Por BÁRBARA CELIS - Nueva Orleans - 27/08/2007
Utopía. Ésa es la palabra que desde diversas vallas publicitarias asalta visualmente desde la autopista I-10 a quien se acerca estos días a Nueva Orleans. Irónicamente, las letras con las que se anuncia el refresco se funden sobre la silueta del infausto Superdome, el estadio que tras el paso del huracán Katrina se convirtió en la imagen más dramática de la negligencia y el abandono que sufrieron los habitantes de una ciudad que sucumbió bajo las aguas del lago Portchartrain, cuyos diques se rompieron el 29 de agosto de 2005.
A dos días de la conmemoración de la peor catástrofe de gestión humanitaria de Estados Unidos, que provocó la inundación del 80% de Nueva Orleans y la muerte de 1.486 personas, el Superdome, donde se refugiaron miles de personas y donde murieron decenas, luce brillante y renovado en el centro comercial de la ciudad. Pero los nuevos diques de contención del lago Portchartrain y los muros construidos por el Cuerpo de Ingenieros a lo largo de los canales que atraviesan la ciudad, tras una inversión de 1.000 millones de dólares (732 millones de euros), no tienen tan buen aspecto.
"Han pasado dos años y seguimos tan indefensos como antes. Mira el periódico de hoy", se quejaba el pasado jueves Otis Fennel, propietario de una librería en el histórico barrio francés de Nueva Orleans. Esa zona no se inundó, pero acusa el descenso en un 40% del turismo, principal fuente de ingresos de esta urbe que hizo de la buena música y la buena comida una forma de vida.
En una ciudad donde unas 200.000 viviendas fueron arrasadas y cuya población no llega a los 300.000 habitantes (antes del Katrina eran 455.000, el 67% de raza negra), los ciudadanos siguen las noticias con fruición. "Cada día cambian las normas para pedir ayudas, la burocracia es un desastre. Así que hay que estar siempre informado", subraya otro vecino.
"Promesas de protección", denunciaba el periódico local. Donald Powell, coordinador federal para la reconstrucción de la Costa del Golfo, informaba con inexplicable orgullo de que la mitad de la ciudad sigue aún en peligro de inundación ante un posible huracán menor que el Katrina (aquél fue de categoría 5), y dejaba claro que hacen falta otros 7.000 millones de dólares para terminar un proyecto que no estará listo antes de 2011.
"Y si llega otro huracán antes de 2011, ¿qué hacemos? Tampoco hay hospitales, ni colegios, ni casas. ¿Cómo esperan que la gente regrese a Nueva Orleans si no existen servicios básicos?", se pregunta Malik Rahim, un antiguo líder de la organización afroamericana Panteras Negras que hoy encabeza la asociación de voluntarios Common Ground, cuyo cuartel general en el barrio Lower Nine Ward mira hacia un paisaje de solares desolados, casas espectrales y escasos rastros de vida humana. Tras el huracán, y ante la parsimonia de las autoridades locales y federales, los ciudadanos se organizaron en grupos como el suyo para cubrir necesidades básicas como alimentos o medicinas.
Al cabo de dos años, y ante la mala gestión de la que todo vecino se queja cuando se le menta a la Administración local, las organizaciones de voluntarios parecen ser las encargadas de dirigir, a pequeña escala, mejoras concretas. No es raro encontrarse un camión de mudanzas como el del grupo cristiano ACT repartiendo muebles o ver a un puñado de voluntarios de Common Ground reparando casas. "Hemos arreglado unas 3.000 pero sin esperar a los permisos oficiales. La burocracia es demasiado lenta y la gente necesita un hogar", explica Rahim.
El año pasado sólo se emitieron 40.000 licencias para reconstruir y 506 para crear nuevas viviendas. Quienes vivían de alquiler ya no pueden pagar los precios actuales, triplicados desde el Katrina. Y quienes eran propietarios pelean aún para que las aseguradoras les paguen y navegan entre la burocracia para conseguir ayudas. Mientras, muchos viven en los miles de caravanas distribuidas por el Gobierno federal en barrios aún destruidos. Pero su pesadilla no ha terminado: las caravanas han resultado ser tóxicas y la gente está cayendo enferma por emisiones de formaldehído, un gas producto de materiales de mala calidad.
Y en una ciudad donde 175.000 personas carecían de seguro médico antes del huracán, cuatro de los siete hospitales siguen cerrados, entre ellos el Charity Hospital, donde se asistía a la gente sin recursos, que ahora sólo cuenta con pequeñas clínicas improvisadas por voluntarios. El alcalde sigue declarándose optimista en televisión, pero la realidad de la calle dice a gritos que la reconstrucción sigue siendo una utopía.
