Por José María Mena, fiscal jubilado. Ha sido fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (EL PAÍS, 30/09/07):
A todos los cerdos les llega su San Martín. Esto dice el refrán castellano. Pero no se refiere a la tradicional fiesta rural de la matanza del puerco, del día del santo, el 11 de noviembre, sino al optimista vaticinio de que a todos los personajes despreciables les aguarda, inexorablemente, el día de su derrota definitiva. Y es curioso esto, porque, como es sabido, el refrán, como “dicho sentencioso de uso común”, según define el diccionario oficial, es expresión condensada de experiencia popular, y como tal, generalmente desconfiada y poco dada al optimismo.
Hablando de final de dictaduras, y de destino de dictadores, nuestro refrán contendría un voluntarismo positivo, un augurio favorable que, desgraciadamente, no expresa una ley histórica ineluctable.
Los dictadores son personajes despreciables. Es decir, se hacen merecedores de la mayor desestimación, se han granjeado una falta de aprecio tan profunda como la que ellos han mostrado y ejercido sobre sus súbditos y víctimas.
Las dictaduras no son actividad de una sola persona. Tras el individuo que personifica y protagoniza el poder absoluto hay siempre un soporte social, económico, consecuentemente institucional, que, cuanto menos amplio es, más férreo se muestra.
Este soporte social e institucional resulta ser un partícipe del poder absoluto, que lo ejerce en beneficio de sus intereses propios, frente a grupos sociales y políticos oponentes, a los que tiende a acallar, neutralizar y, en su caso, eliminar.
Aquí cabe apreciar, objetivamente, la criminalidad de los dictadores, de las dictaduras, de sus instituciones y de sus sectores de apoyo, constituidos en grupo u organización delictiva, con sus jefes, sus bases violentas, y sus cómplices y encubridores aparentemente apacibles y silenciosos. La corrupción económica, y la corrupción política, que en supuestos extremos va desde el gansterismo hasta el genocidio, son frutos de esa trágica forma de criminalidad. Todos los fujimoris tienen su montesinos.
La criminalidad, de origen y de ejercicio, trasciende a cuantas actividades derivan de ella. Sus leyes, sus decisiones, sus actuaciones. Todo ello, por tener un origen espurio, debe ser condenado por la historia de la democracia, y debe ser tenido por inexistente desde el punto de vista jurídico democrático.
Esta es la construcción jurídica de la llamada “teoría de los frutos del árbol envenenado”, según la cual cuantos frutos nazcan de él son incomibles, por hermosos que se presenten. Cuantas leyes, decisiones, sentencias o condenas generen las dictaduras, los dictadores, sus instrumentos o sus tribunales, en cuanto procedan del árbol envenenado de su criminalidad de origen o de ejercicio, merecen la censura democrática, y deben tenerse por inexistentes desde el punto de vista jurídico democrático.
Los dictadores, en ocasiones, afortunadamente, llegan a ser espectadores de su propio final. Cuando sus oponentes se cohesionan y fortalecen, cuando sus apoyos externos pierden el interés por sustentarlos, sus soportes sociales se evaporan, y les carcomen sus disidencias internas, entonces les llega su última hora. Y es sabido que, tras su caída, y a veces incluso un poco antes los más avisados, afloran tantos neófitos demócratas que si todos ellos, antes, hubieran luchado por la libertad tanto como después pregonan, seguro que la dictadura no habría prosperado.
Los dictadores prudentes no viajan. Hubo uno que solo salió de su país una vez para ver al alemán que no nombraré, en Hendaya, y después a su amigo portugués. Pero los menos sensatos, más soberbios, y menos previsores, se aventuran en viajes de imprevisibles consecuencias. Así le ocurrió a Fujimori en Chile, en noviembre de 2005, al final de un desdichado (para él) exceso de osadía, concluido en su propio país el pasado 21 de septiembre.
Y así le había ocurrido anteriormente a Pinochet, en Londres, en 1998. En esta ocasión, los acontecimientos se desencadenaron a raíz de una genial propuesta de Carlos Castresana a la asamblea de la Unión Progresista de Fiscales, celebrada en Barcelona, determinante de la querella formulada por la asociación a título particular, ya que, como es bien sabido, en aquel tiempo, la Fiscalía de la Audiencia Nacional y la Fiscalía General del Estado no estaban dispuestas a valorar negativamente a este tipo de criminales. Este impulso procesal fue asumido por Baltasar Garzón con una determinación y un acierto que le han dado justa fama. De ello ha derivado una inflexión histórica para la persecución internacional de los criminales a que nos venimos refiriendo.
