Por Paul Kennedy, profesor de Historia de la
cátedra J. Richardson Dilworth en la Universidad de Yale y director de
Internacional Security Studies en la misma universidad. © 2011, Tribune Media Services, Inc. Traducido por AB Traducciones (EL PAÍS, 02/01/12):
Solomon Binding -algunos lectores lo recordarán- fue el
personaje mítico creado por el ingenioso columnista inglés Bernard Levin
para poner en solfa a los múltiples contratos, acuerdos y promesas
“solemnes y vinculantes” (en inglés, solemn and binding)
negociados entre el Gobierno de Harold Wilson y los sindicatos
británicos durante la década de los setenta, probablemente la década más
sombría y desesperada de ese país. El argumento de Levin era que los
dirigentes del sindicato eran totalmente incapaces de cumplir sus
promesas, que los objetivos de moderación salarial acordados
eran incumplidos repetidamente y las huelgas se sucedían; por tanto,
todo era una pura farsa, una obra de teatro político. Su consecuencia
principal fue que, irónicamente, millones de votantes británicos de
centro se inclinaron, frustrados, por Margaret Thatcher en las
elecciones generales de 1979.
Yo recordaba el escepticismo de Levin al leer la letra pequeña del
acuerdo económico alcanzado por todos los Gobiernos de la Unión Europea
-con la excepción de Reino Unido- en la noche del 8 de diciembre. Tras
otro día de intentos por alcanzar la reconciliación, un primer ministro
británico frustrado voló de vuelta a casa. La prensa y los medios
televisivos, con su infalible capacidad para empeorar las cosas y
exagerar las riñas internacionales, tuvieron otro día de gloria:
“Aislamiento poco esplendoroso de Reino Unido”, “Torpeza de Cameron”,
“Triunfo de Merkel sobre Europa”; este fue el tono de los titulares.
Algunos ministros franceses sugirieron de manera poco prudente que Reino
Unido debería abandonar la UE, la prensa británica liberal y laborista
atacó al primer ministro por su actitud obstinada y los tabloides
londinenses, terriblemente chovinistas, ladraron su aprobación.
Todo acabó siendo un embarazoso ejemplo de lo bajo que ha caído en la
mayor parte de Europa la inteligencia política y periodística, con raras
excepciones, como la de Gideon Rachman (del Financial Times), que inmediatamente señaló que a los europeos les estaban dando gato por liebre.
Una vez que se disipó el humo, surgieron tres conclusiones
principales. La primera conclusión es que el texto del presente tratado
es poco realista y, por tanto, impracticable. El objetivo de
porcentaje de deuda pública respecto al PIB es políticamente inaceptable
para la mayoría de las opiniones públicas -supondría ingentes recortes
del gasto público, incluso aún mayores que los que ya se están
practicando. Ninguno de los Estados periféricos más pequeños, cuya
debilidad fiscal causó la presente crisis, podría alcanzar dicho
objetivo; incluso es poco probable que la Alemania de Merkel pudiese
alcanzarlo. El hecho de que el presidente francés Sarkozy defienda
firmemente el acuerdo es una versión moderna de la comedia francesa.
Por si fuera poco, el mecanismo de aplicación de sanciones, tal y
como está expresado en el tratado, es extraño y confuso: ¿podrá algún
Gobierno derrochador realmente ser llevado ante un organismo como el
Tribunal Europeo y castigado? ¿Desean Merkel y Sarkozy una reacción
ultranacionalista en toda Europa? Porque esto es lo que están
provocando. No resulta sorprendente que las agencias de calificación
Standard & Poor’s y Moody’s estén rebajando el rating de tantos Gobiernos europeos.
La segunda conclusión es más interesante, aunque nadie parezca haber
reparado en ella. Y es que realmente solo existen tres países en Europa
que cuentan -Reino Unido, Francia y Alemania-. Por contar
no deseo sugerir para nada superioridad cultural, social o ideológica
por parte de los Tres Grandes; de hecho, pienso que los supuestos PIGS
(Portugal, Irlanda, Grecia y España), cuya frágil condición fiscal causa
la preocupación de los inversores, figuran entre los países más
encantadores de todo el mundo. Quiero decir que solo Londres, París y
Berlín tienen suficiente peso y confianza para emprender una política gaullista
de marchar en solitario en el caso de no estar de acuerdo con lo que el
mayor órgano europeo parece querer hacer. Esto a su vez conduce a un
interesante minué político a tres bandas. De esta manera, si Reino Unido
y Alemania acuerdan una línea de actuación particular sin haber
consultado con Francia, París lo paralizará. De manera similar, si los
periódicos están llenos de fotografías de Merkel y Sarkozy mientas
cierran un acuerdo especial que quieren que después acepte el resto de
Europa, es previsible que Cameron trate de parar el acuerdo y oponerse.
