Por Salvador Giner, presidente del Institut d´EstudisCatalans (LA VANGUARDIA, 08/02/09):
El mundo del saber no habría de ser ya igual a partir del año 1859. Hasta quienes más les place hacer hincapié en la dimensión anónima y colectiva del avance científico se ven obligados a aceptar la fulminante aportación de una sola y sencilla teoría, la expuesta por Charles Darwin en El origen de las especies, de 1859. A pesar de lo radicalmente nuevo de su hipótesis, ni siquiera el mismo Darwin escapó al influjo de las ideas de otros sabios.
Así, El origen es deudor directo de la ciencia social, y en especial de la obra de Malthus, con su noción central de lucha por la vida opor la existencia. Más tarde, en su segunda gran obra, La ascendencia del hombre, de 1871, las ideas de su admirado amigo el sociólogo Herbert Spencer pesaron con igual fuerza. Por su parte, el evolucionismo moderno hunde sus raíces en un filósofo como Spinoza, del siglo XVII.
La deuda con la ciencia social de la deslumbrante idea de Darwin fue saldada inmediatamente por su vasta repercusión en las ciencias humanas. Estudiosos de todos los ámbitos quisieron incorporar el descubrimiento del naturalista inglés a sus propias teorías. La admiración de Karl Marx por Darwin fue inmensa. En todas las ciencias sociales, desde la etnología hasta la politología, desde la sociología hasta la historia, surgió un afán por incorporar un evolucionismo ajustado a nociones como las de selección natural, lucha por la vida y supervivencia de los mejor dotados, a las interpretaciones más científicas de la sociedad humana.
Retrospectivamente contemplamos hoy la aportación de toda esa compleja corriente con suave escepticismo. Pero el mayor tributo que le rendimos no se halla en su rechazo, sino en la aparición de un neoevolucionismo sociológico mucho más cauto, más riguroso y menos grandioso en sus ambiciones, que está produciendo aportaciones interesantes.
La visión de la sociedad humana como espacio esencialmente conflictivo es muy antigua. Las teorías sociológicas más interesantes sobre la dinámica social hacen hincapié, desde mucho antes de Charles Darwin, en la lucha por los recursos escasos, el dominio de unos hombres sobre otros, la consolidación de élites, la subordinación de ciertas clases a otras, la marginación o exclusión sociales y, naturalmente, la guerra, la concurrencia económica -despiadada a veces-y la liza que caracterizan nuestra historia desde siempre. La hipótesis y las explicaciones de Darwin vinieron a reforzar esa vieja tradición “conflictivista” de análisis de los asuntos humanos. La enriquecieron notablemente, aunque, en algunos casos, introdujeron algunas simplificaciones de estilo sociobiológico que la investigación posterior se ha encargado de corregir, matizar y superar.
Por otra parte, lo malo de aportaciones del calibre de la de Darwin -o la de Marx, a la de Freud-es la de su fácil, inevitable tal vez, transformación y degeneración vulgar en mera ideología. Si el mensaje del Evangelio de San Mateo nunca impidió el horror de la Santa Inquisición, tampoco el de Darwin - que no es un mensaje moral-impidió que fuera tergiversado por tirios y troyanos. No pocos tirios - capitanes de industria, depredadores capitalistas de tierras vírgenes, fabricantes privados de armamento-consideraron su riqueza y preeminencia resultado de su superioridad natural en la lucha por la vida, y apelaron al nombre de Charles Darwin para justificarse.
Tampoco la izquierda socialista se salvó del desastre: sabemos que los abusos de la eugenesia en Escandinavia, influidos por un entendimiento erróneo de que la selección natural debía ser complementada por la artificial, produjeron estragos de los que lo mejor es acordarse, en lugar de olvidarse.
El darwinismo social no es cosa del pasado. Así, durante la larga fase neoliberal y neoconservadora que ha conducido a la presente recesión económica, vivíamos en un neodarwinismo social vulgar, larvado e inconfesable, en el que, casi siempre privadamente, gentes responsables aceptaban las disfunciones -es decir, los daños, los descalabros-de la dinámica económica y en gran medida política con la resignación de que era un proceso presuntamente natural del que saldríamos todos ganando con el triunfo de los más competitivos, mejor dotados, más potentes, más eficaces.
Todo ello sin corregir, por imperativo moral, y aunque fuera de modo reformista y pacífico, las injusticias del mundo y la desigualdad brutal de oportunidades que sufre la mayor parte de la raza humana.
