jueves, diciembre 11, 2008

¿En el grado cuatro del debate político?

Por Emilio Lamo de Espinosa (ABC, 11/12/08):

Hace pocos meses me llamó la atención -y casi me espantó- leer en la página web de un importante medio de comunicación español un comentario fuertemente crítico de una columna recién publicada, comentario que transcribo casi literalmente: Soy de los «niños de Rusia», nací en Moscú. Me acuerdo muy bien de la represión comunista. He leído los periódicos de los 30, de los famosos procesos-espectáculos estalinistas. El estilo de este señor es exactamente igual que de cualquier editorial del «Pravda» de los años de la represión comunista más terrible…Me pareció una observación exagerada, pero me quedé con la preocupación, que traigo ahora de nuevo para hacer un comentario a aquel comentario.

El debate forma parte esencial de la vida social, ya sea de la crítica artística o literaria, de la producción científica o de la vida política. Sin él es difícil desarrollar argumentos y menos aun alcanzar consensos. Y de eso se trata cuando se discute: de convencer o ser convencido. La ciencia reposa en ese supuesto, pero también la democracia reposa en el supuesto de que los ciudadanos pueden ser convencidos y cambiar de opinión. Ahora bien, para que el debate no ahogue los argumentos y permita el cambio de opiniones deben respetarse algunas reglas. Por ello puede ser interesante tipificar los tipos de debate en función del grado en el que se alejan del modelo ideal de una democracia deliberativa, de lo que Habermas llamaría la «situación ideal de diálogo». Voy a intentarlo brevemente.

El debate perfecto, el grado uno del debate, por así llamarlo, sería aquel en el que las partes, reconociéndose mutuamente como interlocutores válidos, atienden sólo a los argumentos del contrario, que se discuten sin malicia y de acuerdo con los tres instrumentos de crítica clásicos: la coherencia interna y racionalidad del discurso, su ajuste con los hechos y evidencia empírica y, finalmente, la oportunidad formal y sustantiva del debate, si es o no procedente. Nada se dice, por supuesto, de la personalidad del contrario o de sus motivaciones, totalmente irrelevantes, pues la verdad lo es la diga Agamenón o su porquero y la diga por buenos o malos motivos. En ningún sitio está escrito que la mala bilis no puede tener razón o la bondad estar seriamente equivocada y no es infrecuente que un mal motivo pueda generar un excelente argumento. En general el debate científico se ajusta bastante a este modelo -que es su ideal- y por ello (por ejemplo) se tacha el nombre del autor de un texto a la hora de enjuiciarlo para su publicación, o se pide siempre una crítica motivada y razonada.

En el grado dos del debate se conserva el reconocimiento mutuo, pero aparecen ya estereotipos sobre el discurso que, más que analizar argumentos, los etiquetan y pre-juician. En buena medida es un proceder casi inevitable, incluso en el debate científico, como por ejemplo, al señalar que alguien desarrolla una tesis «darwiniana» o que su modelo es «keynesiano». Pero con ello se comienza una tarea peligrosa: la de discutir con un pelele virtual que nos fabricamos nosotros mismos. Pues esas etiquetas generalistas son, con frecuencia, pseudo-conceptos con inmensas áreas de penumbra que funcionan como estereotipos más que instrumentos del conocimiento. Por ello este grado dos es frecuente en el debate político, en el que las etiquetas «izquierda» y «derecha» dividen al universo entero, y ello a pesar de (¿o a causa de?) que cada vez transmiten menos información. ¿Es de derechas o de izquierdas el uso del velo en las escuelas? ¿Lo es ser nacionalista, preservar las identidades o el Volkgeist, apoyar la violencia en las luchas por la libertad, ser internacionalista, estar a favor de sanciones penales más duras? Qué más da, lo interesante no es quien tiene razón, sino quién es de los nuestros. Y no poco del llamado «análisis político» lo que busca es separar los nuestros de los otros, en una tarea de aduaneros / mamporreros del pensamiento que tiene como interlocutor a los observadores a quienes se amenaza: cuidado con pasarse al otro lado. Y florecen los inquisidores del pensamiento «correcto», una plaga post-moderna que, más que formar ciudadanos, genera borregos seguidores del grupo y su pastor (y temerosos de su capataz).

