Por Ibsen Marínez (El País, 23/07/2012)
¿Quién es el otro candidato en las elecciones venezolanas?
La respuesta corta la da Chávez: “Henrique Capriles Radonski es el
candidato de la burguesía, de los yanquis y la derecha”. Opino que hará
mal quien se conforme con esa parvedad. Hay respuestas más largas.
Al discurrir sobre nuestra América, a muchos analistas extranjeros
les da por pensar que si el hombre es “carismático” —aunque sólo sea un
espadón vociferante, tiránico e inepto—, habla “en nombre de los pobres”
y llena de dicterios al imperialismo yanqui, entonces el tipo es de
izquierdas y, sin más, el bueno de la película. A Capriles Radonski le
pasa lo que a José Carreras en el chiste de Jerry Seinfeld sobre los
tres tenores: es el otro tipo. Y supuesto que Chávez es la izquierda, entonces el otro tipo debe ser la derecha.
Sin embargo, las cosas no son tan simples en Venezuela, uno de los
“petroestados” populistas más antiguos del planeta. El petroestado
venezolano y sus singularidades podrían explicar porqué Hugo Chávez bien
puede perder ante el otro tipo las presidenciales del 7 de octubre.
Cuando eres un petroestado hispanoamericano heredas la potestad de la
corona española sobre la riqueza del subsuelo y acabas convirtiéndote
en el “ogro filantrópico” descrito por Octavio Paz: sólo tú cortas el
bacalao. Tu sólo dispensas todo el dinero de la renta petrolera y el
resto de la población —incluida la burguesía local— no son más que
cazadores o pedigüeños de esa renta. Y por lo mismo, menos ciudadanos
que súbditos cuya religión laica es el estatismo redistributivo.
Clientes o aspirantes a serlo tienen poco o ningún margen para
sentirse electores de libre conciencia en un país donde el
petroestado-billetera es indistinguible del gobierno de turno y, en
términos absolutos, el empleador de bastante más del 80% de la población
económicamente activa.
Los petroestados experimentan fases maníacas y ciclos depresivos,
según los vaivenes del precio del crudo. En fase maníaca, de altos
precios, a sus gobernantes les da por pensar que ahora sí cegarán
definitivamente la brecha que nos separa del Primer Mundo. Se arrogan
toda clase de competencias, creando así más y más incentivos al
despilfarro y la corrupción. En fase depresiva, los petroestados se
endeudan y dan en garantía a los mercados la factura petrolera futura o
bien aceptan las fórmulas del FMI.
La fase maníaca que siguió al embargo impuesto a Occidente por los
países de la OPEP, en 1973, nos trajo al “primer” Carlos Andrés Pérez y
la “Venezuela Saudita”. Chávez no ha sido el primero en pretender
comprar con petrodólares el liderato de los condenados de la tierra. La
verdad es que elencos estatistas, populistas y clientelares se han
turnado en el poder desde 1945, época del primer gran auge petrolero
venezolano. En un tal país, con tan colosal inflazón del Estado y sus
recursos, con una inescapable sujeción de casi toda la población al Gran
Dispensador, ¿qué significa estar a la derecha?
Chávez ha presidido el más prolongado boom de precios
registrado hasta ahora, una fase maníaca que ha financiado fallidos
planes sociales de subsidio directo a los más pobres, el subsidio a la
dictadura castrista, un antiimperialismo tan vociferante como
dispendioso e inconducente y un decidido e inequívoco empeño en
instaurar un régimen totalitario. El elenco chavista añadió el
colectivismo y el militarismo al habitual repertorio venezolano de
creencias redistributivas y ha ido tan lejos como ha querido por el
camino de abolir no sólo la propiedad privada, sino las más caras
libertades individuales.