Hora es ya de desvelar el enigma que se esconde en ese haz complicado, e inmensamente influyente, de ideas que cubre el darwinismo social. Es hora de señalar cuáles de entre ellas son perniciosas, acientíficas o enteramente falsas. Y cuáles, sin duda alguna, responden a una agradable aproximación a la siempre inalcanzable verdad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El mundo del saber no habría de ser ya igual a partir del año 1859. Hasta quienes más les place hacer hincapié en la dimensión anónima y colectiva del avance científico se ven obligados a aceptar la fulminante aportación de una sola y sencilla teoría, la expuesta por Charles Darwin en El origen de las especies, de 1859. A pesar de lo radicalmente nuevo de su hipótesis, ni siquiera el mismo Darwin escapó al influjo de las ideas de otros sabios.
Así, El origen es deudor directo de la ciencia social, y en especial de la obra de Malthus, con su noción central de lucha por la vida opor la existencia. Más tarde, en su segunda gran obra, La ascendencia del hombre, de 1871, las ideas de su admirado amigo el sociólogo Herbert Spencer pesaron con igual fuerza. Por su parte, el evolucionismo moderno hunde sus raíces en un filósofo como Spinoza, del siglo XVII.
La deuda con la ciencia social de la deslumbrante idea de Darwin fue saldada inmediatamente por su vasta repercusión en las ciencias humanas. Estudiosos de todos los ámbitos quisieron incorporar el descubrimiento del naturalista inglés a sus propias teorías. La admiración de Karl Marx por Darwin fue inmensa. En todas las ciencias sociales, desde la etnología hasta la politología, desde la sociología hasta la historia, surgió un afán por incorporar un evolucionismo ajustado a nociones como las de selección natural, lucha por la vida y supervivencia de los mejor dotados, a las interpretaciones más científicas de la sociedad humana.
Retrospectivamente contemplamos hoy la aportación de toda esa compleja corriente con suave escepticismo. Pero el mayor tributo que le rendimos no se halla en su rechazo, sino en la aparición de un neoevolucionismo sociológico mucho más cauto, más riguroso y menos grandioso en sus ambiciones, que está produciendo aportaciones interesantes.
La visión de la sociedad humana como espacio esencialmente conflictivo es muy antigua. Las teorías sociológicas más interesantes sobre la dinámica social hacen hincapié, desde mucho antes de Charles Darwin, en la lucha por los recursos escasos, el dominio de unos hombres sobre otros, la consolidación de élites, la subordinación de ciertas clases a otras, la marginación o exclusión sociales y, naturalmente, la guerra, la concurrencia económica -despiadada a veces-y la liza que caracterizan nuestra historia desde siempre. La hipótesis y las explicaciones de Darwin vinieron a reforzar esa vieja tradición “conflictivista” de análisis de los asuntos humanos. La enriquecieron notablemente, aunque, en algunos casos, introdujeron algunas simplificaciones de estilo sociobiológico que la investigación posterior se ha encargado de corregir, matizar y superar.
Por otra parte, lo malo de aportaciones del calibre de la de Darwin -o la de Marx, a la de Freud-es la de su fácil, inevitable tal vez, transformación y degeneración vulgar en mera ideología. Si el mensaje del Evangelio de San Mateo nunca impidió el horror de la Santa Inquisición, tampoco el de Darwin - que no es un mensaje moral-impidió que fuera tergiversado por tirios y troyanos. No pocos tirios - capitanes de industria, depredadores capitalistas de tierras vírgenes, fabricantes privados de armamento-consideraron su riqueza y preeminencia resultado de su superioridad natural en la lucha por la vida, y apelaron al nombre de Charles Darwin para justificarse.
Tampoco la izquierda socialista se salvó del desastre: sabemos que los abusos de la eugenesia en Escandinavia, influidos por un entendimiento erróneo de que la selección natural debía ser complementada por la artificial, produjeron estragos de los que lo mejor es acordarse, en lugar de olvidarse.
El darwinismo social no es cosa del pasado. Así, durante la larga fase neoliberal y neoconservadora que ha conducido a la presente recesión económica, vivíamos en un neodarwinismo social vulgar, larvado e inconfesable, en el que, casi siempre privadamente, gentes responsables aceptaban las disfunciones -es decir, los daños, los descalabros-de la dinámica económica y en gran medida política con la resignación de que era un proceso presuntamente natural del que saldríamos todos ganando con el triunfo de los más competitivos, mejor dotados, más potentes, más eficaces.
Todo ello sin corregir, por imperativo moral, y aunque fuera de modo reformista y pacífico, las injusticias del mundo y la desigualdad brutal de oportunidades que sufre la mayor parte de la raza humana.
Hora es ya de desvelar el enigma que se esconde en ese haz complicado, e inmensamente influyente, de ideas que cubre el darwinismo social. Es hora de señalar cuáles de entre ellas son perniciosas, acientíficas o enteramente falsas. Y cuáles, sin duda alguna, responden a una agradable aproximación a la siempre inalcanzable verdad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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