Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 23/05/11):
En una hermosa canción de protesta, Joan Baez evocaba la figura de Joe Hill, un sindicalista sueco judicialmente asesinado, para concluir que Joe Hill no había muerto, que allí donde hubiese hombres que defendieran sus derechos, él seguiría vivo. Dejando de lado la profanación que representa la cita, ambos casos tienen ese punto en común: la muerte física del líder cuenta menos para la historia que el significado de la misma, su importancia para la evolución del movimiento que dirige, la huella dejada sobre los correligionarios. Y desde ese ángulo puede decirse que incluso ahora que con Saif al Adel conocemos a su sucesor, Bin Laden aún no ha muerto.
Ha sido sorprendente que entre nosotros esa cuestión crucial haya merecido solo la atención de los especialistas. Fernando Reinares hizo ya notar que la distancia en el tiempo ha ido amortiguando la condena de 11-S y 11-M por parte de la opinión pública, cediendo paso a la búsqueda del olvido y a una implícita absolución. Esta deriva estuvo además siempre presente en España, por el antiamericanismo primario que desde décadas viene imperando en algunos sectores de la izquierda más inclinados a sentenciar que a pensar. El maniqueísmo facilita mucho las cosas. No es casual que entre los comentarios sobre la muerte de Bin Laden se repitan las asociaciones entre la política de Bush y la de Obama, quien seguiría comprometido en la guerra contra el terror de su predecesor. En el mismo sentido ha actuado la obsesión por sustituir el problema central, la significación política de la desaparición del emir, por las elucubraciones sobre las circunstancias concretas de la muerte y sus implicaciones morales.
De las primeras, se ha llegado a asegurar que fue Pakistán quien le entregó después de protegerlo, cuando lo único cierto es que durante años los poderes fácticos de Pakistán albergaron al emir, lo cual avisa sobre los enormes problemas con que Occidente se encuentra allí para frenar al terror y explica de paso cómo Obama tuvo que plantear la operación. Y sobre todo, de nuevo con especial insistencia entre nosotros, el primer plano ha sido ocupado por la condena de la ejecución sumaria de Bin Laden. Por buena conciencia que no quede, cuando nadie se ocupa de los reiterados intentos de eliminar físicamente a Gadafi mediante los reiterados bombardeos de la OTAN a su búnker, sin el menor aval de la ONU. Del mismo modo que desde un amplio espectro de medios, tanto televisivos como impresos, se han aplicado distintas formas de censura indirecta, desde el “te destinan cuarta plana, letra chica y a un rincón”, cantado por los Quilapayún, al olvido de los especialistas en Al Qaeda o alretraso en el tratamiento que lo deja anticuado. Desde el 11-S, y más aún desde el 11-M ha existido una evidente incomodidad a la hora de encarar el terrorismo islamista, tal vez de acuerdo con la intención del Gobierno de no causar alarma ni fomentar la islamofobia. La propensión encubierta de algunos medios conservadores a introducir el miedo al islam, asociado al rechazo de la inmigración, favoreció que el péndulo extremase su recorrido en el sentido opuesto. Y las revueltas árabes que supuestamente iban a desembocar en un despegue general hacia la democracia, hicieron el resto. A pesar del atentado de Marrakech, Al Qaeda desaparecía de la escena y la eventual conexión entre islamismo y yihadismo resultaba tajantemente negada. Desde tales supuestos, antes que recordar los baños de sangre provocados por las acciones de Al Qaeda y el significado de su estrategia para las relaciones entre Islam y Occidente, los comentarios se centraron masivamente en subrayar la criminalidad de la acción decidida por Obama. Cualquier pretexto, incluso hablando de Bildu, sirvió para rasgarse las vestiduras.
Claro que la muerte de Bin Laden fue un “acto de guerra”. En 1998, Bin Laden había lanzado una declaración de guerra a los cruzados judeo-americanos y la había puesto en práctica con reiteración, cada vez que a Al Qaeda le fue posible desencadenar matanzas de masas. No era un criminal común, sino el líder de una estrategia de alcance mundial para organizar acciones de megaterrorismo con el propósito de doblegar a quienes juzgaba enemigos de su religión, buscando el sello de la ortodoxia en los fragmentos más propicios de la violencia de sus textos sagrados. Era una guerra sin otra paz posible que la rendición de los enemigos del islam, y como en otro terrorismo que tenemos bien cerca, la ausencia temporal de atentados en Occidente no se debió a rectificación táctica alguna, sino a una mejor articulación de las defensas y a una debilitación acentuada por ello de Al Qaeda. En ausencia de otras alternativas, la prioridad de Obama tuvo que ser la eliminación. Un juicio en Estados Unidos hubiera sido una plataforma de propaganda para Bin Laden, la llamada para una secuencia interminable de atentados y secuestros para liberarle, y por fin su conversión en shahîd, en mártir. Obama estaba ante un juego de suma siempre negativa y eligió el coste menor para el bien de todos, no solo el ejercicio de una venganza made in USA.
Por añadidura, técnicamente asumió un alto riesgo que minimizó la pérdida mínima de vidas humanas. Luego, con el relato de las respetuosas honras fúnebres intentó eliminar la afrenta que la mayoría de los musulmanes hubiera sentido, no por ser quien es Bin Laden, sino por tratarse de un creyente que incluso como cadáver resulta humillado por los infieles. Queda la sepultura en el mar, no prevista en los hadices, pero tampoco condenada en el caso excepcional de no poderse hacer en tierra. Tariq Ramadán ya ha protestado.
Ahora, el mensaje póstumo de Bin Laden muestra que su radicalismo yihadista resultaba conciliable con un notable sentido de la realidad. El golpe sufrido por Al Qaeda resulta innegable: estamos ante una mentalidad muy sensible al éxito y al fracaso, vistos como efectos de decisiones de Alá, y la pérdida del emir constituye un importante factor de desmoralización, del mismo modo que los grandes atentados impulsaron el reclutamiento y sobre todo el prestigio de la organización terrorista entre las masas árabes. La yihad no es un ejercicio de masoquismo, sino de entrega calculada a la causa de Alá, luego la capacidad de respuesta será fundamental para la supervivencia de una organización en declive. Pero Bin Laden recuerda en su mensaje que las revueltas contra los tiranos en el mundo árabe son también una oportunidad para Al Qaeda, si sabe incorporarse a ellas, ya que contienen un sentido de rechazo radical a un poder injusto que debería orientarse hacia la activación de la umma, y desde la plataforma revolucionaria romper con “la ley hecha por el hombre” e implantar la sharía.
Para ello tendría que fracasar la evolución democrática, algo no imposible a la vista de las trágicas secuencias de Siria, Libia o Bahréin. Pero de momento la táctica de los Hermanos Musulmanes tiene abierta ventaja sobre el terror.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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