Por Walter Laqueur, director del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 30/09/07):
El próximo mes de marzo, Rusia elegirá a un nuevo presidente para suceder a Vladimir Putin. La campaña electoral ha empezado en serio, hecha la salvedad de que naturalmente no hay tal campaña puesto que será presidente la persona designada por Putin. La semana pasada se especulaba sobre si Medvedev o Ivanov sucederían a Putin; ambos son miembros de su círculo íntimo, el primero formado en el KGB y el segundo vinculado - como el primero- a las grandes empresas estatales. Ambos pertenecen también al “grupo de Leningrado”, el guardaespaldas político de Putin. Y ahora de repente ha surgido un nuevo candidato en la persona de Viktor Zubkov, el nuevo primer ministro del que poco se sabe; nueve de cada diez rusos nunca habían oído hablar de él hasta hace unos días.
¿Por qué Zubkov? Parece ser tan leal como los demás y por otra parte digno de confianza para mantener el asiento caliente hasta el 2012, cuando Putin puede querer volver como presidente. No es joven ni parece muy ambicioso ni carismático. Claro que siempre se corre el riesgo de que un personaje que actúe como sustituto abrigue sed de poder y sea renuente a ceder el testigo en su momento. Por eso Maquiavelo dijo que “no basta con que un político triunfe, debe cuidar de que su sucesor sea inferior a él”.
Sea como fuere, ¿qué significará políticamente la transición? Persiste un enojo popular - no injustificado- contra quienes se han enriquecido durante los últimos 15 años, no abriendo nuevos caminos e impulsando iniciativas productivas, sino comprando barato empresas de propiedad estatal. Por comprometido que esté (en principio) el nuevo Gobierno con la economía liberal, deberá hacer concesiones a tal condición. En un libro sobre Rusia tras la caída del imperio soviético, escribí en 1992 que “al menos no hay multimillonarios…”. Hoy día se cuentan una veintena de multimillonarios rusos entre el primer centenar de personas más ricas del mundo.
Zubkov intentó combatir algunos de los casos más escandalosos de evasión fiscal de las mafias y grandes fortunas, pero cabe abrigar la sospecha de que más bien fue una operación cosmética. La corrupción se halla demasiado enraizada y se hallan involucrados demasiados miembros del establishment como para poderla desarraigar.
Hay razones para pensar que tal política continuará. En las escuelas se les enseñará a los niños que Stalin hizo más bien que mal y que fue un gran líder, que la iglesia ortodoxa es un pilar de Rusia… pero el sistema económico no cambiará. Se encarcelará a unos cuantos multimillonarios si no obedecen al Gobierno. Pero en general no tienen gran cosa que temer si se comportan.
En cuanto a los inversores extranjeros, el clima imperante no será tan favorable. Rusia les necesita en menor medida y aplica una política nacionalista; a menos que los europeos consientan que les arrebaten sus bancos y empresas (sobre todo en el sector energético que Rusia quiere controlar) la vida de los inversores será cada vez más difícil. La línea nacionalista, en términos generales, proseguirá. Putin ha dicho que ha llegado la hora de poner fin a la “ridícula y extravagante solidaridad atlántica” entre Europa y EE. UU.; tampoco le gusta la UE pues desde una perspectiva rusa resulta mucho más fácil y cómodo tratar con cada país por separado en lugar de con los Veintisiete. Bien: muy plausible visto desde Moscú, pero los europeos muestran cierto desasosiego ante esta estrategia rusa tan descarada.
¿Qué razones se hallan tras esta estrategia? Una muy popular, basada en la creencia de que no sólo Estados Unidos sino Occidente en general son hostiles a Rusia y aprovecharán cualquier ocasión para atacarla de uno u otro modo. Algo muy comprensible psicológicamente; muchos rusos creen que la caída del imperio soviético obedeció a las intrigas occidentales. Se rechaza la idea de que pudo guardar alguna relación con el hecho de que el sistema soviético no funcionaba. Este sentimiento recuerda al existente en Alemania e Italia después de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, ¿resulta sensato? A duras penas, ya que desvía a Rusia de los verdaderos peligros que afrontará durante los próximos años. Rusia no es amenazada por EE. UU. y Europa, que estos años estarán preocupados por sus propios problemas y ni querrán ni podrán seguir una política exterior agresiva. Ni Europa ni EE. UU. desean en modo alguno apoderarse del norte de Rusia, de Siberia o del lejano oriente ruso que cada año se despueblan más. Hablar mal de Estados Unidos y Europa puede ser popular, pero no lleva a ninguna parte.
