Por Ernesto Hernández Busto, ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenultimosDias.com (EL PAÍS, 03/08/11):
Hubo una época en que la radio fue algo muy parecido a lo que hoy representa Internet. Para quienes nunca se lo imaginaron -o ya lo habían olvidado-, Tim Wu, profesor de Derecho en la Universidad de Columbia, dedica The Master Switch: The Rise and Fall of Information Empires (2010) a recordar que la utopía de un sistema de comunicación sin restricciones no es precisamente un descubrimiento de la era digital.
A comienzos del siglo XX muchas voces independientes (y algunas que califican de “marginales”) vieron en la radio una posibilidad de hacerse oír sin intermediarios. El panorama parecía ilimitado, y un montón de gente “rara”, desde predicadores hasta empresarios deportivos, pasando por todo el espectro de libertarios y “colgados” en los que Estados Unidos siempre ha sido pródigo, fundaron numerosas estaciones radiales que alcanzaban a miles de oyentes. Aquella especie de locura comunicativa, muy parecida al esplendor de la blogosfera hace unos años, dio lugar a varias polémicas que pueden leerse como el primer antecedente de las comunidades virtuales: se debatía sobre cómo aliviar los males de la sociedad, cómo la gente sería liberada, cómo el discurso se elevaría y la distancia desaparecería…
A finales de 1924 -nos cuenta Wu- los fabricantes norteamericanos habían vendido más de dos millones de aparatos de radio capaces de emitir una señal local. Apenas unos años después “lo que era un medio abierto… estaba preparado para convertirse en un gran negocio, dominado por un monopolio radial; lo que fue antaño una tecnología no regulada cayó bajo el estricto mando y control de una agencia federal”.
En su entretenida historia de la tecnología de la comunicación en Estados Unidos durante el siglo pasado Wu quiere mostrarnos cómo muchos inventos asociados a los medios masivos tuvieron su fase de novedad revolucionaria antes de ser absorbidos por la industria en poderosos monopolios. Muchas empresas que hoy controlan el flujo de los contenidos y fabrican políticas a partir del comercio también fueron concebidas en su día como canales accesibles y armas de la libre expresión. Pero el paso “del hobby de alguien a la industria de alguien” parece ser, en la versión de Wu, una ley más ineluctable que la Divina Providencia. Y ahí están la RCA, AT&T, NBC, CBS, etc… para probarlo.
“Esta oscilación de la industria de la información entre lo abierto y lo cerrado -explica Wu- es un fenómeno tan típico que yo le he dado un nombre: el Ciclo. Y para entender por qué eso ocurre debemos entender cómo las industrias que trafican con la información son natural e históricamente diferentes de aquellas basadas en otros productos”.
La singularidad de la comunicación como sector radicaría, según Wu, justo en la falibilidad de la regulación y la lógica de los mercados que tienen que ver con ella. En pocas palabras, los fracasos en esta industria tienen consecuencias mucho peores que en otras. Por eso hace falta establecer un conjunto de principios en torno a la propiedad, la concentración y estructura de tales medios, y que estos se regulen en gran medida por una “moral de la información”, no por un solo organismo regulador o un único estatuto, sino en última instancia por un consenso emergente sobre el valor de la libre información como soporte vital para las sociedades abiertas.
El libro de Wu se lee, por supuesto, en el contexto de la polémica actual sobre la regulación de Internet, su legitimidad y sus límites. El autor es conocido por haber acuñado en 2002 el término “net neutrality”, la noción de que los operadores no deben bloquear ni favorecer ciertos contenidos para que Internet siga siendo un sistema abierto en que cualquiera pueda conectarse y publicar, y donde el dinero y las reglas técnicas no favorezcan nunca a un usuario contra otro, incluso si ese usuario es una corporación poderosa con ilimitados recursos económicos.
