la más brillante de las tratadistas del arte en América Latina, poeta incipiente y novelista de mérito.
Desconozco en qué asiento viajaba Jorge Ibargüengoitia, 55 años, mexicano, un escritor completo, para el teatro, el cine, la novela y el periodismo. La editorial Seix Barral se propuso lanzarle al estrellato peninsular, porque era muy bueno y tenía como agente a Carmen Balcells. Le programaron una colección dedicada a su obra. Publicaron su genial novela Las ruinas que ves,en el 2005, y ni llegaron a vender cien ejemplares, ni aparecieron reseñas en los diarios; abandonaron la colección. Son los muertos literarios de Mejorada del Campo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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