Por Reed Brody, abogado de Human Rights Watch. Su trabajo en los casos de Pinochet y Hissène Habré se muestra en un nuevo documental, The dictator hunter (El cazador de dictadores). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 30/09/07):
La extradición del ex presidente peruano Alberto Fujimori, devuelto por Chile a Perú para ser juzgado por su relación con los asesinatos cometidos por los escuadrones de la muerte y por corrupción, demuestra que el mundo está haciéndose más pequeño para quienes cometen atrocidades.
Hasta hace poco tiempo, si alguien mataba a otra persona, iba a la cárcel, pero si mataba a miles, el premio era un cómodo exilio con una cuenta bancaria en un país extranjero. Los juicios de Nuremberg establecieron el principio legal de que no debe existir inmunidad para los autores de los crímenes más espantosos, independientemente de quiénes sean y de dónde hayan cometido sus crímenes. Sin embargo, hasta la detención del general chileno Augusto Pinochet en Gran Bretaña, en octubre de 1998, pocos Estados habían tenido el valor de llevar ese noble principio a la práctica.
La detención de Pinochet, que murió el pasado mes de diciembre en Chile, animó a otros a llevar a sus torturadores ante la justicia, sobre todo en Latinoamérica, donde las víctimas desafiaron los acuerdos de transición de los años ochenta y noventa que habían permitido que varios autores de crímenes atroces quedaran sin castigo y, muchas veces, conservaran el poder. El Tribunal Supremo (la Corte Suprema) de Argentina abolió las leyes de inmunidad para antiguos responsables políticos, y docenas de ellos son hoy objeto de investigaciones y juicios por crímenes cometidos durante la dictadura de 1976-1983. A principios de este mes, un tribunal uruguayo aprobó el procesamiento de Juan María Bordaberry, el dictador que gobernó el país entre 1973 y 1976, por el asesinato de dirigentes de la oposición.
La detención de Pinochet en Londres también sirvió para dar impulso a un nuevo movimiento internacional que pretende acabar con la impunidad para los delitos más graves. Tras la instauración de los tribunales de Naciones Unidas para Yugoslavia y Ruanda, la ONU creó el Tribunal Penal Internacional (TPI), cuyo objetivo es perseguir el genocidio, los crímenes contra la humanidad y los grandes crímenes de guerra siempre que los tribunales nacionales no puedan o no quieran hacerlo.
Incluso en África, donde la población lleva tanto tiempo siendo víctima de ciclos de barbarie e impunidad, también avanza la justicia internacional. Senegal acaba de comprometerse a procesar al ex dictador de Chad en el exilio, Hissène Habré, después de haberse negado a juzgarlo en 2001 y haberse negado a extraditarlo a Bélgica en 2005. Hace unos meses se inició el juicio de Charles Taylor, de Liberia, en el tribunal especial para Sierra Leona creado bajo los auspicios de la ONU. El Tribunal Penal Internacional está investigando en la actualidad las alegaciones sobre crímenes en Darfur, Uganda, Congo y la República Centroafricana.
Los que están acusados de haber cometido crímenes cuentan todavía con lugares en los que refugiarse. El ugandés Idi Amín murió pacíficamente mientras dormía en su exilio saudí (un diplomático saudí me explicó -aunque no es cierto- que la “hospitalidad beduina” significaba que, una vez que uno ha acogido a alguien como invitado en su tienda, no puede echarle). Mengistu Haile Mariam, que llevó a cabo una campaña de “terror rojo” en Etiopía contra decenas de miles de adversarios políticos, disfruta hoy de la protección del presidente Robert Mugabe en Zimbabue. De hecho, durante cinco años, Japón impidió la extradición de Fujimori con el argumento de que tenía la doble nacionalidad peruana y japonesa. Hasta que Fujimori cometió el error de viajar a Chile.
El lugar más seguro para los acusados de crímenes de guerra hoy es tal vez Estados Unidos, que se niega firmemente a contemplar la posibilidad de procesar a personas como Donald Rumsfeld, a quien se atribuye haber aprobado técnicas de interrogación criminales en Guantánamo y Abu Ghraib, y el ex director de la CIA George Tenet, por su relación con la aplicación del waterboarding a los detenidos (una técnica que consiste en sumergirles la cabeza o arrojarles agua por encima para hacerles creer que están ahogándose) y la “entrega” de sospechosos a países en los que se les iba a torturar. La semana pasada, Alemania, ante la negativa de Estados Unidos, retiró la solicitud de extradición de 13 presuntos agentes de la CIA acusados de secuestrar a un ciudadano alemán y enviarle a una cárcel secreta de Afganistán en la que se le torturó. Washington también se ha negado a cooperar con los investigadores italianos que buscan a 26 estadounidenses miembros de la CIA en relación con el secuestro en Milán de un clérigo musulmán al que enviaron a Egipto, donde supuestamente fue torturado.
No obstante, se están creando los precedentes. Pinochet fue el primer jefe de Estado detenido por otro país por crímenes contra los derechos humanos. Fujimori ha sido el primero devuelto a su país para ser juzgado. Es una advertencia para los futuros dirigentes: si pretenden que sus asesinatos y torturas queden impunes, pueden acabar ante la justicia. Y si han cometido torturas, más vale que no viajen a ningún sitio.
