Por Martti Ahtisaari, Joschka Fischer, Mabel van Oranje y Mark Leonard. Ahtisaari, Fischer y Van Oranje son copresidentes del European Council for Foreign Relations, un laboratorio de ideas recién constituido para fomentar la creación de una política exterior común de la UE. Leonard es director ejecutivo del ECFR. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo. © Project Syndicate, 2007 (EL PAÍS, 03/10/07):
Si a última hora no se cambia de idea, los jefes de Estado y de Gobierno europeos firmarán este mes un nuevo acuerdo para fortalecer la maquinaria de la política exterior de la Unión Europea, dando más competencias al Alto Representante de la UE en esa materia. Esto supone un cambio largo tiempo esperado.
En la actualidad, el presupuesto del Alto Representante es menor que el que destina la Comisión Europea a la limpieza de las oficinas de Bruselas. Con sólo 500 empleados y únicamente un puñado de representantes en el exterior, un aparato que pretende encarnar la voluntad colectiva de los 27 Gobiernos de la Unión Europea en materia de política exterior gasta menos y tiene menos personal que los países africanos más pequeños.
Es algo que debería cambiar cuando se nombre a un nuevo jefe para la política exterior de la UE, alguien que supervise sus relaciones exteriores así como sus políticas de defensa y de ayuda fuera de la Unión. Sin embargo, esta necesaria innovación institucional no responderá a una pregunta más fundamental: ¿se está tomando Europa en serio la consecución de una política exterior coherente y enérgica?
Con demasiada frecuencia los líderes europeos esquivan esta cuestión, comentando como siempre los defectos de la política exterior estadounidense, cuando deberían estar desarrollando sus propias estrategias. Una y otra vez -en problemas que van desde Irak a Israel y Palestina, pasando por Afganistán-, la política europea se ha definido únicamente en función de lo que hace o deja de hacer Estados Unidos. Sin embargo, el año próximo, EE UU elige a un nuevo presidente y los europeos ya no podrán permitirse el lujo de echar la culpa de los males del mundo a la Casa Blanca de George W. Bush.
Esto es positivo, porque Europa tiene mucho que ofrecer. A diferencia de otras grandes potencias de la historia, su poder no se proyecta mediante la amenaza de invadir otros países. Con 500 millones de habitantes, su población es la tercera en número del mundo, después de las de China y la India. Sus 27 Estados miembros generan un cuarto de la producción económica mundial y, en conjunto, son el comprador más importante de productos de los países en vías de desarrollo y, con mucho, el principal donante de ayuda.
Todo esto va acompañado de un auténtico peso geopolítico. La ampliación de la Unión hacia Europa Oriental fue el mayor proceso de cambio de régimen pacífico registrado en la historia. La creación de la Corte Penal Internacional y la firma del Protocolo de Kioto demostraron que Europa podía impulsar la creación de una gobernanza más multilateral. La participación europea tuvo un impacto real en el proceso de paz de la provincia indonesia de Aceh y en las recientes elecciones presidenciales celebradas en la República Democrática del Congo.
Sin embargo, es muy habitual que la introversión y la división hayan despilfarrado el poder latente de Europa. Incluso en relación con el programa nuclear iraní, una satisfactoria trayectoria se ha visto castrada por la incapacidad que ha mostrado una Europa dividida para respaldar a su diplomacia con sanciones implacables. Si los europeos no están dispuestos a pagar un precio económico, poca credibilidad tendrán para persuadir a Estados Unidos de que no recurra a los ataques militares.
Frente a Rusia, la UE ha subestimado constantemente su propia fuerza, exagerando la del Kremlin de Vladimir Putin y permitiendo a ese país que se haga cada vez más belicoso. Algunos Estados miembros ven en Rusia una amenaza que hay que “contener con suavidad”. Otros son partidarios de impulsar un proceso de “integración sigilosa” que vincule ese país con las costumbres europeas. Esta confusión le permite a Rusia centrarse en determinados países miembros, firmando pactos energéticos a largo plazo, sin dejar de socavar a la UE en un desconcertante abanico de aspectos que abarcan desde el futuro de Kosovo hasta la proliferación nuclear.
A los líderes europeos les gusta hablar de “multilateralismo eficaz”, pero no son muy eficaces cuando se trata de defender sus valores o intereses en instituciones multilaterales como Naciones Unidas. En problemas como los de Kosovo, Darfur e Irán, si los países europeos no se unen y no se mantienen firmes, corren el riesgo de que otros más hábiles los adelanten, cuando son ellos los que deberían estar encabezando la carrera. Después de todo, la Unión cuenta con cinco puestos en el Consejo de Seguridad y sufraga el 40% del presupuesto de la ONU. Sin embargo, cuando se trata de votar cuestiones relativas a los derechos humanos, demasiados países en vías de desarrollo se olvidan de ello, alineándose con China para oponerse a la UE.
Aunque los principales defectos de la UE son estratégicos, la influencia europea en el mundo choca con algunas barreras institucionales. Las prioridades en materia de defensa siguen siendo de índole abrumadoramente nacional, y tienen la vista puesta más en sus proyectos preferidos que en fomentar el poder europeo. Como le gusta decir a Chris Patten, sabremos si Europa se toma en serio la defensa cuando no tengamos que alquilar aviones de transporte a Ucrania.
Al contrario que en el caso del fallido proyecto de aprobación de una Constitución europea, los líderes de la UE no pueden achacar su falta de cooperación en materia de política exterior a la hostilidad de la opinión pública. Según una encuesta reciente del German Marshall Fund, el 88% de los encuestados europeos quiere que la UE asuma más responsabilidades a la hora de enfrentarse a amenazas mundiales.
