Por Pedro Schwartz, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 08/10/08):
LA crisis inmobiliaria y financiera, iniciada en el verano de 2007 y agravada en los recientes meses de 2008, ha animado a los socialistas de todos los partidos a lanzarse en tromba contra ese capitalismo que los socialistas llaman «salvaje» y los conservadores tildan de «antipático». Con malsana satisfacción señalan que ni siquiera los partidarios del libre mercado dejan de llamar al papá Estado cuando las cosas empiezan a irles mal. ¿Tienen acaso razón? ¿Se deben las presentes angustias a la codicia de banqueros y especuladores movidos por un egoísmo sin freno? ¿Significa todo esto que debemos abandonar el mercado semi-libre en que vivimos y volver a un sistema detalladamente intervenido por los políticos?
Lo primero de todo es entender cómo funciona un sistema financiero moderno. Sin duda está basado en la confianza, pero no en la confianza de que todo va a seguir en continua expansión. Son muchas las inversiones equivocadas y compañías mal dirigidas que han de desaparecer, por lo que una recesión mundial es inevitable. Sostener cueste lo que cueste la actividad inmobiliaria, el empleo industrial, la oferta de servicios de los años de excesivo optimismo, sin revisar nada, no haría sino prolongar la crisis durante años, como ocurrió en Japón en la década de los años ochenta. Una profunda reestructuración acortaría la crisis pero tendría que incluir la liberalización del mercado de trabajo español y la decidida apertura del mundo al libre comercio. Sea corto o largo este período, necesitamos confianza en una cosa principal: la moneda; la moneda con la que valoramos los bienes y servicios, esa moneda con la que compramos y vendemos y atesoramos para alguna contingencia futura.
El sistema monetario en el que nos desenvolvemos es un sistema «fiduciario», es decir, basado en la «fiducia» o fe general. Aceptamos euros, dólares, yenes, en pago de lo que vendemos porque confiamos en otros los aceptarán en pago de lo que les demandemos. Ese dinero que usamos en el mercado no consiste sólo en monedas y billetes emitidos por un banco central público: la mayoría de nuestros recursos monetarios tiene la forma de depósitos bancarios. A esos depósitos acudimos para obtener billetes en un cajero automático, o para responder de un cheque que entregamos, o para saldar una cuenta con una tarjeta de pago. El sistema fiduciario moderno contribuye a crear una estupenda prosperidad, pero punteada con dolorosos vaivenes. En cambio, las sociedades primitivas vivían una interminable repetición, sometidas sólo a los azotes de la cruel naturaleza.
El dinero que usamos diariamente está expuesto a dos tipos de inseguridad: la que afecta al dinero emitido por los bancos centrales, porque la inflación en el interior y la devaluación en el exterior erosionan su valor; y la que afecta al dinero bancario, cuando los bancos que custodian nuestros depósitos suspenden pagos. No hay que olvidar que los bancos comerciales se comprometen a devolver los depósitos de sus clientes pese a que su monto alcanza cien, doscientas, quinientas veces su caja, pues confían en que no todos los depositantes querrán retirar sus depósitos a la vez. Los defensores del capitalismo moderno nunca hemos dicho que un sistema fiduciario pueda funcionar sin intervención pública alguna. Un club de bancos como es el de cada una de nuestras zonas monetarias necesita un prestamista de última instancia. Acabamos de ver al Gobierno británico nacionalizar el banco Northern Rock en cuanto se formaron colas de personas ansiosas de retirar su dinero; o a los Gobiernos de Irlanda y Alemania garantizar el 100 por 100 de lo depositado en la banca de su país: todo para que no cunda el pánico. No otro que éste de mantener el sistema de pagos es el objetivo del fondo de 700 mil millones de dólares creado en EE.UU. para comprar activos «envenenados» de la banca.
La experiencia de lo ocurrido durante la Gran Contracción de 1929-31 está en las mentes de todos los banqueros centrales. No en vano ha sido Bernanke un estudioso de esa gran depresión de los años treinta. Recuerdo un almuerzo ofrecido a Milton Friedman en el Banco de España por Mariano Rubio cuando era gobernador. Salió el tema del salvamento de bancos españoles en la segunda mitad de la década 1980. «Hicieron ustedes bien, dijo Friedman, y también acertaron al prestar liquidez al mercado financiero en momentos de posible quiebra del sistema de pagos. Todo menos repetir la actuación de la Reserva Federal al principio de los treinta: permitió la caída del Bank of United States y otros muchos bancos; y retiró grandes cantidades de oro de la circulación sin emitir dinero en contrapartida». Cuando una economía se queda sin dinero, sea bancario, sea público, el sistema se gripa. Se necesita una mínima garantía de los depósitos privados, además de inyecciones temporales de liquidez, si los individuos hacemos caja y los bancos se niegan a prestarse los unos a los otros.
El sistema capitalista no se cuartea porque esté basado en el egoísmo y la codicia, pasiones sempiternas del ser humano. No son los banqueros de negocios ni los especuladores profesionales los únicos que han pecado de codicia e imprudencia. Las parejas que apenas alcanzaban a cubrir gastos y que se endeudaban para especular con una segunda vivienda; los agentes financieros que colocaban hipotecas baratas o crédito al consumo a quienes no podrían soportar ni un leve encarecimiento del dinero; los consumidores que abusaban de las tarjetas de crédito para irse de vacaciones o comprar un coche nuevo; los políticos que garantizaban y siguen garantizando las pensiones públicas y la salud gratuita, pese a que no son sostenibles; todos ellos y otros muchos más han sido y son codiciosos. No se trata de maniatar la actividad empresarial con enfadosas regulaciones ni de castigar el deseo de mejora personal y profesional con pesados impuestos, como proponen esos socialistas de todos los partidos. La cuestión estriba en reducir la inestabilidad de las sociedades capitalistas todo lo posible con reformas institucionales acertadas.
La base última de esta crisis, que ha hecho tambalearse la pirámide invertida de especulación, se encuentra en unos tipos de interés oficiales ridículamente bajos y una desatada creación de liquidez por nuestros bancos centrales, a lo largo de los últimos veinte años. Greenspan y los demás gobernadores inundaron el mercado con liquidez para salir de la crisis de 1987, para contrarrestar el efecto «año 2000» en el reloj de los computadores, y para calmar el pánico de las Torres Gemelas. Todo ello contribuyó a inflar la llamada «burbuja» de Internet, cuyo reventón se quiso evitar con más ríos de dinero. ¡Con decir que Greenspan llegó a mantener durante meses el tipo de interés oficial al uno por ciento! La reciente fiebre de prosperidad ha durado cinco años, gracias a que las importaciones de China e India contenían los precios al consumo, mientras se disparaba el valor de las casas y las acciones. Cuando en 2007 la construcción y alquiler de inmuebles empezaron a no producir los réditos esperados, el ciclo se invirtió. El mercado a la postre ha funcionado, al hacer quebrar los negocios mal planteados y obligar al saneamiento de los que en ellos se apoyaban.
Es sin duda necesario mejorar la regulación del sistema financiero, sobre todo en la exigencia de mucha mayor información. Pero la regulación financiera más necesaria sería atar en corto a los gobernadores de bancos centrales. Una cosa es que el sistema suministre crédito a la innovación y la inversión, otra muy distinta es que los bancos centrales creen liquidez sin tasa. Ha fallado el Estado, no el mercado.
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