El Auto de Garzón de 18 de octubre de 1998 desencadenó un proceso de extradición que culminó con la resolución de 24 de noviembre del Tribunal de Apelaciones de la Cámara de los Lores, no reconociendo la inmunidad a Pinochet, y acordando que prosiguiera el proceso de extradición de Garzón, con base en el argumento, sin duda obvio, de que los crímenes de asesinatos masivos, torturas y tomas de rehenes no son actos propios de un jefe de Estado, en cuya condición pretérita basaba Pinochet su defensa.
Cuando el ex dictador debe ser juzgado en su propio país, recuperada la democracia, no puede evitarse que todos los ojos se fijen en los órganos judiciales comprometidos en ese juicio.
Las transiciones de las dictaduras a las democracias son distintas, como son distintas entre sí las dictaduras, o las democracias. Como antes se señaló, los dictadores se arropan con sectores de apoyo, y con instituciones que conforman, o deforman, a su imagen y semejanza. Entre estas instituciones, no hay que olvidarlo, están los órganos judiciales. Sostener que estos instrumentos de poder, compuestos por personas de carne y hueso con sus convicciones, no necesaria y universalmente democráticas, con sus experiencias, y con sus escalafones burocráticos, hayan de dar una respuesta susceptible de satisfacer a unos y otros, a dictadores y oprimidos, es ilusorio.
Lo deseable es que los órganos judiciales actúen con serenidad, con distancia, desde las garantías para los acusados. Las que ellos negaron anteriormente, ante estos mismos órganos. Pero esta misma dinámica entraña razonables susceptibilidades. La eliminación de los servidores del antiguo régimen, incluidos jueces y fiscales, por el trámite de la depuración, más o menos encubierta, como ocurrió en la Alemania Oriental tras la unificación, puede ser injusta, en muchos casos, y además suele ser administrativa y económicamente inviable. La absorción, sin más, de los órganos de poder procedentes de las dictaduras, incluidos los judiciales, también puede producir problemas de resistencias, resentimientos y nostalgias. Así mismo, debe convenirse que el juicio justo que merece cualquier dictador, como cualquier otro criminal, es incompatible con toda suerte de venganza. Aun en el supuesto extremo del modelo de transición de “cambio de tortilla”, la justicia de represalia, de venganza, de “aplicarles su propia medicina” es inaceptable desde la perspectiva de la justicia democrática, y, más concretamente, desde la salud de la democracia.
A todos los cerdos les llega su San Martín. Esto dice el refrán castellano. Pero no se refiere a la tradicional fiesta rural de la matanza del puerco, del día del santo, el 11 de noviembre, sino al optimista vaticinio de que a todos los personajes despreciables les aguarda, inexorablemente, el día de su derrota definitiva. Y es curioso esto, porque, como es sabido, el refrán, como “dicho sentencioso de uso común”, según define el diccionario oficial, es expresión condensada de experiencia popular, y como tal, generalmente desconfiada y poco dada al optimismo.
Hablando de final de dictaduras, y de destino de dictadores, nuestro refrán contendría un voluntarismo positivo, un augurio favorable que, desgraciadamente, no expresa una ley histórica ineluctable.
Los dictadores son personajes despreciables. Es decir, se hacen merecedores de la mayor desestimación, se han granjeado una falta de aprecio tan profunda como la que ellos han mostrado y ejercido sobre sus súbditos y víctimas.
Las dictaduras no son actividad de una sola persona. Tras el individuo que personifica y protagoniza el poder absoluto hay siempre un soporte social, económico, consecuentemente institucional, que, cuanto menos amplio es, más férreo se muestra.
Este soporte social e institucional resulta ser un partícipe del poder absoluto, que lo ejerce en beneficio de sus intereses propios, frente a grupos sociales y políticos oponentes, a los que tiende a acallar, neutralizar y, en su caso, eliminar.
Aquí cabe apreciar, objetivamente, la criminalidad de los dictadores, de las dictaduras, de sus instituciones y de sus sectores de apoyo, constituidos en grupo u organización delictiva, con sus jefes, sus bases violentas, y sus cómplices y encubridores aparentemente apacibles y silenciosos. La corrupción económica, y la corrupción política, que en supuestos extremos va desde el gansterismo hasta el genocidio, son frutos de esa trágica forma de criminalidad. Todos los fujimoris tienen su montesinos.
La criminalidad, de origen y de ejercicio, trasciende a cuantas actividades derivan de ella. Sus leyes, sus decisiones, sus actuaciones. Todo ello, por tener un origen espurio, debe ser condenado por la historia de la democracia, y debe ser tenido por inexistente desde el punto de vista jurídico democrático.