Ante la perspectiva de alcanzar un acuerdo sobre el funcionamiento de una nueva política exterior, ya va siendo hora de que la Unión forje dicha política común y utilice todos los resortes del poder europeo para luchar por sus valores e intereses en el mundo.
Si a última hora no se cambia de idea, los jefes de Estado y de Gobierno europeos firmarán este mes un nuevo acuerdo para fortalecer la maquinaria de la política exterior de la Unión Europea, dando más competencias al Alto Representante de la UE en esa materia. Esto supone un cambio largo tiempo esperado.
En la actualidad, el presupuesto del Alto Representante es menor que el que destina la Comisión Europea a la limpieza de las oficinas de Bruselas. Con sólo 500 empleados y únicamente un puñado de representantes en el exterior, un aparato que pretende encarnar la voluntad colectiva de los 27 Gobiernos de la Unión Europea en materia de política exterior gasta menos y tiene menos personal que los países africanos más pequeños.
Es algo que debería cambiar cuando se nombre a un nuevo jefe para la política exterior de la UE, alguien que supervise sus relaciones exteriores así como sus políticas de defensa y de ayuda fuera de la Unión. Sin embargo, esta necesaria innovación institucional no responderá a una pregunta más fundamental: ¿se está tomando Europa en serio la consecución de una política exterior coherente y enérgica?
Con demasiada frecuencia los líderes europeos esquivan esta cuestión, comentando como siempre los defectos de la política exterior estadounidense, cuando deberían estar desarrollando sus propias estrategias. Una y otra vez -en problemas que van desde Irak a Israel y Palestina, pasando por Afganistán-, la política europea se ha definido únicamente en función de lo que hace o deja de hacer Estados Unidos. Sin embargo, el año próximo, EE UU elige a un nuevo presidente y los europeos ya no podrán permitirse el lujo de echar la culpa de los males del mundo a la Casa Blanca de George W. Bush.
Esto es positivo, porque Europa tiene mucho que ofrecer. A diferencia de otras grandes potencias de la historia, su poder no se proyecta mediante la amenaza de invadir otros países. Con 500 millones de habitantes, su población es la tercera en número del mundo, después de las de China y la India. Sus 27 Estados miembros generan un cuarto de la producción económica mundial y, en conjunto, son el comprador más importante de productos de los países en vías de desarrollo y, con mucho, el principal donante de ayuda.
Todo esto va acompañado de un auténtico peso geopolítico. La ampliación de la Unión hacia Europa Oriental fue el mayor proceso de cambio de régimen pacífico registrado en la historia. La creación de la Corte Penal Internacional y la firma del Protocolo de Kioto demostraron que Europa podía impulsar la creación de una gobernanza más multilateral. La participación europea tuvo un impacto real en el proceso de paz de la provincia indonesia de Aceh y en las recientes elecciones presidenciales celebradas en la República Democrática del Congo.
Sin embargo, es muy habitual que la introversión y la división hayan despilfarrado el poder latente de Europa. Incluso en relación con el programa nuclear iraní, una satisfactoria trayectoria se ha visto castrada por la incapacidad que ha mostrado una Europa dividida para respaldar a su diplomacia con sanciones implacables. Si los europeos no están dispuestos a pagar un precio económico, poca credibilidad tendrán para persuadir a Estados Unidos de que no recurra a los ataques militares.
Frente a Rusia, la UE ha subestimado constantemente su propia fuerza, exagerando la del Kremlin de Vladimir Putin y permitiendo a ese país que se haga cada vez más belicoso. Algunos Estados miembros ven en Rusia una amenaza que hay que “contener con suavidad”. Otros son partidarios de impulsar un proceso de “integración sigilosa” que vincule ese país con las costumbres europeas. Esta confusión le permite a Rusia centrarse en determinados países miembros, firmando pactos energéticos a largo plazo, sin dejar de socavar a la UE en un desconcertante abanico de aspectos que abarcan desde el futuro de Kosovo hasta la proliferación nuclear.
A los líderes europeos les gusta hablar de “multilateralismo eficaz”, pero no son muy eficaces cuando se trata de defender sus valores o intereses en instituciones multilaterales como Naciones Unidas. En problemas como los de Kosovo, Darfur e Irán, si los países europeos no se unen y no se mantienen firmes, corren el riesgo de que otros más hábiles los adelanten, cuando son ellos los que deberían estar encabezando la carrera. Después de todo, la Unión cuenta con cinco puestos en el Consejo de Seguridad y sufraga el 40% del presupuesto de la ONU. Sin embargo, cuando se trata de votar cuestiones relativas a los derechos humanos, demasiados países en vías de desarrollo se olvidan de ello, alineándose con China para oponerse a la UE.
Aunque los principales defectos de la UE son estratégicos, la influencia europea en el mundo choca con algunas barreras institucionales. Las prioridades en materia de defensa siguen siendo de índole abrumadoramente nacional, y tienen la vista puesta más en sus proyectos preferidos que en fomentar el poder europeo. Como le gusta decir a Chris Patten, sabremos si Europa se toma en serio la defensa cuando no tengamos que alquilar aviones de transporte a Ucrania.
Al contrario que en el caso del fallido proyecto de aprobación de una Constitución europea, los líderes de la UE no pueden achacar su falta de cooperación en materia de política exterior a la hostilidad de la opinión pública. Según una encuesta reciente del German Marshall Fund, el 88% de los encuestados europeos quiere que la UE asuma más responsabilidades a la hora de enfrentarse a amenazas mundiales.
Ante la perspectiva de alcanzar un acuerdo sobre el funcionamiento de una nueva política exterior, ya va siendo hora de que la Unión forje dicha política común y utilice todos los resortes del poder europeo para luchar por sus valores e intereses en el mundo.
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