Utopía. Ésa es la palabra que desde diversas vallas publicitarias asalta visualmente desde la autopista I-10 a quien se acerca estos días a Nueva Orleans. Irónicamente, las letras con las que se anuncia el refresco se funden sobre la silueta del infausto Superdome, el estadio que tras el paso del huracán Katrina se convirtió en la imagen más dramática de la negligencia y el abandono que sufrieron los habitantes de una ciudad que sucumbió bajo las aguas del lago Portchartrain, cuyos diques se rompieron el 29 de agosto de 2005.
A dos días de la conmemoración de la peor catástrofe de gestión humanitaria de Estados Unidos, que provocó la inundación del 80% de Nueva Orleans y la muerte de 1.486 personas, el Superdome, donde se refugiaron miles de personas y donde murieron decenas, luce brillante y renovado en el centro comercial de la ciudad. Pero los nuevos diques de contención del lago Portchartrain y los muros construidos por el Cuerpo de Ingenieros a lo largo de los canales que atraviesan la ciudad, tras una inversión de 1.000 millones de dólares (732 millones de euros), no tienen tan buen aspecto.
"Han pasado dos años y seguimos tan indefensos como antes. Mira el periódico de hoy", se quejaba el pasado jueves Otis Fennel, propietario de una librería en el histórico barrio francés de Nueva Orleans. Esa zona no se inundó, pero acusa el descenso en un 40% del turismo, principal fuente de ingresos de esta urbe que hizo de la buena música y la buena comida una forma de vida.
En una ciudad donde unas 200.000 viviendas fueron arrasadas y cuya población no llega a los 300.000 habitantes (antes del Katrina eran 455.000, el 67% de raza negra), los ciudadanos siguen las noticias con fruición. "Cada día cambian las normas para pedir ayudas, la burocracia es un desastre. Así que hay que estar siempre informado", subraya otro vecino.
"Promesas de protección", denunciaba el periódico local. Donald Powell, coordinador federal para la reconstrucción de la Costa del Golfo, informaba con inexplicable orgullo de que la mitad de la ciudad sigue aún en peligro de inundación ante un posible huracán menor que el Katrina (aquél fue de categoría 5), y dejaba claro que hacen falta otros 7.000 millones de dólares para terminar un proyecto que no estará listo antes de 2011.
"Y si llega otro huracán antes de 2011, ¿qué hacemos? Tampoco hay hospitales, ni colegios, ni casas. ¿Cómo esperan que la gente regrese a Nueva Orleans si no existen servicios básicos?", se pregunta Malik Rahim, un antiguo líder de la organización afroamericana Panteras Negras que hoy encabeza la asociación de voluntarios Common Ground, cuyo cuartel general en el barrio Lower Nine Ward mira hacia un paisaje de solares desolados, casas espectrales y escasos rastros de vida humana. Tras el huracán, y ante la parsimonia de las autoridades locales y federales, los ciudadanos se organizaron en grupos como el suyo para cubrir necesidades básicas como alimentos o medicinas.
Al cabo de dos años, y ante la mala gestión de la que todo vecino se queja cuando se le menta a la Administración local, las organizaciones de voluntarios parecen ser las encargadas de dirigir, a pequeña escala, mejoras concretas. No es raro encontrarse un camión de mudanzas como el del grupo cristiano ACT repartiendo muebles o ver a un puñado de voluntarios de Common Ground reparando casas. "Hemos arreglado unas 3.000 pero sin esperar a los permisos oficiales. La burocracia es demasiado lenta y la gente necesita un hogar", explica Rahim.
El año pasado sólo se emitieron 40.000 licencias para reconstruir y 506 para crear nuevas viviendas. Quienes vivían de alquiler ya no pueden pagar los precios actuales, triplicados desde el Katrina. Y quienes eran propietarios pelean aún para que las aseguradoras les paguen y navegan entre la burocracia para conseguir ayudas. Mientras, muchos viven en los miles de caravanas distribuidas por el Gobierno federal en barrios aún destruidos. Pero su pesadilla no ha terminado: las caravanas han resultado ser tóxicas y la gente está cayendo enferma por emisiones de formaldehído, un gas producto de materiales de mala calidad.
Y en una ciudad donde 175.000 personas carecían de seguro médico antes del huracán, cuatro de los siete hospitales siguen cerrados, entre ellos el Charity Hospital, donde se asistía a la gente sin recursos, que ahora sólo cuenta con pequeñas clínicas improvisadas por voluntarios. El alcalde sigue declarándose optimista en televisión, pero la realidad de la calle dice a gritos que la reconstrucción sigue siendo una utopía.
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