Por Mario Vargas Llosa. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011 (EL PAÍS, 31/12/11):
El Negro Cucaracha fue uno de los capos indiscutidos de una de las
cárceles de Lima durante muchos años y, me dicen, tiene el cuerpo hecho
un crucigrama de cicatrices de tanta cuchillada que recibió en esos
tiempos turbulentos. Es un moreno alto, fornido y de edad indefinible a
cuyo paso la gente de Gamarra se abre como ante un río incontenible. Me
lo han puesto de guardaespaldas y no sé por qué pues en este rincón de
La Victoria me siento más seguro que en el barrio donde vivo, Barranco,
donde no son infrecuentes los atracos con pistola.
El Negro Cucaracha es ahora un hombre religioso y pacífico. Se ha
vuelto evangélico, anda con una biblia en la mano y en el largo paseo me
recita versículos sagrados y me habla de redención, arrepentimiento y
salvación con esa seguridad del creyente radical que a mí siempre me
pone algo nervioso.
Gamarra comienza donde termina Mendocita, ahora un sector de La
Victoria de clase media modesta, donde, en mi primer año universitario,
1953, yo participé en una encuesta para averiguar la composición social
de la que era entonces la barriada más pobre y violenta de Lima, recién
formada por migrantes que bajaban de la sierra en busca de trabajo.
Mendocita ha progresado mucho desde entonces, pero lo que constituye un
prodigio de desarrollo es la contigua Gamarra, paraíso de la
informalidad y el capitalismo popular, y soberbio ejemplo de lo que
Friedrich A. Hayek llamó el orden espontáneo. En este puñado de manzanas
cuya densidad demográfica a estas horas de la mañana es la de un
hormiguero, se produce más riqueza y hay más transacciones comerciales
que sin duda en ningún otro lugar del Perú. Y por aquí no pasó el Estado
ni Gobierno alguno, ni las instituciones financieras formales, ni los
créditos bancarios ni las normativas del Perú oficial. Todo esto que
fermenta a mi alrededor con un dinamismo enloquecido es una creación de
provincianos pobres y misérrimos que, huyendo del hambre, el desamparo y
la violencia, dejaron sus aldeas andinas y, como no encontraron en la
capital el trabajo que buscaban, tuvieron que inventárselo.
He venido porque hace unos días un empresario amigo que conoce bien
Gamarra me contó algunas anécdotas sobre los personajes del lugar que me
dejaron estupefacto. Me habló de un puneño al que llamaremos Tiburcio, a
quien vio llegar a Lima muy joven, con poncho y ojotas, que sobrevivió
vendiendo chupetes por las calles, y que ahora alquila tiendas y
talleres de manufactura en estas calles por dos millones de dólares al
mes. No exageraba ni una pizca. Tiburcio es uno de los iconos del
barrio. Tiene 11 edificios, incontables tiendas y talleres y, desde hace
poco, una fábrica de etiquetas en México.
Me recibe en el más moderno de sus locales y me muestra orgulloso una
foto panorámica del minúsculo pueblecito, a orillas del lago Titicaca,
donde nació. Habla un buen español, con música aymara, y despide energía
y optimismo por todos los poros de su cuerpo. ¿Cómo lo hizo? Trabajando
día y noche, ahorrando lo que podía y durmiendo en las calles, al
principio. Lo ayudaron otros puneños que habían ya progresado y, por
eso, él ayuda a los provincianos que vienen a Lima sin otro capital que
su voluntad de salir adelante. Me asegura que el dinero que presta se lo
devuelven en el 99% de los casos. “Me sobran dedos en las manos para
contar las veces que me han estafado. Y eso que nunca pedí recibo por
los préstamos”. Ha crecido tanto que, ahora, intenta formalizar por lo
menos una parte importante de sus negocios y, para ello, ha contratado
como gerente al primer banquero que le abrió una cuenta corriente.
Son pocas las transacciones que se hacen en Gamarra que figuran en
contratos. Prima la palabra, que es sagrada, y el que la viola la paga:
se le cierran todas las puertas y se vuelve un apestado. Le conviene
huir y no volver por estos lares. Por doquier me dicen que la
delincuencia es menor que en otros barrios y que no son muchos los
dueños de negocios y locales que tienen seguridad privada. El precio de
la propiedad alcanza cifras vertiginosas. Mi amigo me jura que, aunque
parezca imposible, no hace mucho se vendió un local en el epicentro de
Gamarra ¡a 28.000 dólares el metro cuadrado! Es decir, más caro que los
barrios más caros de Nueva York, Fráncfort, Zúrich o Tokio.
