Por Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz (EL PAÍS, 02/10/07):
“… para liberar a la humanidad del miedo y de la miseria”.
Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 1948.
La violencia no debe justificarse nunca. Pero debe estudiarse para intentar conocer sus orígenes, para poder así contribuir a evitarla, a prevenirla. Dos raíces principales: la miseria y el miedo. Hay que situarse en la piel -que en esto consiste la tolerancia- de los millones de seres humanos, todos iguales en dignidad, que viven en condiciones inhumanas. Las promesas para mejorarlas, reiteradas por los países más prósperos, se han frustrado casi siempre. Y con el transcurrir de días y años en esta situación de desamparo, de exclusión, de humillación, se van extendiendo los sentimientos de frustración, de animadversión, de rencor, de radicalización, hasta el punto de que ya ninguna solución parece posible. Y es entonces cuando estalla, a veces, la reacción violenta. En otras ocasiones, la desesperación se manifiesta en intentos de emigración que, con frecuencia, incluyen el riesgo de la propia vida.
Recomiendo con tanta sinceridad como apremio que los líderes de la Tierra vayan a ver personalmente, discretamente, cómo transcurre la vida diaria de la mayor parte de la gente. Cómo son los caldos de cultivo en los que se colman los vasos de la paciencia y de la serenidad y, un día, de pronto, los hombres en particular gritan: “¡Basta!”, y, sin aguardar más -hace tiempo que ya no esperaban nada- usan la fuerza, el músculo. La FAO da cifras estremecedoras: alrededor de 60.000 personas mueren cada día de inanición. ¿De verdad buscan “armas de destrucción masiva?”. Su nombre es hambre.
Se han ampliado en lugar de reducirse las brechas que separan a los prósperos de los necesitados; los desgarros en el tejido social se han intentado restañar con espinos y con balas en lugar de con generosas ayudas, el diálogo y el entendimiento. Se quiera o no reconocer, a mediados del año 2007 estamos abocados, con mayores o menores reticencias, a una economía de guerra que concentra en muy pocas manos el poder económico, y que recurre a toda clase de pretextos para alcanzar colosales proporciones. La guerra de Irak, basada en supuestos falsos, representó ya un gran impulso para la maquinaria bélico-industrial. Ahora, a los escudos antimisiles, que representan la ruptura de los acuerdos tan difícilmente alcanzados al término de la guerra fría en Reikiavik por las dos grandes superpotencias, se añade el rearme masivo no sólo de Israel sino de todos los países del Golfo: 46.000 millones de euros. Es de destacar que se siguen vendiendo artificios bélicos propios de confrontaciones que ya no existen.
Una vez más, “si quieres la paz, prepara la guerra”. La amenaza a Irán, su antiguo aliado, costará miles de vidas, víctimas del círculo vicioso de la economía de mercado, que perpetúa la pobreza, y de la economía de guerra, que intenta solucionar una vez más los grandes retos de la humanidad por la fuerza. Los Estados Unidos lideran, pero los demás países prósperos dejan hacer. La Unión Europea, que debería ser símbolo de la cultura de paz y de la democratización en el mundo, sigue ocupada en problemas estructurales que le impiden llevar a cabo su misión de guía y de vigía.
Todas estas cuestiones, de gran trascendencia, no pueden solucionarse arbitrariamente por un país, por grande que sea su poder y su capacidad de acción a escala internacional. Por la propia naturaleza del desafío, son cuestiones que deberían abordarse en las Naciones Unidas. En aquellas en las que soñó el presidente Roosevelt.
Es urgente humanizar la globalización, reducir drásticamente las desigualdades y conseguir que los flujos migratorios constituyan una opción y no el camino forzado de los marginados. Poner a los seres humanos, sin excepción, como objetivo prioritario. Al amparo de la lucha contra el terrorismo -en la que todos debemos colaborar-, los regímenes autoritarios promulgan leyes restrictivas de las libertades y se saltan olímpicamente -ante unos aliados que asienten o que miran permanentemente hacia otro lado- las normas jurídicas de amparo de los prisioneros para evitar la tortura y el tratamiento indebido. La seguridad no debe garantizarse a costa de los derechos humanos. Lo repito: seguridad de la paz, sí. Paz de la seguridad, no. Es la paz de la nula libertad, del recelo, del miedo.
La globalización no repara en las condiciones laborales, en los mecanismos de poder, en el respeto de los derechos humanos. A través de OPA y megafusiones, el panorama mundial no sólo se ha enrarecido e incrementado en desigualdades sino, lo que es mucho peor, que se han desvanecido las responsabilidades que correspondían a quienes desempeñaban las funciones de Gobierno en nombre de sus ciudadanos. No sólo los aspectos económicos y sociales, sino el impacto ambiental, la uniformización cultural, el decaimiento de las referencias morales dependen en buena parte del poder sin rostro de grandes empresas multinacionales que campan a sus anchas en medio de la mayor impunidad.
Frente a la economía de mercado y la de guerra, la que permita llevar a la práctica los Objetivos del Milenio, los compromisos que en materia social, económica y ambiental suscribieron los jefes de Estado y de Gobierno en el año 2000 en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Es apremiante que España en Europa y Europa en el mundo se den cuenta de que “estar muy bien en casa” no puede hacerse a costa de muchos habitantes de la Tierra. El destino, quieran o no reconocerlo algunos, es común. Y no sirve de nada cerrar puertas y ventanas. Y menos aún convertirlas en espejos de complacencia. Es hora de responsabilidad. De pasar de la fuerza al diálogo, a la democracia auténtica. Es tiempo de llevar a efecto la profecía de Isaías: “Convertirán las lanzas en arados”. La economía de guerra debe dar paso -como proponía en el libro Un mundo nuevo, publicado en 1999- a un gran contrato global de desarrollo. Que nadie diga que no es posible. Si lo piensan o alguien intenta convencerles de ello, que lean el discurso La estrategia de paz, del presidente John F. Kennedy, en la American University de Washington DC el 10 de junio de 1963: “No podemos aceptar que la paz sea inalcanzable, que nos hallamos bajo el efecto de fuerzas que no podemos controlar. Ningún problema del destino de la humanidad está más allá de la capacidad creadora de los seres humanos”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario