En occidente sabemos vagamente que Do es una palabra que se encuentra en unas cuantas artes japonesas... Ju Do, Karate Do, Ken Do, Aiki Do, Sho Do... Do significa camino, vía. Proviene del chino: Tao.
Añadir el sufijo Do a un arte, significa que en este arte se busca el perfeccionamiento por una búsqueda del Do, es decir, por el autoperfeccionamiento. Pero este Do no se practica. El Do es la manera, el espíritu utilizado en la ejecución de este arte, y este espíritu, esta vía, sería la expresión del pensamiento Zen.
El espíritu del Zen no tiene nada que ver con las técnicas que constituyen la práctica de las artes consideradas, pero se expresa a través de la práctica del arte.
El espíritu del Zen se caracteriza por un estado de concentración mental. ¿Pero que concentración? El pasado se alejó de nosotros, el futuro aún no ha llegado. Estamos en un ahora constante. Hacia donde nos desplacemos estaremos nosotros aquí. Todo lugar es aquí para nosotros.
Aquí y ahora. Tan solo lo que estamos haciendo en el mismo momento tiene realidad y por tanto importancia. Por lo mismo que no podemos estar fuera del aquí y del ahora, esto tiene que atraer toda nuestra atención, tenemos que ser perfectamente conscientes de lo que ocurre aquí y ahora y concentrar toda nuestra atención en ello.
Cuando se capta esta idea, desaparecen las diferencias entre cosas importantes y cosas insignificantes: todo tiene el mismo valor.
Ante cualquier obra Zen o expresión del Zen, el occidental se encuentra totalmente perdido, no entiende prácticamente nada; y peor aún cuando piensa haber entendido, entonces se equivoca verdaderamente. El problema reside en las formas de la expresión. Una obra occidental por lo general está dirigida a la inteligencia o a los sentimientos del espectador. El artista Zen se dirige a la intuición y a la sensibilidad.
Hitoshi Oshima, en su libro sobre el pensamiento japonés, luego de una recorrida sobre sus ires y venires, concluye dando una preferencia a la mentalidad mítica como base de la tradición de Japón. Concluye diciendo que la historia del pensamiento japonés es inconcebible sin tener en cuenta la persistencia de la mentalidad mítica del pueblo japonés. Es un tipo de pensamiento que no crea filosofías trascendentales como la tradición India, China o Europea, al dificultar por su propia característica la distinción entre lo teórico y lo práctico, lo ideal y lo sensorial. Concluye su ilustrativo libro diciendo que tiene la fuerte impresión de que un poeta como Matsuo Basho puede expresar mejor que cualquier filósofo de su nación lo esencial del pensamiento japonés.
Desde luego, expresar una idea a través de un concepto abstracto, como suelen hacer los filósofos, es algo que se sale de los límites de la imaginación japonesa; pero un poeta japonés sabe mejor que nadie expresar la idea a través de los signos o símbolos codificados. Veamos en el siguiente jaikai, como el poeta Basho expresa impecable y muy concisamente la idea abstracta de la eternidad:
Furu ike-ya / kawazu-tobikomu / mizuno-oto
Alejo estanque / inmersión de una rana / chasquido del agua
Con este ejemplo podemos llegar a la conclusión de que no es suficiente leer libros escritos por los pensadores japoneses para comprender el pensamiento japonés; es necesario observar las bellas artes, la poesía japonesa y la vida misma del pueblo para alcanzar esta finalidad.
De todos modos es de destacar que, en esta recorrida prolija a lo largo de las manifestaciones del pensamiento de su pueblo, Oshima nos advierte: En occidente está muy extendida la creencia de que el budismo Zen fue lo que más influyó en el pensamiento japonés, creencia equívoca... que puede tener múltiples orígenes. Nos dice que hemos llegado a creer que el budismo Zen como si se tratara del elemento más importante de la vida mental japonesa, pero que difiere mucho esta opinión de la verdad histórica. Nos dice: Zen contiene un proceso de negación, un proceso dialéctico que el pensamiento japonés apenas concibe. Es cierto que el Zen fue aceptado durante siglos en Japón, pero ello no significa la asimilación de este pensamiento, sino la identificación equivocada de lo ilógico-superlógico del budismo Zen con lo ilógico tradicional del pensamiento mítico japonés.
Por esta carencia de asimilación del budismo Zen, el japonés en su gran mayoría no se interesa en los diálogos enigmáticos llamados koan; se contenta con practicar los actos de meditación o los servicios que son exigidos en los templos.
Conclusiones estas un tanto inquietantes debido a nuestra común creencia en la presencia del Zen en el espíritu japonés, creencia debida quizás, a nuestra propia confusión, igual a la que denuncia Oshima luego de un riguroso estudio filosófico. A nosotros occidentales y a una gran mayoría de sus connacionales, les ocurre que, cuando hablan de la influencia del Zen en las manifestaciones populares y artísticas de su patria, en realidad, bajo el nombre de Zen, se está señalando el antiguo carácter mítico japonés y no la abstrusa filosofía muy poco comprendida de este y de aquel lado de la tierra aun cuando se diga lo contrario. Digamos así, que una gran mayoría de sus adeptos, bajo un punto de vista más purista, fueron seguidores de un Zen adaptado a su sentir intrínsecamente mítico, pero distante de la filosofía que aquella escuela sustenta.
Esto es si tenemos en cuenta un estudio exhaustivo filosófico. Pero es indudable que, aunque sin comprenderlo plenamente quizá, como sugiere Oshima, bajo su tutela se desarrollaron varias artes, desde el Cha-do, la ceremonia del tŽ, el Ka-do o ikebana, las artes marciales, la poesía, la pintura y muy cercana a ella, el Sho-do o caligrafía.
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