Con todo, ¿qué tienen de justiciera “izquierda” los modos falangistas
con que Chávez segrega del favor estatal —ya sea empleo o contratos— a
todo aquel que, amparado por la Constitución, haya firmado en 2004 la
solicitud de un referéndum revocatorio? ¿Qué hay de democrático en un
régimen cuyo presidente literalmente dicta crueles sentencias al poder
judicial desde una cadena de televisión? ¿Que inconsultamente firma
acuerdos binacionales con impresentables como Alexander Lukashenko o
Mahmud Ahmadineyad? ¿Es posible que cinco millones y medio de
venezolanos, el 52% del universo elector, que votaron por la oposición
en las parlamentarias de hace año y medio, sean todos ellos elitesca
minoría blanca, burgueses oligarcas y agentes de la CIA?
En Venezuela, y a partir de los años treinta del siglo pasado, los
partidos modernos, casi sin excepción todos de izquierdas, fueron
secreción de los conflictos sociales que trajo consigo el negocio
petrolero. Modelados leninistamente, animados por la idea de un
munificente Estado social de derecho, socialdemócratas y comunistas
forjaron en seis décadas un país mayoritariamente ubicado a la izquierda
del centro. El petroestado nos hizo también clientelares, manirrotos,
consumistas. “En Venezuela, la derecha desentona”, sentenció alguna vez
el desaparecido dramaturgo José Ignacio Cabrujas, voz de la tribu.
Tanto así, que la democracia cristiana, único partido que desde los
años cuarenta aspiró a encarnar una derecha conservadora, hubo de mutar
rápidamente en un partido populista más, so pena de “desentonar” en un
país mamador de gallo donde el catolicismo se funde a menudo en cultos
sincréticos afroantillanos. Esa escora “a la izquierda”, junto con el
desgaste y descrédito de los viejos partidos, hizo posible, en 1998, el
triunfo de Chávez.
Henrique Capriles Radonski recoge, sin duda, la mayoritaria
propensión nacional al centro izquierda que la discordia y la
polarización política, azuzadas por Chávez, parecieron haber sofocado
para siempre. Ello se refleja en las encuestas más fiables: a cien días
de la elección, figura ya en “empate técnico” con Chávez. Sin exagerar,
también en el fervor de la calle, un fervor que recuerda al que nimbó a
Chávez en su mejor momento electoral, allá por 1998.
Capriles ganó más que holgadamente las elecciones primarias,
convocadas por la Mesa de Unidad Democrática para designar un candidato
único de oposición, acaso justamente por ser el vocero más moderado de
ella. Como gobernador del Estado Miranda, el segundo más poblado de
Venezuela, que alberga la favela más grande de Suramérica, la mayor
parte de la Caracas acomodada, populosas ciudades dormitorio y una vasta
provincia rural y atrasada, Capriles ha administrado con éxito, durante
casi cuatro años, una réplica demográfica del resto del país. Ganó la
gobernación en 2008, al derrotar, contra todo pronóstico, a Diosdado
Cabello, designado candidato por el dedo jupiterino de Chávez.
Capriles adoptó y mejoró sensiblemente los más emblemáticos planes
sociales del chavismo —salud y vivienda—, mitigando de tal modo el
sectarismo que los caracteriza en el resto del país que buena parte de
la base social chavista de su Estado hoy le apoya. Capriles se declara
de centro izquierda liberal, es manifiesto admirador y estudioso del
papel jugado por Felipe González en la transición española y, en lugar
de la Cuba castrista, propone al Brasil de Cardoso, Lula y Roussef como
modelo. Todos los partidos venezolanos afiliados a la Internacional
Socialista forman parte de la coalición que lo apoya.
Chávez ha malgastado 14 años en el poder. Esos años lo han gastado y
ahora enfrenta a un adversario joven, sin especial don oratorio pero
experimentado en funciones de gobierno y quien, desde que fue electo
diputado en 1998, a los 26 años, nunca ha perdido una elección.
“¿Cuál crees que es tu mayor fortaleza?”, le pregunté hace unas
semanas. Su respuesta: “Siempre me han subestimado y es mejor así”. Tal
vez tenga razón, aunque hoy sean muchos quienes creen que con Capriles, el otro tipo, el péndulo venezolano puede regresar desde el caudillismo autoritario de Chávez al centro democrático y plural.
Se oyen apuestas.
Ibsen Martínez es escritor venezolano.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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