El próximo mes de marzo, Rusia elegirá a un nuevo presidente para suceder a Vladimir Putin. La campaña electoral ha empezado en serio, hecha la salvedad de que naturalmente no hay tal campaña puesto que será presidente la persona designada por Putin. La semana pasada se especulaba sobre si Medvedev o Ivanov sucederían a Putin; ambos son miembros de su círculo íntimo, el primero formado en el KGB y el segundo vinculado - como el primero- a las grandes empresas estatales. Ambos pertenecen también al “grupo de Leningrado”, el guardaespaldas político de Putin. Y ahora de repente ha surgido un nuevo candidato en la persona de Viktor Zubkov, el nuevo primer ministro del que poco se sabe; nueve de cada diez rusos nunca habían oído hablar de él hasta hace unos días.
¿Por qué Zubkov? Parece ser tan leal como los demás y por otra parte digno de confianza para mantener el asiento caliente hasta el 2012, cuando Putin puede querer volver como presidente. No es joven ni parece muy ambicioso ni carismático. Claro que siempre se corre el riesgo de que un personaje que actúe como sustituto abrigue sed de poder y sea renuente a ceder el testigo en su momento. Por eso Maquiavelo dijo que “no basta con que un político triunfe, debe cuidar de que su sucesor sea inferior a él”.
Sea como fuere, ¿qué significará políticamente la transición? Persiste un enojo popular - no injustificado- contra quienes se han enriquecido durante los últimos 15 años, no abriendo nuevos caminos e impulsando iniciativas productivas, sino comprando barato empresas de propiedad estatal. Por comprometido que esté (en principio) el nuevo Gobierno con la economía liberal, deberá hacer concesiones a tal condición. En un libro sobre Rusia tras la caída del imperio soviético, escribí en 1992 que “al menos no hay multimillonarios…”. Hoy día se cuentan una veintena de multimillonarios rusos entre el primer centenar de personas más ricas del mundo.
Zubkov intentó combatir algunos de los casos más escandalosos de evasión fiscal de las mafias y grandes fortunas, pero cabe abrigar la sospecha de que más bien fue una operación cosmética. La corrupción se halla demasiado enraizada y se hallan involucrados demasiados miembros del establishment como para poderla desarraigar.
Hay razones para pensar que tal política continuará. En las escuelas se les enseñará a los niños que Stalin hizo más bien que mal y que fue un gran líder, que la iglesia ortodoxa es un pilar de Rusia… pero el sistema económico no cambiará. Se encarcelará a unos cuantos multimillonarios si no obedecen al Gobierno. Pero en general no tienen gran cosa que temer si se comportan.
En cuanto a los inversores extranjeros, el clima imperante no será tan favorable. Rusia les necesita en menor medida y aplica una política nacionalista; a menos que los europeos consientan que les arrebaten sus bancos y empresas (sobre todo en el sector energético que Rusia quiere controlar) la vida de los inversores será cada vez más difícil. La línea nacionalista, en términos generales, proseguirá. Putin ha dicho que ha llegado la hora de poner fin a la “ridícula y extravagante solidaridad atlántica” entre Europa y EE. UU.; tampoco le gusta la UE pues desde una perspectiva rusa resulta mucho más fácil y cómodo tratar con cada país por separado en lugar de con los Veintisiete. Bien: muy plausible visto desde Moscú, pero los europeos muestran cierto desasosiego ante esta estrategia rusa tan descarada.
¿Qué razones se hallan tras esta estrategia? Una muy popular, basada en la creencia de que no sólo Estados Unidos sino Occidente en general son hostiles a Rusia y aprovecharán cualquier ocasión para atacarla de uno u otro modo. Algo muy comprensible psicológicamente; muchos rusos creen que la caída del imperio soviético obedeció a las intrigas occidentales. Se rechaza la idea de que pudo guardar alguna relación con el hecho de que el sistema soviético no funcionaba. Este sentimiento recuerda al existente en Alemania e Italia después de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, ¿resulta sensato? A duras penas, ya que desvía a Rusia de los verdaderos peligros que afrontará durante los próximos años. Rusia no es amenazada por EE. UU. y Europa, que estos años estarán preocupados por sus propios problemas y ni querrán ni podrán seguir una política exterior agresiva. Ni Europa ni EE. UU. desean en modo alguno apoderarse del norte de Rusia, de Siberia o del lejano oriente ruso que cada año se despueblan más. Hablar mal de Estados Unidos y Europa puede ser popular, pero no lleva a ninguna parte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario