Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 01/10/07):
Escribiendo en De Standaard, gran diario de Flandes, Rik Torfs, profesor flamenco en la universidad de Lovaina, concluye: “El único chivo sobre el que jamás se tiene el derecho de disparar es el chivo expiatorio, porque, una vez muerto, uno se convierte en responsable de sus propios fracasos”. La feliz ocurrencia se dirige a los flamencos que vituperan a los valones y les echan la culpa de todos los males del reino, pero que quizá no son conscientes de que, una vez lograda la muerte de Bélgica, ya no podrán sentirse agraviados por sus hasta ahora compatriotas.
Esta reflexión viene a cuento de la enésima crisis de identidad de Bélgica, que lleva más de 100 días sin Gobierno, y que radicaliza a los extremistas de las dos comunidades. Las elecciones del 10 de junio provocaron un viraje a derecha y extrema derecha que se plasmó en el triunfo del Partido Cristiano Demócrata y el avance de los separatistas, xenófobos y populistas, en perjuicio de los partidos Liberal y Socialista que integran la coalición saliente. Por primera vez, la aritmética parlamentaria federal permite lucubrar con la liquidación del Estado surgido en 1830 para frenar el expansionismo francés.
El líder democristiano Yves Leterme, vencedor electoral, nacionalista radical aunque hijo de padre valón, abanderado poco sutil del divorcio de terciopelo, bestia negra de los valones, ofendió a los que podían ayudarle a componer la coalición para ser investido por un Parlamento multicolor. Preguntado si conocía el himno nacional, se puso a cantar La Marsellesa, y aseveró que los belgas solo tienen en común el rey, el equipo de fútbol y algunas cervezas. Tiró la toalla el 23 de agosto y ahora recibe de nuevo el encargo real, pero es poco probable que los valones acepten una revisión constitucional que interpretan como la extinción programada de los poderes del Estado. El Parlamento flamenco rechazó la perentoria demanda del neofascista Vlaams Belang para un referendo de autodeterminación, pero el vacío de poder a nivel federal alimenta las especulaciones más estrambóticas sobre el destino del país, subastado ficticiamente en internet hasta los 10 millones de euros. El psicodrama llegó hasta el palacio real de Bruselas, donde el rey Alberto II multiplica las consultas sin dejarse intimidar por las demandas de los nacionalistas flamencos para que se recorten sus pocas prerrogativas.
LAS ENCUESTAS aseguran que hasta el 40% de los flamencos están a favor de la independencia, pero solo el 12% de los valones. Sobre la incertidumbre planea la sombra de Bruselas, la capital federal y de Europa, cultural y lingüísticamente afrancesada, pero en territorio históricamente flamenco y rodeada por una serie de municipios donde los ciudadanos viven con intensidad y acritud el pleito entre el holandés obligatorio y el francés que prefieren muchos de ellos. Los separatistas creen que Bruselas es el último obstáculo en el camino hacia la independencia, auténtico nudo gordiano que hace recapacitar a los más exaltados.
La crisis tiene diversas causas y explicaciones. Surgida Bélgica con vocación de Estado-tampón entre las grandes potencias, cimentada en el catolicismo de ambas comunidades, estuvo en su primera centuria dominada por el francés como idioma universal y la prosperidad económica de los valones –la cuenca minera y la industria metalúrgica más potentes de Europa–, pero, a partir de 1945, el auge creciente y el dinamismo demográfico de Flandes (seis millones de habitantes) coincidieron con la decadencia de Valonia (cuatro millones), aceleradas tras la independencia del Congo en 1960.
La reforma federal de 1970, que consagró la división del país en tres regiones y comunidades lingüísticas, más la isla multinacional de Bruselas, en vez de mitigar las veleidades separatistas, las exacerbó, hasta levantar un muro psicológico que fomenta la incomunicación. Los partidos políticos se han fragmentado y no existe ninguna fuerza que compita por el voto en ambas comunidades. Hasta el modelo económico ofrece algunas divergencias –más anglosajón en Flandes, más renano o de subvención en Valonia–, que rápidamente se ahondarían, como pretenden los flamencos, con el traspaso de las competencias que aún se encarnan en el Estado federal.
LA UNIDAD ÉTNICA y lingüística, si alguna vez existió, se ha volatilizado, lo que explica la alarma de los artistas flamencos. Los ciudadanos no ven los mismos programas de televisión, ni leen los mismos periódicos ni se preocupan por las mismas celebridades; viven en compartimentos estancos, culturalmente de espaldas, con la barrera idiomática omnipresente, entre agravios históricos y reproches de balanzas y egoísmos fiscales. A diferencia de los flamencos, los valones no tienen patria de sustitución, como no sea el improbable retorno a Francia.
Cuando el separatismo estaba en su apogeo en Canadá, los promotores del Québec libre, incluido el general Charles de Gaulle, no percibieron que en Montreal vivían muchos anglohablantes, entre ellos, los emigrantes recién llegados al país, que se oponían radicalmente a la secesión. La situación aún es más nítida en Bruselas, cuya población multinacional, identificada con el francés, rechaza inequívocamente la incorporación a un Flandes obsesivamente neerlandés. Y, sin Bruselas, muchos flamencos prefieren seguir la marcha hacia la soberanía, maniatando al Estado, pero sin fijar fecha para desmantelarlo.
Escribiendo en De Standaard, gran diario de Flandes, Rik Torfs, profesor flamenco en la universidad de Lovaina, concluye: “El único chivo sobre el que jamás se tiene el derecho de disparar es el chivo expiatorio, porque, una vez muerto, uno se convierte en responsable de sus propios fracasos”. La feliz ocurrencia se dirige a los flamencos que vituperan a los valones y les echan la culpa de todos los males del reino, pero que quizá no son conscientes de que, una vez lograda la muerte de Bélgica, ya no podrán sentirse agraviados por sus hasta ahora compatriotas.
Esta reflexión viene a cuento de la enésima crisis de identidad de Bélgica, que lleva más de 100 días sin Gobierno, y que radicaliza a los extremistas de las dos comunidades. Las elecciones del 10 de junio provocaron un viraje a derecha y extrema derecha que se plasmó en el triunfo del Partido Cristiano Demócrata y el avance de los separatistas, xenófobos y populistas, en perjuicio de los partidos Liberal y Socialista que integran la coalición saliente. Por primera vez, la aritmética parlamentaria federal permite lucubrar con la liquidación del Estado surgido en 1830 para frenar el expansionismo francés.
El líder democristiano Yves Leterme, vencedor electoral, nacionalista radical aunque hijo de padre valón, abanderado poco sutil del divorcio de terciopelo, bestia negra de los valones, ofendió a los que podían ayudarle a componer la coalición para ser investido por un Parlamento multicolor. Preguntado si conocía el himno nacional, se puso a cantar La Marsellesa, y aseveró que los belgas solo tienen en común el rey, el equipo de fútbol y algunas cervezas. Tiró la toalla el 23 de agosto y ahora recibe de nuevo el encargo real, pero es poco probable que los valones acepten una revisión constitucional que interpretan como la extinción programada de los poderes del Estado. El Parlamento flamenco rechazó la perentoria demanda del neofascista Vlaams Belang para un referendo de autodeterminación, pero el vacío de poder a nivel federal alimenta las especulaciones más estrambóticas sobre el destino del país, subastado ficticiamente en internet hasta los 10 millones de euros. El psicodrama llegó hasta el palacio real de Bruselas, donde el rey Alberto II multiplica las consultas sin dejarse intimidar por las demandas de los nacionalistas flamencos para que se recorten sus pocas prerrogativas.
LAS ENCUESTAS aseguran que hasta el 40% de los flamencos están a favor de la independencia, pero solo el 12% de los valones. Sobre la incertidumbre planea la sombra de Bruselas, la capital federal y de Europa, cultural y lingüísticamente afrancesada, pero en territorio históricamente flamenco y rodeada por una serie de municipios donde los ciudadanos viven con intensidad y acritud el pleito entre el holandés obligatorio y el francés que prefieren muchos de ellos. Los separatistas creen que Bruselas es el último obstáculo en el camino hacia la independencia, auténtico nudo gordiano que hace recapacitar a los más exaltados.
La crisis tiene diversas causas y explicaciones. Surgida Bélgica con vocación de Estado-tampón entre las grandes potencias, cimentada en el catolicismo de ambas comunidades, estuvo en su primera centuria dominada por el francés como idioma universal y la prosperidad económica de los valones –la cuenca minera y la industria metalúrgica más potentes de Europa–, pero, a partir de 1945, el auge creciente y el dinamismo demográfico de Flandes (seis millones de habitantes) coincidieron con la decadencia de Valonia (cuatro millones), aceleradas tras la independencia del Congo en 1960.
La reforma federal de 1970, que consagró la división del país en tres regiones y comunidades lingüísticas, más la isla multinacional de Bruselas, en vez de mitigar las veleidades separatistas, las exacerbó, hasta levantar un muro psicológico que fomenta la incomunicación. Los partidos políticos se han fragmentado y no existe ninguna fuerza que compita por el voto en ambas comunidades. Hasta el modelo económico ofrece algunas divergencias –más anglosajón en Flandes, más renano o de subvención en Valonia–, que rápidamente se ahondarían, como pretenden los flamencos, con el traspaso de las competencias que aún se encarnan en el Estado federal.
LA UNIDAD ÉTNICA y lingüística, si alguna vez existió, se ha volatilizado, lo que explica la alarma de los artistas flamencos. Los ciudadanos no ven los mismos programas de televisión, ni leen los mismos periódicos ni se preocupan por las mismas celebridades; viven en compartimentos estancos, culturalmente de espaldas, con la barrera idiomática omnipresente, entre agravios históricos y reproches de balanzas y egoísmos fiscales. A diferencia de los flamencos, los valones no tienen patria de sustitución, como no sea el improbable retorno a Francia.
Cuando el separatismo estaba en su apogeo en Canadá, los promotores del Québec libre, incluido el general Charles de Gaulle, no percibieron que en Montreal vivían muchos anglohablantes, entre ellos, los emigrantes recién llegados al país, que se oponían radicalmente a la secesión. La situación aún es más nítida en Bruselas, cuya población multinacional, identificada con el francés, rechaza inequívocamente la incorporación a un Flandes obsesivamente neerlandés. Y, sin Bruselas, muchos flamencos prefieren seguir la marcha hacia la soberanía, maniatando al Estado, pero sin fijar fecha para desmantelarlo.
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