Se comercia de todo pero principalmente paños y telas, y ropa que es
confeccionada en talleres del mismo barrio. Son centenares, equipados
con maquinaria muy moderna, y miríadas de trabajadores de ambos sexos
que hilan, cortan, cosen y empaquetan a un ritmo frenético, a menudo
oyendo huaynos y música chicha por altoparlantes a todo volumen. Algunos
talleres están en las alturas, con una vista circular sobre el centro
de la ciudad y los cerros aledaños, y otros en sótanos atestados que se
hunden cuatro o cinco pisos en el subsuelo limeño. Mañana y tarde un
verdadero río de camiones, camionetas, autos y hasta carretillas y motos
se llevan esa mercadería por todos los rincones del Perú y también al
extranjero.
Una de las tiendas mejor provistas es la de don Moisés (tampoco éste
es su nombre). Es uno de los más antiguos y respetados comerciantes del
barrio. Todos hablan de él con reverencia y gratitud. No es un
provinciano sino un criollo, uno de los pocos que representa a Lima en
este Perú en pequeño formato que es Gamarra. Según él, este emporio
nació en los años sesenta, cuando algunos migrantes advirtieron que los
camiones que traían animales y artículos de pan llevar al Mercado
Mayorista regresaban vacíos al interior del país. Se les ocurrió
entonces utilizar ese transporte para enviar mercancías a sus pueblos y
así comenzó a rodar la bolita de nieve que convertiría este pedazo de la
vieja Lima en el vórtice de trabajo y riqueza que es ahora.
Los empresarios y comerciantes de Gamarra son unos liberales que se
ignoran. Desconfían del Estado y del Gobierno y repiten como un mantra:
“¡Si sólo nos dejaran trabajar!”. Ahora se quejan de la disposición que
prohibió temporalmente y aún mantiene ciertas restricciones para
importar hilados de la India, una medida que, dicen, ha conseguido el lobby
de los productores de hilados nacionales, más caros y menos variados
que los que traían de Bombay o Kerala. Eso encarece sus costes y
favorece a los fabricantes colombianos, sus grandes competidores en el
mercado manufacturero nacional y americano. ¿Qué quisieran, pues? Que se
abrieran las fronteras y la globalización de la que tanto se habla
fuera una realidad también en el Perú.
Las horas que paso en Gamarra me ilustran mejor que muchos estudios
sobre el Perú de nuestros días. En las elecciones del año pasado, cuando
advirtieron que los pobres del Perú votarían por Ollanta Humala, las
clases dirigentes (que nunca han dirigido nada y vivido casi siempre del
mercantilismo) entraron en pánico y, creyendo que se venía un segundo
Hugo Chávez, volcaron todo su poderío a favor de Keiko Fujimori, la hija
del dictador que cumple 25 años de cárcel por asesino y por ladrón.
Pese a ello, esta última perdió la elección. Humala ha respetado
escrupulosamente la Hoja de Ruta que prometió seguir en la segunda
vuelta electoral, es decir, mantener la democracia y las políticas de
mercado que en los últimos 11 años han traído al Perú un desarrollo sin
precedentes en su historia.
¿Por qué el presidente Humala tomó distancia de Hugo Chávez y adoptó
las políticas de Brasil, Uruguay o Colombia? Más que por una conversión
ideológica, por una percepción clara de la realidad: porque, para que
sea posible la inclusión social que es su objetivo primordial, es
indispensable que haya riqueza y empleo y para ello no hay otro camino
que el que siguen los hombres y las mujeres de Gamarra. Estos
descubrieron a través de su experiencia algo que todavía muchos
dirigentes de la izquierda, cegados por la ideología, se niegan a
aceptar: que el verdadero progreso social no pasa por el estatismo ni el
colectivismo -inseparables a la corta o a la larga de la dictadura-
sino por la democracia política, la propiedad privada, la iniciativa
individual, el comercio libre y los mercados abiertos.
El Perú va por el buen camino y ni la derecha fujimorista ni la
izquierda obtusa y anacrónica están por el momento en condiciones de
apartarlo de él.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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