Por Jan-Werner Muller (La Vanguardia, 22/07/2012)
Pasaron 20 años desde la disolución de la Unión Soviética, que para
muchos historiadores marcó el verdadero fin del “siglo XX corto” -un
siglo que comenzó en 1914 y estuvo caracterizado por conflictos
ideológicos prolongados entre el comunismo, el fascismo y la democracia
liberal, hasta que esta última pareció haber surgido plenamente
victoriosa-. Pero algo extraño sucedió en el camino hacia el Fin de la
Historia: parecemos desesperados por aprender del pasado reciente, pero
no estamos en absoluto seguros sobre cuáles son las lecciones.
Claramente, toda la historia es historia contemporánea, y lo que los
europeos, en particular, necesitan aprender hoy del siglo XX tiene que
ver con el poder de los extremos ideológicos en tiempos oscuros -y la
peculiar naturaleza de la democracia europea tal como se la construyó
después de la Segunda Guerra Mundial.
En algunos sentidos, las grandes luchas ideológicas del siglo XX hoy
parecen tan cercanas y relevantes como los debates escolásticos de la
Edad Media -especialmente, pero no exclusivamente, para las generaciones
más jóvenes-. ¿Quién entiende hoy remotamente -para no hablar del
problema de intentar entender- los grandes dramas políticos de
intelectuales como Arthur Koestler y Victor Serge, gente que arriesgó su
vida por y luego contra el comunismo?
No obstante, mucho más de lo que la mayoría de nosotros se atrevería a
admitir, seguimos enredados en los conceptos y categorías de las
guerras ideológicas del siglo XX. Esto quedó en evidencia de una manera
más obvia que nunca en las respuestas intelectuales al terror islamista:
términos como “islamo-fascismo” o ” tercer totalitarismo” fueron
acuñados no sólo para caracterizar a un nuevo enemigo de Occidente, sino
también para evocar la experiencia de las luchas anti-totalitarias que
precedieron y siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Esos términos buscan extraer legitimidad del pasado y explicar el
presente -de un modo que los académicos más serios del Islam o el
terrorismo nunca encontraron muy útil-. La intención de hacer analogías
de este tipo parecía más bien reflejar un deseo de volver a librar las
antiguas batallas que la intención de agudizar el criterio político
sobre los acontecimientos contemporáneos.
¿Cómo deberíamos pensar entonces sobre el legado ideológico del siglo
XX? Por un lado, necesitamos dejar de ver al siglo XX como un
paréntesis histórico plagado de experimentos patológicos perpetrados por
pensadores y políticos trastornados, como si la democracia liberal
hubiese existido antes de esos experimentos y sólo era necesario
revivirla después de que estos experimentos hubieran fracasado.
No es un pensamiento agradable -y tal vez hasta sea peligroso-, pero
la realidad sigue siendo que mucha gente, no sólo ideólogos, depositó
sus esperanzas en los experimentos autoritarios y totalitarios del siglo
XX y vio a políticos como Mussolini e incluso Stalin como
solucionadores de problemas, mientras que los demócratas liberales
fueron descartados como fracasos desconcertantes.
Esto no es para brindar algún tipo de excusa -no es cierto que
comprender es perdonar-. Por el contrario, toda comprensión apropiada de
las ideologías debe tener en cuenta su poder para seducir y hasta
convencer genuinamente a quienes poco les importa su atractivo emocional
-ya sea para enorgullecerse o para odiar- pero piensan que,
efectivamente, ofrece soluciones políticas racionales. Cabe recordar que
Mussolini y Hitler, en última instancia, llegaron al poder de la mano
de un rey y un general retirado, respectivamente -en otras palabras,
elites tradicionales, no fanáticos que se involucran en luchas
callejeras.
En segundo lugar, tenemos que apreciar la naturaleza especial e
innovadora de la democracia creada por las elites europeas occidentales
después de 1945. A la luz de la experiencia totalitaria, dejaron de
identificar a la democracia con la soberanía parlamentaria -la
interpretación clásica de una democracia representativa moderna en todas
partes excepto en Estados Unidos-. Nunca más una asamblea parlamentaria
debería ceder poder a un Hitler o a un Pétain. Los arquitectos de la
democracia europea de posguerra, en cambio, optaron por cuantos pesos y
contrapesos fueran posibles -y, paradójicamente, por conferirle poder a
instituciones no electas a fin de fortalecer la democracia liberal en su
totalidad.
El ejemplo más importante son las cortes constitucionales -un animal
diferente de la Corte Suprema de Estados Unidos, dedicado
específicamente a asegurar el respeto por los derechos individuales-.
Llegado el caso, hasta los países tradicionalmente sospechosos de un
“gobierno en manos de jueces” -Francia es el ejemplo clásico- aceptaron
este modelo de democracia restringida. Y prácticamente todos los países
de Europa central y del este lo adoptaron después de 1989. Es importante
destacar que las instituciones europeas -especialmente la Corte Europea
de Justicia y la Corte Europea de Derechos Humanos- también concuerdan
con este entendimiento de la democracia a través de mecanismos prima
facie antidemocráticos.
Hoy, muchos europeos están claramente insatisfechos con esta
concepción de democracia. Muchos tienen la impresión de que el
continente está entrando en lo que el politólogo Colin Crouch ha dado en
llamar una era “posdemocrática”. Los ciudadanos cada vez más sostienen
que las elites políticas no los representan como corresponde, y que las
instituciones elegidas de forma directa -en particular, los parlamentos
nacionales- se ven obligadas a ceder ante organismos no electos como los
bancos centrales. Las masas apasionadas protestan y el resultado es el
surgimiento de partidos populistas en todo el continente.
No servirá de nada simplemente reafirmar el modelo europeo de
democracia de posguerra, como si la única alternativa fuera el
totalitarismo de algún tipo. Pero deberíamos ser claros respecto de
dónde venimos y por qué -y sobre que no existió ninguna era dorada de
democracia liberal europea ya sea antes de la Segunda Guerra Mundial, en
los años 1950 o en algún otro momento mítico.
Los europeos corrientes durante mucho tiempo delegaron el ejercicio
de la democracia en manos de las elites -y muchas veces hasta parecieron
preferir las elites no elegidas-. Si ahora quieren modificar el
contrato social (y asumir que la democracia directa sigue siendo
imposible), el cambio debería estar basado en un criterio claro e
históricamente fundamentado sobre cuáles son las innovaciones que la
democracia europea realmente podría necesitar -y en quién confían
verdaderamente los europeos para ejercer el poder-. Esa discusión recién
acaba de comenzar.
Jan-Werner Mueller, escritor y profesor en la Universidad de Princeton
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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