Nadie más lo hará.
Este equilibrio de poderes de tipo bismarckiano proporciona a los
Estados más pequeños algo de libertad de maniobra. Solos nunca podrían
parar el monstruo franco-alemán, razón por la cual todos ellos firmaron
solemnemente el tratado. Pero ahora esos Gobiernos sumisos han regresado
de Bruselas y tienen que enfrentarse a sus respectivos electorados no
demasiado contentos, que al parecer comparten muchas de las reservas de
Cameron. El editorial del Financial Times del 14 de diciembre, Surgen grietas en el tratado de la UE,
me parece que da plenamente en el blanco. La medicina de la pareja
Merkel-Sarkozy parece que es demasiado amarga, imposible de tolerar para
muchas de las naciones europeas más pequeñas, con independencia de si
son miembros de la zona euro o no. El primer ministro checo, Petr Necas,
ha admitido que sería demasiado “cortoplacista” firmar declaraciones
solemnes sin conocer bien los detalles. Los líderes de la oposición
irlandesa han exigido realizar un referéndum en primer lugar, pero dicha
consulta probablemente no recibiría el apoyo de la población, y así
Irlanda no podría ratificar el Acuerdo. El tratado también presenta
problemas políticos en los Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Hungría.
Italia está inusualmente silenciosa, pero sus partidos y medios de
comunicación siempre han recelado de cualquier eje franco-alemán para el
futuro de Europa.
Un observador de este lío venido desde lejos -pongamos, de Marte-
probablemente sugeriría que Cameron, Merkel y Sarkozy deben reunirse,
enterrar el hacha de guerra y alcanzar una solución intermedia. Pero hay
demasiado orgullo nacional y personal en juego. Cameron necesita
reconocer que el electorado alemán no aceptará financiar Gobiernos
débiles y al BCE para siempre, y que por tanto insista en más disciplina
fiscal. Sarkozy tiene que reconocer que las propuestas de un impuesto
adicional sobre las transacciones financieras pueden solo ser vistas
como un golpe deliberado y envidioso contra la City de Londres. Y Merkel
necesita entender mejor los miedos surgidos en casi todos sus vecinos
por la recuperación de más poder económico y político de Alemania dentro
de Europa. ¿Llegaremos a ver una reconciliación a tres bandas? Ahora
mismo, esto parece poco probable.
El verdadero perdedor de este juego no es un Reino Unido “aislado” o
una Alemania “superarrogante”, sino la propia Europa y sus posibilidades
de influir en nuestra escena internacional verdaderamente delicada,
especialmente con una economía global a punto de entrar en una grave
fase de estancamiento prolongado. Europa no ha avanzado con este
tratado; más bien está dando trompicones. Muchas veces se ha repetido el
comentario jocoso de que “el continente es un gigante económico, pero
un pigmeo político”. Ahora, incluso su tamaño económico está
reduciéndose, junto con el valor del euro con respecto al dólar, la
libra y otras monedas.
Hay muchos aspectos preocupantes en los actuales sentimientos
antieuropeos del partido conservador británico, pero en lo que respecta
al tratado de la UE, es posible que Cameron haya hecho bien en disparar
contra la línea de flotación del gigante Merkel-Sarkozy. Los tratados
internacionales, como por ejemplo el protocolo de Kioto sobre el cambio
climático, nunca podrán funcionar correctamente si los Gobiernos los
firman de manera cínica, sin ninguna posibilidad de cumplirlos. Y el
Acuerdo de la UE del 8 de diciembre será un desconcierto si varias
naciones miembro no pueden alcanzar unos objetivos prácticamente
imposibles de conseguir.
Hace más de tres décadas que Bernard Levin creó la figura de Solomon Binding. Es el momento de desenterrar dicha figura y de recordar las lecciones que sus caprichosas acciones nos ofrecen.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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