La extradición del ex presidente peruano Alberto Fujimori, devuelto por Chile a Perú para ser juzgado por su relación con los asesinatos cometidos por los escuadrones de la muerte y por corrupción, demuestra que el mundo está haciéndose más pequeño para quienes cometen atrocidades.
Hasta hace poco tiempo, si alguien mataba a otra persona, iba a la cárcel, pero si mataba a miles, el premio era un cómodo exilio con una cuenta bancaria en un país extranjero. Los juicios de Nuremberg establecieron el principio legal de que no debe existir inmunidad para los autores de los crímenes más espantosos, independientemente de quiénes sean y de dónde hayan cometido sus crímenes. Sin embargo, hasta la detención del general chileno Augusto Pinochet en Gran Bretaña, en octubre de 1998, pocos Estados habían tenido el valor de llevar ese noble principio a la práctica.
La detención de Pinochet, que murió el pasado mes de diciembre en Chile, animó a otros a llevar a sus torturadores ante la justicia, sobre todo en Latinoamérica, donde las víctimas desafiaron los acuerdos de transición de los años ochenta y noventa que habían permitido que varios autores de crímenes atroces quedaran sin castigo y, muchas veces, conservaran el poder. El Tribunal Supremo (la Corte Suprema) de Argentina abolió las leyes de inmunidad para antiguos responsables políticos, y docenas de ellos son hoy objeto de investigaciones y juicios por crímenes cometidos durante la dictadura de 1976-1983. A principios de este mes, un tribunal uruguayo aprobó el procesamiento de Juan María Bordaberry, el dictador que gobernó el país entre 1973 y 1976, por el asesinato de dirigentes de la oposición.
La detención de Pinochet en Londres también sirvió para dar impulso a un nuevo movimiento internacional que pretende acabar con la impunidad para los delitos más graves. Tras la instauración de los tribunales de Naciones Unidas para Yugoslavia y Ruanda, la ONU creó el Tribunal Penal Internacional (TPI), cuyo objetivo es perseguir el genocidio, los crímenes contra la humanidad y los grandes crímenes de guerra siempre que los tribunales nacionales no puedan o no quieran hacerlo.
Incluso en África, donde la población lleva tanto tiempo siendo víctima de ciclos de barbarie e impunidad, también avanza la justicia internacional. Senegal acaba de comprometerse a procesar al ex dictador de Chad en el exilio, Hissène Habré, después de haberse negado a juzgarlo en 2001 y haberse negado a extraditarlo a Bélgica en 2005. Hace unos meses se inició el juicio de Charles Taylor, de Liberia, en el tribunal especial para Sierra Leona creado bajo los auspicios de la ONU. El Tribunal Penal Internacional está investigando en la actualidad las alegaciones sobre crímenes en Darfur, Uganda, Congo y la República Centroafricana.
Los que están acusados de haber cometido crímenes cuentan todavía con lugares en los que refugiarse. El ugandés Idi Amín murió pacíficamente mientras dormía en su exilio saudí (un diplomático saudí me explicó -aunque no es cierto- que la “hospitalidad beduina” significaba que, una vez que uno ha acogido a alguien como invitado en su tienda, no puede echarle). Mengistu Haile Mariam, que llevó a cabo una campaña de “terror rojo” en Etiopía contra decenas de miles de adversarios políticos, disfruta hoy de la protección del presidente Robert Mugabe en Zimbabue. De hecho, durante cinco años, Japón impidió la extradición de Fujimori con el argumento de que tenía la doble nacionalidad peruana y japonesa. Hasta que Fujimori cometió el error de viajar a Chile.
El lugar más seguro para los acusados de crímenes de guerra hoy es tal vez Estados Unidos, que se niega firmemente a contemplar la posibilidad de procesar a personas como Donald Rumsfeld, a quien se atribuye haber aprobado técnicas de interrogación criminales en Guantánamo y Abu Ghraib, y el ex director de la CIA George Tenet, por su relación con la aplicación del waterboarding a los detenidos (una técnica que consiste en sumergirles la cabeza o arrojarles agua por encima para hacerles creer que están ahogándose) y la “entrega” de sospechosos a países en los que se les iba a torturar. La semana pasada, Alemania, ante la negativa de Estados Unidos, retiró la solicitud de extradición de 13 presuntos agentes de la CIA acusados de secuestrar a un ciudadano alemán y enviarle a una cárcel secreta de Afganistán en la que se le torturó. Washington también se ha negado a cooperar con los investigadores italianos que buscan a 26 estadounidenses miembros de la CIA en relación con el secuestro en Milán de un clérigo musulmán al que enviaron a Egipto, donde supuestamente fue torturado.
No obstante, se están creando los precedentes. Pinochet fue el primer jefe de Estado detenido por otro país por crímenes contra los derechos humanos. Fujimori ha sido el primero devuelto a su país para ser juzgado. Es una advertencia para los futuros dirigentes: si pretenden que sus asesinatos y torturas queden impunes, pueden acabar ante la justicia. Y si han cometido torturas, más vale que no viajen a ningún sitio.
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