Uno de los puntos fundamentales de su análisis es la noción del “interés público” aplicada a las nuevas tecnologías concebidas como “redes de transporte”: “Desde el siglo XVII ha habido la fuerte sensación de que las redes de transporte básicas deben servir al interés público sin discriminación” -decía Wu en Slate, hace 5 años-. “Esto se debe a que mucho depende de ello: ellas catalizan industrias enteras, lo que significa que la discriminación gratuita puede tener un ‘efecto dominó’ en toda la nación. Siguiendo esta lógica, siempre y cuando usted piense que Internet es algo más parecido a una carretera que un expendio de pollo frito, debería ser neutral con respecto a lo que transporta”.
En este gran debate sobre los sistemas de información Wu también ha sido muy criticado. Los empresarios lo acusan de “proponer soluciones para problemas que no existen”. Otros se burlan del agorero de una “Oscura Edad Digital de los Sistemas Cerrados”. El Ciclo de las industrias poderosas tragándose a las nuevas tecnologías está demasiado cerca de las predicciones semiapocalípticas de Lawrence Lessig y coloca en una posición difícil a quienes han hecho de la tecnología el nuevo bálsamo de Fierabrás de las sociedades digitales.
Uno de los presupuestos que sostiene el entusiasmo casi incombustible generado por los “revolucionarios de Internet” es que esta vez la estructura tecnológica ha conseguido romper con esa especie de maldición o destino manifiesto, perfectamente condensada en la metáfora del “conmutador principal ” o “interruptor maestro” que define al Leviatán corporativo.
Para Wu, sin embargo, Silicon Valley no está a salvo de la vieja tentación y los peligros monopolísticos. Recientemente acusó a Apple de buscar reemplazar la “caótica libertad personal de los ordenadores personales” con “un nuevo régimen de artefactos controlados” y de querer encarnar la idea platónica de la dictadura de los sabios como el mejor gobierno posible. Al mismo tiempo, Wu es capaz de sostener que “la piratería ha sido una parte del desarrollo de las tecnologías de la información desde al menos 1890″ o de parafrasear la advertencia de Schumpeter: cuidado con ese tipo especial de hombres que no están motivados por el dinero o el confort, sino que buscan poder para fundar su reino privado. En pocas palabras, “the mogul makes the medium”. Wu no es precisamente una voz neutral: sus ideas han fortalecido la agencia para la que trabaja, la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos, convirtiéndola en “un contrapeso público al poder privado”.
No todo lo que parece “natural” es necesariamente inevitable, y además Internet ha sido diseñado para resistir la integración y el control centralizado. Sin embargo, los influyentes argumentos de The Master Switch han contribuido a moderar nuestro exceso de confianza en la tecnología. Es un hecho que la telefonía, la radio, la TV y el cine cambiaron nuestras vidas. Pero ¿hasta qué punto modificaron la naturaleza de nuestra existencia? ¿Hasta qué punto representaron un hito en la libertad de expresión? ¿Consiguieron ampliar la democracia norteamericana a nivel de base, o acabaron absorbidas por la lógica del Ciclo?
Tras muchas metáforas políticas que parecen remedos de Un mundo feliz de Huxley, Wu ha puesto sobre la mesa una serie de problemas reales. La distribución de contenidos asociados a plataformas tecnológicas específicas controladas por los gigantes de la industria parece una tendencia consolidada. En la nueva era, el periodismo tiene que afrontar que la gente prefiera la transparencia a la objetividad, como dictaminaba hace poco The Economist. Internet como el foro de libre expresión por excelencia, como ese lugar donde una persona con talento puede competir con un periódico importante, no parece hoy la tendencia en boga. Y todo esto sucede justo cuando la ONU acaba de incluir el acceso a la Red como parte de los Derechos Humanos. Este reconocimiento “oficial” de un instrumento fundamental de la libre expresión coincide con un momento de desencanto: al mismo tiempo que se consagra como derecho, es posible que Internet como modelo de libertad esté llegando a su fin.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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