Esta es la construcción jurídica de la llamada “teoría de los frutos del árbol envenenado”, según la cual cuantos frutos nazcan de él son incomibles, por hermosos que se presenten. Cuantas leyes, decisiones, sentencias o condenas generen las dictaduras, los dictadores, sus instrumentos o sus tribunales, en cuanto procedan del árbol envenenado de su criminalidad de origen o de ejercicio, merecen la censura democrática, y deben tenerse por inexistentes desde el punto de vista jurídico democrático.
Los dictadores, en ocasiones, afortunadamente, llegan a ser espectadores de su propio final. Cuando sus oponentes se cohesionan y fortalecen, cuando sus apoyos externos pierden el interés por sustentarlos, sus soportes sociales se evaporan, y les carcomen sus disidencias internas, entonces les llega su última hora. Y es sabido que, tras su caída, y a veces incluso un poco antes los más avisados, afloran tantos neófitos demócratas que si todos ellos, antes, hubieran luchado por la libertad tanto como después pregonan, seguro que la dictadura no habría prosperado.
Los dictadores prudentes no viajan. Hubo uno que solo salió de su país una vez para ver al alemán que no nombraré, en Hendaya, y después a su amigo portugués. Pero los menos sensatos, más soberbios, y menos previsores, se aventuran en viajes de imprevisibles consecuencias. Así le ocurrió a Fujimori en Chile, en noviembre de 2005, al final de un desdichado (para él) exceso de osadía, concluido en su propio país el pasado 21 de septiembre.
Y así le había ocurrido anteriormente a Pinochet, en Londres, en 1998. En esta ocasión, los acontecimientos se desencadenaron a raíz de una genial propuesta de Carlos Castresana a la asamblea de la Unión Progresista de Fiscales, celebrada en Barcelona, determinante de la querella formulada por la asociación a título particular, ya que, como es bien sabido, en aquel tiempo, la Fiscalía de la Audiencia Nacional y la Fiscalía General del Estado no estaban dispuestas a valorar negativamente a este tipo de criminales. Este impulso procesal fue asumido por Baltasar Garzón con una determinación y un acierto que le han dado justa fama. De ello ha derivado una inflexión histórica para la persecución internacional de los criminales a que nos venimos refiriendo.
El Auto de Garzón de 18 de octubre de 1998 desencadenó un proceso de extradición que culminó con la resolución de 24 de noviembre del Tribunal de Apelaciones de la Cámara de los Lores, no reconociendo la inmunidad a Pinochet, y acordando que prosiguiera el proceso de extradición de Garzón, con base en el argumento, sin duda obvio, de que los crímenes de asesinatos masivos, torturas y tomas de rehenes no son actos propios de un jefe de Estado, en cuya condición pretérita basaba Pinochet su defensa.
Cuando el ex dictador debe ser juzgado en su propio país, recuperada la democracia, no puede evitarse que todos los ojos se fijen en los órganos judiciales comprometidos en ese juicio.
Las transiciones de las dictaduras a las democracias son distintas, como son distintas entre sí las dictaduras, o las democracias. Como antes se señaló, los dictadores se arropan con sectores de apoyo, y con instituciones que conforman, o deforman, a su imagen y semejanza. Entre estas instituciones, no hay que olvidarlo, están los órganos judiciales. Sostener que estos instrumentos de poder, compuestos por personas de carne y hueso con sus convicciones, no necesaria y universalmente democráticas, con sus experiencias, y con sus escalafones burocráticos, hayan de dar una respuesta susceptible de satisfacer a unos y otros, a dictadores y oprimidos, es ilusorio.
Lo deseable es que los órganos judiciales actúen con serenidad, con distancia, desde las garantías para los acusados. Las que ellos negaron anteriormente, ante estos mismos órganos. Pero esta misma dinámica entraña razonables susceptibilidades. La eliminación de los servidores del antiguo régimen, incluidos jueces y fiscales, por el trámite de la depuración, más o menos encubierta, como ocurrió en la Alemania Oriental tras la unificación, puede ser injusta, en muchos casos, y además suele ser administrativa y económicamente inviable. La absorción, sin más, de los órganos de poder procedentes de las dictaduras, incluidos los judiciales, también puede producir problemas de resistencias, resentimientos y nostalgias. Así mismo, debe convenirse que el juicio justo que merece cualquier dictador, como cualquier otro criminal, es incompatible con toda suerte de venganza. Aun en el supuesto extremo del modelo de transición de “cambio de tortilla”, la justicia de represalia, de venganza, de “aplicarles su propia medicina” es inaceptable desde la perspectiva de la justicia democrática, y, más concretamente, desde la salud de la democracia.
1 comentario:
Garzón se inhibe en su causa general contra el franquismo
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