La comunicación con el interlocutor contrario (y la búsqueda de acuerdo) se desvanece por completo al alcanzar el grado tres del debate. Ahora ya no interesa argumento alguno, que es atribuible sólo a la malicia y perversidad o, como mucho, ignorancia, del contrario. El grado tres es así el paraíso de los maestros de la sospecha, especialistas en descubrir «intenciones espurias», «estrategias», «engaños», «cortinas de humo», «manipulaciones» o «conspiraciones». Y así el argumento ya no es incorrecto sino «artero», las tesis no son incoherentes sino «perversas», la gente no se reúne sino que «conjura», y así sucesivamente. Y aparecen etiquetas generalizadoras, verdaderos estigmas, como los aros amarillos de los judíos: «fascista», «rojo», y últimamente «neoliberal» o «neocon» (utilizadas, por cierto, como sinónimos). En el grado tres el contrario (más bien el enemigo), ya estereotipado, es públicamente encapirotado y despersonalizado. Y así se puede decir, por ejemplo, que quienes votan a los otros son unos «tontos de los cojones»; y no sólo lo dicen, sino que lo mantienen, ¡faltaría más! Aunque pueda parecer lo contrario este grado tres no es tan frecuente en el discurso político pero sí en el mediático-político, pues el nivel de ferocidad y agresividad de los columnistas / tertulianos es hoy muy superior al de los políticos profesionales. Al fin y al cabo en el hemiciclo hay cosas, bastantes, que no es de buen tono decir.

Lamentablemente hay todavía un grado cuatro -al que aludía el anónimo comentarista con quien empezaba esta columna-, que estaba por completo ausente en España, pero empieza a aflorar, por fortuna de manera excepcional. En el grado cuatro ya ni siquiera se aparenta argumento alguno, sólo se insulta, y cuanto mayor sea la violencia verbal, mejor. Es ahora cuando aparecen términos como «vomitona», «baba», «mierda» y parecidas, que sólo pretenden rebajar al contrario a algo despreciable, merecedor de cualquier trato. Y se asegura, por ejemplo, que no estaría mal quemar los libros del contrario, poner una bomba en algún sitio (como el Valle de los Caídos) o regodearnos con la imagen de unos «milicianos sudorosos» que detienen a una monja para violarla. Y, por qué no, ya puestos, podemos vociferar «muera el borbón», para asegurar después que es un grito histórico, como si la historia lo absolviera todo y no fuera igualmente histórico el «mueran los judíos» o «los negros» . En el grado cuatro la estigmatización del contrario se da ya por supuesta; ahora se trata de su eliminación simbólica, paso previo a su eliminación material.

Pues cuando emerge este discurso empezamos a estar más allá del debate, en el terreno del odio, y a un paso, pero sólo a un paso, de la violencia misma, del grado siguiente, del grado cinco, que es ya la acción. Quien es capaz de explicitar ese nivel de agresividad y ferocidad está abandonando el terreno de la palabra para activar el odio, la venganza y la violencia. Pues tras separar y aislar (grado dos), y deshumanizar y humillar (grado tres), ahora (grado cuatro) la palabra marca como una diana a la espera del disparo, y más que una palabra es una interjección que anima a la acción, invita a la censura, a no dejar hablar (como pasa ya con inusitada frecuencia en las Universidades), a la amenaza física, la detención, el paseo, eventualmente el asesinato político. El grado cuatro es ya la guerra, aunque por otros medios, y por eso sólo recuerdo haberlo visto cuando, hace ya muchos años, tuve que leer la prensa de la España de la República de los años 34 a 36, y observé el nivel creciente de polarización, odio y estigmatización que llevó a la misma confrontación.

Hoy tenemos muy poco grado uno, bastante del dos, no poco del tres y aflora ya el cuatro. No sobraría que quien tiene hoy la responsabilidad de conducir el debate político (por cierto, defensor de la democracia deliberativa y la ciudadanía virtuosa), hiciera alguna declaración rechazando radicalmente ese «estilo» . Reconducir el debate a lo que debe ser no es trivialidad alguna; es restablecer el espacio de la palabra y, por lo tanto, de la democracia misma.

Fuente: Bitácora AlmendrónTribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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