Por David de Ugarte, (7 de Febrero de 2009)
Investigando sobre la historia del cooperativismo emerge inevitablemente la idea de que el sistema cooperativo crece hasta convertirse en un referente económico-social allá donde se identifica como la base de democracia económica de un proyecto de concepción más amplia.
Así cabe entender al menos el auge y decadencia del cooperativismo en Bélgica y Alemania. Mientras, la socialdemocracia se constituía como un poder social alternativo, las cooperativas de todo tipo fueron el esqueleto de su autonomía política. Cuando, tras la gran guerra, la socialdemocracia y los socialcristianos se convirtieron en los pilares refundacionales del estado, las cooperativas en ambos países entraron en decadencia. Incluso en Francia, donde Gide había aportado al movimiento cooperativo una perspectiva política propia, la segunda postguerra marco una tendencia a la baja que sólo se invirtió con el auge del discurso autogestionario en los sindicatos de finales de los 60 y principios de los 70 (cuando se forman cooperativas sindicales tan potentes como FNAC). Otro ejemplo que refuerza esta asociación son los kibutz israelíes a pesar de que han sabido reorientarse desde la comunidad campesina a los servicios, la industria y la tecnología. Y en la América de lengua latoc las diferencias nacionales y los ciclos de auge y decadencia también parecen estar a cierto punto correlacionados con los de grandes causas como la reforma agraria o movimientos políticos (como la socialdemocracia costaricense).
Pero una vez más MCC, el mayor grupo cooperativo del mundo, representa un anómalo. Algunos amigos que han trabajado con ellos me comentan que es porque hasta cierto punto han desarrollado una cierta conciencia de filé, una identidad colectiva que orienta un sentido de causa común. E inevitablemente hago el link con el neovenecianismo y la construcción de nuevas identidades transnacionales.
Durante las últimas dos décadas hemos vivido los primeros síntomas del paso de una sociedad de redes descentralizadas a una sociedad de redes distribuidas cuyos arietes eran las TIC y la globalización. Hemos descubierto el poder de las redes y visto emerger las primeras señales del paso de las naciones a las redes.
Todo parece indicar que la crisis actual, con los casi inevitables rebrotes de proteccionismo, estatalismo y nacionalismo económico frenará y retrasará el horizonte de una movilidad total de personas y mercancias por el mundo. Las grandes crisis son centralizadoras y sin duda el neovenecianismo, incluso el de los desheredados se resentirá. Pero sobre una base de redes sociales ya muy distribuidas, los mecanismos de solidaridad y cohesión social cobrarán mayor espontaneidad e importancia. Se abre un tiempo para la democracia económica que sin negar las tendencias históricas de fondo, seguramente tome protagonismo. Pero igual que en el cooperativismo obrero del XIX la corriente de fondo era el socialismo y en el kibbutz el sionismo, en esta etapa la clave sigue y seguirá estando en la transnacionalización de la identidad. Si no construyen filés, los nuevos cooperativismos y los discursos demócrata-económicos sufrirán a medio plazo un destino similar al del viejo cooperativismo social-democrata-cristiano o sionista. La democracia económica es un medio, una herramienta democrática, no una identidad y es desde la identidad, desde el quién y el para quién que se construyen cosas sólidas.
Investigando sobre la historia del cooperativismo emerge inevitablemente la idea de que el sistema cooperativo crece hasta convertirse en un referente económico-social allá donde se identifica como la base de democracia económica de un proyecto de concepción más amplia.
Así cabe entender al menos el auge y decadencia del cooperativismo en Bélgica y Alemania. Mientras, la socialdemocracia se constituía como un poder social alternativo, las cooperativas de todo tipo fueron el esqueleto de su autonomía política. Cuando, tras la gran guerra, la socialdemocracia y los socialcristianos se convirtieron en los pilares refundacionales del estado, las cooperativas en ambos países entraron en decadencia. Incluso en Francia, donde Gide había aportado al movimiento cooperativo una perspectiva política propia, la segunda postguerra marco una tendencia a la baja que sólo se invirtió con el auge del discurso autogestionario en los sindicatos de finales de los 60 y principios de los 70 (cuando se forman cooperativas sindicales tan potentes como FNAC). Otro ejemplo que refuerza esta asociación son los kibutz israelíes a pesar de que han sabido reorientarse desde la comunidad campesina a los servicios, la industria y la tecnología. Y en la América de lengua latoc las diferencias nacionales y los ciclos de auge y decadencia también parecen estar a cierto punto correlacionados con los de grandes causas como la reforma agraria o movimientos políticos (como la socialdemocracia costaricense).
Pero una vez más MCC, el mayor grupo cooperativo del mundo, representa un anómalo. Algunos amigos que han trabajado con ellos me comentan que es porque hasta cierto punto han desarrollado una cierta conciencia de filé, una identidad colectiva que orienta un sentido de causa común. E inevitablemente hago el link con el neovenecianismo y la construcción de nuevas identidades transnacionales.
Durante las últimas dos décadas hemos vivido los primeros síntomas del paso de una sociedad de redes descentralizadas a una sociedad de redes distribuidas cuyos arietes eran las TIC y la globalización. Hemos descubierto el poder de las redes y visto emerger las primeras señales del paso de las naciones a las redes.
Todo parece indicar que la crisis actual, con los casi inevitables rebrotes de proteccionismo, estatalismo y nacionalismo económico frenará y retrasará el horizonte de una movilidad total de personas y mercancias por el mundo. Las grandes crisis son centralizadoras y sin duda el neovenecianismo, incluso el de los desheredados se resentirá. Pero sobre una base de redes sociales ya muy distribuidas, los mecanismos de solidaridad y cohesión social cobrarán mayor espontaneidad e importancia. Se abre un tiempo para la democracia económica que sin negar las tendencias históricas de fondo, seguramente tome protagonismo. Pero igual que en el cooperativismo obrero del XIX la corriente de fondo era el socialismo y en el kibbutz el sionismo, en esta etapa la clave sigue y seguirá estando en la transnacionalización de la identidad. Si no construyen filés, los nuevos cooperativismos y los discursos demócrata-económicos sufrirán a medio plazo un destino similar al del viejo cooperativismo social-democrata-cristiano o sionista. La democracia económica es un medio, una herramienta democrática, no una identidad y es desde la identidad, desde el quién y el para quién que se construyen cosas sólidas.
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