Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 11/010/08):
Ante la crisis financiera en Europa, la más aguda desde la creación del euro en 1999, las pulsiones nacionales o nacionalistas prevalecieron sobre la solidaridad. Y la acción concertada se hizo añicos, pese al hiperactivismo del presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, que lo es en ejercicio de la Unión Europea y que se reunió infructuosamente en París con los líderes de Alemania, Gran Bretaña e Italia para adoptar medidas de urgencia, cuando ya era evidente que los 27 gobiernos actuaban en orden disperso e incluso contradictorio. Regocijo con sordina entre los euroescépticos por el fallo estrepitoso en la orquestación auspiciada desde Bruselas y el sepelio simbólico del ogro burocrático.
El francés Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo (BCE), columna vertebral de la unión económica y monetaria, resistió las presiones para rebajar los tipos de interés hasta el último momento y puso el dedo en la llaga al señalar que la UE no era una federación política como Estados Unidos, ni siquiera una confederación, sino una unión de estados harto heterogénea –varias velocidades en cuanto al grado de integración y 27 socios, pero solo 15 en el euro–, dominada por la cooperación gubernamental en las cuestiones no mercantiles. “No tenemos un presupuesto federal”, arguyó Trichet para descartar un plan de rescate como el aprobado en Washington.
LAS ESTRUCTURAS económicas están más integradas que las políticas, y por eso Europa perdió la brújula en medio de la borrasca financiera. Como Alemania antes de la caída del muro, la UE es un gigante económico y un enano político-diplomático. Y en cuanto a la superioridad del sistema europeo frente al estadounidense, la polémica no cesa. Sarkozy y Silvio Berlusconi fustigaron al alimón el “capitalismo especulativo” de Wall Street cuando la fuerza irrefrenable del mismo morbo causaba estragos en el continente y desvelaba la mio- pía y la parcialidad de algunos estrategas de salón.
La UE jamás desarrolló una integración política, sino que se vio desgarrada por el tradicional antagonismo entre Gran Bretaña, que no está en el euro y rechaza el aumento de las competencias comunitarias, y el tándem Francia-Alemania, respaldado por España y el Benelux, que pretende superar la mera concertación intergubernamental. Cuando Berlín hundió sin contemplaciones el pro- pósito de París de un plan europeo de rescate, remedo del norteamericano, la irritación de Sarkozy se confundió con el encono de la crisis y la insensata pugna de los gobiernos por garantizar los depósitos y salvar los bancos nacionales. “Demasiado para la unidad de Europa”, sentenció Time.
La aparatosa distancia entre la retórica puesta en escena del cónclave cuadrangular del Elíseo (”el de las sonrisas vacías”, según la BBC) y la urgente realidad de unos bancos en apuros alimentó las dudas y hasta el pánico de una opinión pública sacudida por la sospecha de que el sistema europeo, el llamado capitalismo mixto o renano, concretado en el Estado del bienestar, y pese a las declaraciones balsámicas de sus líderes, podía estar tan en peligro como el vilipendiado norteamericano. Recuerdo que el general De Gaulle, en uno de sus arranques más polémicos, censuró a EEUU “porque exporta hasta la inflación”, sin reparar en la codicia del importador.
La verdad es que la derecha y la izquierda europeas han criticado el ultraliberalismo y la ingeniería financiera como si fueran un pecado exclusivo de EEUU, herencia aciaga de los días gloriosos de Greenspan, pero han sido incapaces de proponer una alternativa, y ni siquiera han esbozado una doctrina o procedimiento para combatir los evidentes excesos. El proceso de decisión y legislación en la UE son totalmente inapropiados, lentos y burocráticos, para replicar a la crisis, ya que tanto los mecanismos de supervisión y control de los bancos como la política económica siguen en manos de los estados nacionales.
IRLANDA, GRAN beneficiaria de la integración, fue la primera en lanzarse por el camino desleal de las distorsiones de la competencia. Le siguió, entre otros, la poderosa Alemania, luego de que la cancillera Angela Merkel, espoleada por las urgencias electorales, exigiera el castigo de los banqueros y defendiera a los contribuyentes de la pretensión intervencionista de otros socios o de la producción excesiva de billetes que dispara la inflación. El debate sigue anclado en las divergencias entre Berlín y París, que ya no tienen, por lo visto, una misma concepción del proyecto europeo; pero lo más relevante es la indigencia estructural de la UE, la falta de instituciones para mitigar los seísmos financieros globalizados.
Sarkozy, con su frenética actividad y su pasión por los focos, anticipa el protagonismo de un futuro presidente del Consejo Europeo, según lo previsto en el Tratado de Lisboa en proceso de ratificación, pero levanta tanta admiración como suspicacia. Los optimistas recuerdan que la integración europea es un éxito pese a las crisis innumerables, pero el proyecto está bloqueado institucionalmente desde el fiasco de la Constitución y el reciente rechazo irlandés del Tratado de Lisboa. Sus instituciones retocadas no difieren de las concebidas por los padres fundadores. La crisis financiera subraya dramáticamente la impotencia para actuar solidariamente e impedir que resuciten los egoísmos nacionales.
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