Por Félix de Azúa, escritor (EL PAÍS, 12/10/08):
Hay en el norte de París una catedral truncada de la que sólo queda el ábside y parte del transepto. Es, sin embargo, el mayor edificio de su tiempo y sigue siendo uno de los fracasos más admirables del arte de la construcción. Tanto quisieron subir los muros que la nave central se derrumbó una y otra vez con el eco ominoso de Babel. Los templos góticos crecieron en menos de cien años como leves jaulas de vidrio por cuyas vidrieras entraba en haces la luz solar teñida de azul, rojo y amarillo. El interior del templo sufrió una enorme sacudida y los rayos tintados fueron expulsando geniecillos, demonios y otras potencias mágicas que aún tenían sus nidos en las covachas y hornacinas.
Eran demonios muy disminuidos que a lo largo del medievo habían pululado en las severas fábricas románicas. Allí, en la más completa tiniebla, se les pudo ver entre cirios y velones, a una lumbre engañosa que disimulaba sus rasgos paganos. Aquellos duendes y demonios habían resistido la persecución cristiana acomodados a las estatuas de los santos locales, de las vírgenes salutíferas, de los mártires de nombre ignoto, como San Protasio, en cuyas vísceras se ocultaba Pólux. Los creyentes, que habían aceptado con entereza que Diana o Selene cambiaran de hábito y ahora se cubrieran con una toca (siempre que siguieran protegiendo la fertilidad de las hembras o la salud del ganado), llevaban mil años conviviendo con brujas y magos en armonía sólo quebrada de vez en cuando por una pira en la que ardían algunos ciudadanos cuyo sacrificio era ineludible para seguir viviendo entre hechiceras y adivinos.
Todo se vino abajo cuando el obispo Suger, abad de Saint-Denis (cementerio de la corona de Francia, jardín pétreo de capetos y borbones que aún hoy sobrecoge), con el cerebro fulminado por un libro que él creía de Dionisio Areopagita, concibió una idea impía. A semejanza del emperador Constantino, vio como un mandato del cielo que los ennegrecidos templos de la cristiandad en los que sólo lucía el pabilo de las velas, recibieran una explosión de luz purificadora, para lo cual debía adelgazar los muros y sustituir la piedra por vidrio coloreado, de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad. La Verdad, pensaba Suger, ha de ser visible, sin opacidades, clara, pura luminosidad, la Verdad quiere ante todo ver y verlo todo. Con esta ofuscación solar comenzó el inevitable camino hacia las luces.
Hasta entonces, en el interior de las ermitas heladas entre glaciares, en las abadías de la sierra alpina o en los monasterios festoneados por la viña, apenas había nada para ver. O mejor dicho, estaba todo por ver. En invierno y en días de oscuridad, sólo la vacilante candela y quizás una sombra lechosa de alabastro, o un oro del altar, pero en verano, con los portones abiertos y días de grandísima bonanza, se seguía por los muros la novela de Cristo, su vida como mago milagrero y su muerte, condenado a la tortura por su gente, sus vecinos, lo que luego se llamará “la sociedad”, la cual no soporta que alguien intente cambiar las costumbres, las manías, el orden cotidiano que no da la felicidad pero permite sobrevivir sin pensamiento.
Entonces los templos comenzaron a crecer en altura y su interior se vio animado por el fulgor de los topacios, de los rubíes, de las esmeraldas, de las turquesas, el bordado en oro de las capas pluviales, los báculos preciosos, las ricas mitras, el terciopelo de los príncipes y el acero bruñido de los condestables. El pueblo, que había acudido al templo durante mil años buscando la vieja magia pagana acogida al vientre de una Santa María o sobre los hombros de un San Cristóbal, ya no tuvo mirada más que para aquella mundana grandeza, aquella visión de la eficacia unida a la razón, la fuerza y la verdad. Ordenados por jerarquía, los ricos burgueses se vigilaban los borceguíes y las chupas genovesas, mientras sus esposas esquinaban tras el velo o la cofia una mirada aguda hacia las hijas en flor. A medida que retrocedíamos hacia el pórtico, grupos cada vez más pobres abrían sus ojos cautivados por el hechizo de los príncipes. Insidioso, por los oídos les penetraba un sutil fuego celeste: la aérea y sublime tracería gótica de las voces, del órgano, del laúd, que inundaba con lluvia angélica el cerebro de cereal. Así el mundo cobraba un sentido nuevo, más externo, claro y luminoso, más apartado de aquel mundo antiguo pegado a la cerrada tierra donde esperan los muertos.
Aún faltaba lo peor. A la iniquidad de cambiar antiquísimos y poderosos demonios por febles santos, y la intimidad absorta del mortal por los espectáculos sociales, hubo de unirse la destrucción final del lugar mismo de la magia pagana, el templo (aquella madriguera de los mortales en la tierra oscura), que sería sustituido por una gramática visual abstracta y traslaticia.
Hay un glorioso capítulo en el generalmente pelmazo John Ruskin, donde abomina de la arquitectura renacentista con palabras que podrían salir de la boca de un profeta veterotestamentario con el estómago hinchado de langostas y alacranes. Viene a decir Ruskin que mientras la construcción estuvo en manos de los maestros de obra, mientras se fabricó de un modo práctico, los edificios tuvieron la dignidad del trabajo humano. Las iglesucas románicas, incluso la más humilde, tenían la perfección de la labor agrícola y las piedras se ordenaban como surcos en el campo bien arado. Todavía los templos góticos fueron construidos a mano, por así decirlo, tanteando las cargas y los pesos, escapando por los pelos cuando caían. Porque siempre caían y entonces se rebajaba la carga y volvían a cepillar los carpinteros su viguería y los estereótomos a cortar sillares. Por eso en Beauvais sólo queda un tronco de catedral, lo que perduró tras múltiples derrumbes de las naves, zona del pueblo. Se conservó el ábside porque es zona noble, aún prodigiosamente noble.
Sin embargo, dice Ruskin, llegó un momento inicuo, un ataque de gravísima impiedad en el que la construcción ya no se llevó a cabo tanteando y dejando que los muros cayeran cuando no aguantaban la carga, sino mediante el cálculo sistemático de una forma ideal. Fatal giro que arrasó un modo de vivir de los mortales desde las cuevas de Chauvet y Altamira. Ya no volverían a habitar acomodados a la materia que regala la tierra, en fraternidad con piedras, maderas, metales, e incluso con el ganado y las plantas impregnadas de droga salvadora, pastoreados por demonios y magos. A partir de ese momento (momento inicuo que da comienzo a lo que llamamos “la era moderna”) los humanos iban a tratar de vivir en el hueco de una gramática calculada, segura, constatable e independiente del lugar, como arrancada de la tierra y suspendida en el aire. La construcción ahora podía ser de piedra y madera, pero también de vidrio, de titanio, de plástico, de papel, de acero o de tela. Siendo lo esencial la forma teórica, el material con que se construya carece de importancia y los gramáticos serán quienes decidan cuándo una puerta, un arco, una ventana o una cubierta es aceptable o no lo es.
En unos años atroces, los de la Italia del siglo XV, se arrancará de la tierra una abstracción llamada “espacio”. Brunelleschi levantará una cúpula que niega la gravedad y es pura teoría visible. De Alberti a Piero aparece completa la integridad de un espacio perfecto y perspectivo, sin relación con la densidad terrestre, liberado de la materia y la decadencia, extirpado de la vida mortal, lanzado a la eternidad que habían inaugurado las cabezas de caballo en la cueva paleolítica de Chauvet. Ahora ya podíamos fabricar casas en serie y adosados.
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