Por Xavier Sala i Martín, Columbia University, UPF y Fundació Umbele (LA VANGUARDIA, 02/08/11):
Las vacaciones de agosto empiezan con tres noticias relacionadas con la comida. La primera y más trágica es la hambruna de Somalia. Ya hacía décadas que en el mundo no se vivía una situación de hambre parecida pero la guerra constante, el pirateo y la falta de instituciones que faciliten el mercado y el crecimiento económico han hecho que reaparezca un fantasma que, gracias a Dios, es cada vez menos frecuente. Digo gracias a Dios pero tendría que decir gracias a las fundaciones Ford y Rockefeller, que entre los años cuarenta y setenta financiaron lo que se ha denominado la revolución verde: a base de mezclar variedades genéticas y de aplicar fertilizantes, plaguicidas y regadíos, la productividad del trigo, el arroz y el maíz se multiplicó por cinco mientras los precios se dividían por dos. El éxito de esta revolución permitió que países como India no sólo dejaran de sufrir las hambrunas de los sesenta, sino que en la actualidad exporten cinco millones de toneladas de arroz anuales.
Si bien la productividad agrícola ha aumentado espectacularmente, no se puede decir lo mismo de la eficiencia con la que distribuimos los alimentos. Y es que todos los supermercados del mundo tiran toneladas de comida cada día ya que llega la fecha de caducidad de los productos frescos cuando todavía no han sido vendidos. A todos nos gusta tener donde escoger cuando vamos a comprar y por eso los supermercados tienen más producto del que venden. Lamentablemente, eso implica que una parte sustancial de lo que producimos acaba en la basura.
Lo que nos lleva a la segunda noticia del verano: investigadores del Laboratorio de Síntesis Computacional de la Universidad de Cornell en Estados Unidos han presentado un ordenador que imprime comida. La técnica recuerda las primeras impresoras inkjet que tenían tres tubos de tinta de tres colores. El ordenador escupía microgotas contra un papel y la mezcla de las tintas permitía imprimir documentos o fotografías en una infinidad de colores. Pues bien, el equipo de Cornell ha utilizado esta técnica con el chocolate: la impresora escupe gotas de diferentes tipos de chocolate que, una vez solidificadas, crean bombones con infinidad de sabores. De hecho, en lugar de imprimir sobre un papel, lo hacen en tres dimensiones (una técnica que también se utiliza para producir objetos industriales de plástico) depositando microgotas de chocolate líquido que, al solidificarse, acaban formando un bombón con la forma deseada por el diseñador.
Al leer esta noticia me pregunté si algún día se inventarían impresoras láser de comida. Me lo pregunto porque las impresoras que sustituyeron a las inkjet fueron las de láser, que no escupían tinta líquida, sino partículas de polvo seco. Imaginamos que fuera posible deconstruir un pollo en sus partículas elementales: por una parte el agua y por la otra cada uno de los componentes de la carne, la piel, la grasa, etcétera. Todas estas partículas se podrían guardar pulverizadas dentro de unos cartuchos. Al no contener agua, este polvo podría ser almacenado mucho tiempo. Cuando alguien quisiera comer un pollo, utilizaría una impresora láser que, en un instante, lo imprimiría en 3D partícula a partícula, calentando cada píxel a la temperatura deseada. Además de producir sólo la comida necesaria sin necesidad de tirar nada a la basura, este procedimiento tendría otras ventajas. Primero, las personas con problemas médicos podrían imprimir comida sin los componentes perjudiciales. Por ejemplo, pan sin gluten, queso sin colesterol o carnes sin grasa. Segundo, a las personas que necesitan dieta, sus médicos o nutricionistas les podrían construir cada día su comida sin los componentes que no les convienen. Tercero, a los que tienen que comer poca sal pero no les gusta la comida insípida, el médico les podría ir reduciendo la dosis a base de imprimir la comida cada día con un poco menos de sal de manera que el paciente no se daría cuenta del cambio. Lo mismo pasaría con la gente de que tuviera que comer poco azúcar, poca grasa o poco de lo que sea. Cuarto, en lugar de tomar pastillas, a los enfermos se les podrían incorporar los fármacos directamente en la comida. Y quinto, al tener montañas de alimentos almacenados en polvo sin riesgo de pudrirse, los países ricos podríamos enviar impresoras cuando un país se encontrara en situación de emergencia, como es el caso de Somalia en la actualidad.
Lógicamente, todo eso es una pura elucubración porque todo dependería de que alguien fuera capaz de deconstruir la comida en sus componentes esenciales y eso no lo puede hacer nadie. Nadie… ¡de momento! Y es que sí que hay alguien que, de proponérselo, podría hacerlo. Se trata, ¿cómo no?, de Ferran Adrià, el protagonista de la tercera noticia del verano: cuando salga publicado este artículo hará dos días que El Bulli ha cerrado definitivamente. El mejor restaurante de todos los tiempos ha sido un centro de creación culinaria donde una de las mentes más privilegiadas y creativas que hay, la del maestro Adrià, nos ha dado cosas como la espuma, el aire, las esferificaciones o… ¡las deconstrucciones! Ferran ha imaginado maneras de manipular productos que nos han dado unos placeres hasta entonces inimaginables. Ahora El Bulli desaparece como restaurante y se convierte en una fundación dedicada a la creatividad. Quizás sea este el primer paso para obtener las impresoras de comida que permitan completar la revolución verde y erradicar, ahora ya definitivamente, el hambre en el mundo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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