Por Juan Gabriel Tokatlian, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Di Tella, Argentina (EL PAÍS, 02/01/12):
Una de las tantas paradojas actuales es que mientras en la periferia
muchas sociedades y Gobiernos intentan ampliar los derechos ciudadanos,
en varios países centrales se pretende desvertebrar el Estado de
derecho. En América Latina y, en tiempos recientes, en Oriente Próximo y
el norte de África con la llamada primavera árabe, se observan
impulsos y logros importantes en el reclamo y la extensión de derechos y
garantías de diverso tipo. Inversamente, en países clave de Occidente, y
desde el 11 de septiembre de 2001, en Estados Unidos se denota un
esfuerzo desde el Ejecutivo y el Legislativo (y con pocas limitaciones
por parte del Poder Judicial) de recortar y suprimir derechos alcanzados
con enorme esfuerzo colectivo. Con el presunto objetivo de proteger la
seguridad nacional en Estados Unidos se ha gestado una compleja
estructura jurídica, burocrática e institucional cívico-militar que ha
configurado de hecho una condición de inseguridad permanente; meta que
al parecer ha logrado alcanzar el terrorismo transnacional a una década
de los atentados en Nueva York, Washington y Filadelfia.
En ese contexto, la poslegalidad tiende a imponerse: se trata de una
situación en la que el derecho interno e internacional se manipula, se
desconoce o se quiebra a expensas de un bifronte Estado gendarme que
opera con escasa rendición de cuentas hacia adentro y con excesivo
despliegue militar hacia afuera. Lo poslegal no es patrimonio exclusivo
de Estados Unidos -recientemente la secretaria del Interior de Reino
Unido, Theresa May, sugirió la necesidad de deshacerse de la Ley de
Derechos Humanos de 1998-, pero tiene su manifestación más elocuente e
inquietante en aquel país.
La poslegalidad se exacerba en Estados Unidos en medio de una
fenomenal crisis económica y ante una ciudadanía que, ante la
incertidumbre y de modo confuso, se expresa contradictoriamente frente
al delicado balance entre seguridad y libertad. Por ejemplo, en junio de
2010 una encuesta a cargo de Rasmussen Reports indicaba que el 28% de
los estadounidenses consideraba que era una mala idea el control civil
de los militares y apenas el 44% consideraba bueno dicho control. Pero, a
su vez, en una encuesta de Gallup efectuada en septiembre de 2011 un
49% de los entrevistados consideraba que el Gobierno federal era “una
amenaza inmediata a los derechos y libertades individuales”.
La poslegalidad, por vía de presuntos términos legales, rápidamente
asimilados por los medios de comunicación y los principales líderes
políticos nacionales, naturaliza un nuevo lenguaje que facilita el
desprecio por los derechos. Así, en vez de referirse a la tortura se
habla de “técnicas acrecentadas de interrogación”; el secuestro
extraterritorial de personas, realizado de manera clandestina por
funcionarios, se denomina “entrega extraordinaria”; las ejecuciones
extrajudiciales se justifican en el marco de las “hostilidades” contra
“militantes”; y a las guerras punitivas contra países que no han atacado
a Estados Unidos se las llama “acción militar cinética”.
La poslegalidad tiene símbolos: Guantánamo y Abu Ghraib. Tiene puntos clave de construcción conceptual: las oficinas del Legal Advisor del Departamento de Estado, del General Counsel del Departamento de Defensa y del Special Counsel
de la Casa Blanca. Tiene un mapa de referencia para su racionalización y
justificación: la “guerra contra el terrorismo”. Y tiene continuidad
política bipartidista: desde George W. Bush a Barack Obama.
Ahora bien, tres asuntos han puesto en evidencia el desbordamiento de
la poslegalidad de Estados Unidos. Primero, el incesante uso de
vehículos aéreos no tripulados (unmanned aerial vehicles), los denominados drones,
en Asia (Irak, Afganistán y Pakistán) y África (Libia, Somalia y
Yemen). El recurrente uso de aquel medio de combate -al que hay que
sumar un fracasado intento reciente en Irán- ha llevado a debatir en
torno a la “guerra de los drones”; un modo de enfrentamiento a
distancia, sin grandes contingentes en condición de combate frontal,
presuntamente de alta precisión y más económico que el despliegue de
tropas. El recurso a los drones ha implicado, entre otras,
cierta facilidad para lanzar ataques en los que las bajas propias son
casi inexistentes, bastante indiferencia de una opinión pública que
apenas si conoce el tema y que, en general, no padece costo alguno
inmediato después de su utilización, y un ascendente papel militar de
los órganos de inteligencia dado que es la CIA la encargada del sistema
de lanzamiento. Si bien en 2009 el Informe del Relator Especial de la
ONU para Ejecuciones Extrajudiciales, Philip Alston, sugería que los drones podrían violar el derecho internacional humanitario, nada parece haber conducido a replantear su uso por parte de Washington.
Segundo, en septiembre pasado el Gobierno de Barack Obama fue un paso
más adelante en esta materia. En un “panel secreto”, y con aval
presidencial, autorizó dar de baja a dos estadounidenses, Anwar al
Awlaqi y Samir Khan, mediante misiles lanzados desde un vehículo aéreo
no tripulado. En los dos casos no hubo una acusación formal, no se
pretendió su arresto ni se buscó poner en marcha el debido proceso. Ni
la Constitución ni las enmiendas 5, 6 y 14 fueron tenidas en cuenta para
llevar a cabo este targeted killing.
Y tercero, más recientemente, en la Ley de Autorización de Defensa
Nacional de 2012 y con una votación de 93 a 7, el Senado aprobó que
cualquier estadounidense sospechoso de terrorismo puede ser detenido
indefinidamente por autoridades militares (al tiempo que aumenta las
restricciones para no trasladar los prisioneros de Guantánamo a
territorio continental estadounidense). Para algunos observadores esta
legislación es un serio revés al Estado de derecho. Organizaciones de
derechos civiles y voces liberales demandan y se consuelan con un
eventual veto del presidente Obama.
Los tres ejemplos mencionados apuntan a subrayar que en Estados
Unidos la legalidad está en entredicho y que lo poslegal se está
tornando en lo habitual. Más temprano que tarde esto tendrá un efecto
devastador sobre la democracia en aquel país. Lo que tendrá, y de hecho
ya tiene, reverberaciones por fuera de Estados Unidos. En ese caso se
habrá dado un paso abismal: del acoso democrático al ocaso democrático.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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