Por Jerónimo Páez, abogado (EL PAÍS, 13/05/11):
Sin duda hay que celebrar la furia de cuantos en el mundo árabe han decidido rebelarse contra los tiranos. Han conseguido acabar con varios de ellos y mover los cimientos de los regímenes despóticos que imperaban en sus países. Sea cual sea la nación árabe de la que hablemos, y por más que algunos de sus Gobiernos presuman de haber hecho los deberes, en todas ellas el pueblo llano habla hoy día con mayor libertad, se expresa y se manifiesta como nunca antes lo había hecho. Es como si de pronto un viento huracanado se hubiera desatado e impulsara a sus habitantes a luchar por la democracia, la dignidad y la justicia social; de una u otra forma quieren participar en el Gobierno, decidir sobre su futuro.
No parece que esta corriente de aire liberador vaya a detenerse, a pesar de las sangrientas represiones de Siria, Libia y Yemen. Impresiona ver cómo la gente sigue manifestándose y se enfrenta a la violencia que sufren e incluso a la muerte. Las primeras euforias han pasado, algunas revueltas no han triunfado y puede que muchos se sientan defraudados, toda vez que ahora comienza el frustrante y largo camino para ver si estos movimientos son capaces de resolver las graves carencias políticas, económicas y sociales. Se necesitan años para cambiar una sociedad. Afortunadamente, parece que ni el terrorismo ni el fundamentalismo islamista van a servir de coartada para paralizar el proceso, aunque pueden hacerlo más difícil y reforzar los sectores reaccionarios que en estos países apuntalan los poderes autoritarios.
Tradicionalmente, los pueblos árabes y musulmanes han sido tratados como súbditos y ahora quieren ser tratados como ciudadanos. Nuestra propia historia europea nos dice que tardamos muchos años en conseguirlo; y también que no es un objetivo occidental, sino de cualquier pueblo y de todo ser humano. En todo caso, consigan o no sus sueños han roto ya poderosos y ancestrales tabúes y están obligando a que se modernicen las tradicionales estructuras de poder, aunque persistan grandes sombras en materia de libertades religiosas y de igualdad de sexos.
Estos profundos cambios han coincidido con la cólera de los dioses que se ha abatido sobre el sufrido y admirable pueblo japonés. En un mundo que presuntuosamente pensábamos podíamos dominar, todas nuestras alertas han saltado cuando a la ira vengadora e imprevisible de los cielos se han unido los errores y las imprudencias de los seres humanos. Al igual que Zeus hizo con Prometeo, una vez más ha querido poner a prueba la prepotencia de los hombres y hacerles saber que gusta de castigar su arrogancia cuando creen que pueden domeñar a la naturaleza o robarle sus secretos.
Barack Obama, que posiblemente pase a la historia como un gran orador que no como un gran estadista, pronunció recientemente un discurso visionario en el que afirmó que Estados Unidos no tiene garantizado su futuro en las actuales condiciones de consumo energético. Lo mismo podríamos decir del mundo en su conjunto y en especial de las nuevas y mastodónticas potencias, cuyos líderes parecen más preocupados por crecer a cualquier precio que del futuro de sus gentes. Se quiera o no, y aunque olvidamos con demasiada frecuencia los males del pasado, la energía nuclear ha recibido una grave estocada premonitoria y puede que en un futuro no muy lejano, la gente se rebele contra los gobernantes que quieran implantarla por doquier y a toda costa, contra los lobbies nucleares y también contra los grandes fabricantes de armas, que utilizamos para matarnos los unos a los otros.
A su vez, la casi obligada, pero titubeante y mal planificada, intervención en Libia empieza a inquietarnos al ver que se prolonga y no se sabe bien cómo va a terminar, máxime cuando comprobamos que ninguna intervención es un paseo militar; y que no lo es gracias a las armas y a la tecnología que vendimos al Ejército libio que ahora tenemos que destruir para evitar que Gadafi masacre a su propio pueblo.
Todo ello evidencia la incoherencia, hipocresía y las contradicciones de nuestras políticas en relación con el norte de África y Oriente Próximo; también cómo los ideales de democracia universal que propugnamos se mueven según sopla el viento, lo que es evidente en el caso de Siria.
No deja de ser sorprendente, por otra parte, que los occidentales sintamos que debemos intervenir para evitar la matanza de los libios por su propio Gobierno y que prácticamente ningún país árabe o musulmán sienta el mismo imperativo. En algunos casos, ocurre todo lo contrario, como ha sucedido con Arabia Saudí, que no solo no apoya los movimientos de liberación, sino que contribuye a acabar con ellos, como ya ha hecho en Bahréin. Es también incomprensible esa inmoral neutralidad o distanciamiento de las grandes potencias emergentes.
En este mundo superpoblado, sobreacelerado y sobresaturado que hemos producido se hace necesario reflexionar y decidir hacia dónde camina la humanidad y cuáles son los peligros que nos acechan, ya sean naturales o artificiales, recordando en todo caso las lecciones que hemos vuelto a aprender: que los oprimidos de cualquier lugar del mundo, afortunadamente, tarde o temprano se vengan de sus tiranos, y que los dioses, para desgracia nuestra, se vengan de la prepotencia y engreimiento de los seres humanos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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