Por Carlos Jiménez Villarejo, ex fiscal anticorrupción (EL PERIÓDICO, 19/05/07):
El informe del Parlamento Europeo sobre la corrupción urbanística en España contiene un dato que ejemplifica una realidad mucho más amplia: en un municipio, los representantes europeos se reunieron con el alcalde y los promotores inmobiliarios, “uno de los cuales es hermano del concejal de urbanismo”. La gestión del urbanismo se ha situado siempre como piedra angular en el debate sobre la corrupción. El Informe de Transparencia Internacional sobre la corrupción en el 2006 lo confirma: “La calificación del suelo urbano es el origen de los mayores casos de corrupción. España es el país de la OCDE donde el precio de la vivienda ha subido más en los últimos años”.
Este diagnóstico ha sido confirmado por el citado informe del Parlamento Europeo, en el que constata el “enladrillado del litoral” mediterráneo y “el descomunal enriquecimiento de una pequeña minoría a costa de la mayoría”. Denuncia a “los implacables ayuntamientos que han aprobado a sabiendas la construcción en suelo no calificado oficialmente para tal fin”, y advierte de que “las presiones a favor de la ejecución de grandes proyectos urbanísticos suelen proceder de la comunidad empresarial, que es la que más se beneficia de esta lucrativa actividad”.
EN ESTE MARCO, la tipología de la corrupción municipal es muy amplia y ha generado ya una jurisprudencia consolidada, como el otorgamiento de licencias urbanísticas a una sociedad inmobiliaria formada por un alcalde y concejales, la concesión de licencias de edificación en suelo no edificable o de otras que vulneraban las normas vigentes de volumen de edificabilidad, pese a constar informes técnicos desfavorables, licencias que luego fueron compensadas por la venta a los concejales de pisos en el edificio ilegalmente construido.
La actividad urbanística, por tanto, se ha revelado como un potencial instrumento de enriquecimiento de los ediles en cuanto están dotados de capacidad de decidir en asuntos de gran trascendencia económica y social, con un amplio grado de discrecionalidad y escasos controles. Basta considerar lo que significa decidir sobre el suelo, su calificación, su enajenación, además de las licencias urbanísticas, todas ellas decisiones públicas de gran riesgo en cuanto confluyen con intereses particulares. Y que, además, deben garantizar prioritariamente derechos fundamentales, como el derecho a una “vivienda digna y adecuada”, a un “medioambiente adecuado para el desarrollo de la persona” y a una “calidad de vida”. Derechos que obligan a los ayuntamientos a que esa actividad esté siempre presidida por el interés general y la participación ciudadana en la planificación y ejecución urbanística y, desde luego, en las plusvalías que genere el suelo. Son condiciones básicas para evitar el urbanismo basura presente en tantas ciudades.
Todo este proceso de corrupción ha sido favorecido por causas estructurales que precisan de una reforma sustancial. Por ejemplo, las incompatibilidades previstas para alcaldes y concejales han sido siempre, manifiestamente insuficientes. No es aceptable que la ordenación, gestión, ejecución y disciplina urbanística, la competencia más importante de los municipios, no genere ningún tipo de incompatibilidad formal y expresa para los concejales y alcaldes, a la vista de los valores económicos que mueve la actividad inmobiliaria y la alta discrecionalidad de la actuación administrativa en materia de urbanismo. Con la legislación vigente, como se comprueba a diario, una persona puede simultanear el cargo de alcalde o concejal con una actividad económica de promoción inmobiliaria y de construcción en el propio municipio.
Ante esa vergonzosa regulación, el Gobierno ha aprovechado la tramitación del proyecto de ley del suelo para introducir mejoras en el ámbito de la Administración local, precisando algo más las causas de incompatibilidad, limitando las actividades privadas empresariales tras el cese en el cargo público y extendiendo a los cargos municipales electos un régimen de incompatibilidades más estricto. Veremos si las medidas adoptadas son realmente eficaces, porque continúa sin regularse un sistema de vigilancia y control del cumplimiento de las obligaciones impuestas.
Igualmente, en los últimos años se han eliminado controles internos en el funcionamiento de la Administración local, como la llamada “advertencia de ilegalidad”, que correspondía a los secretarios, respecto de los acuerdos municipales. Y se restringió el efecto paralizador de los expedientes cuando los interventores señalaban “reparos” de orden económico-legal, que permitías parar expedientes en los que podía mediar corrupción.
EN DEFINITIVA, se trata de garantizar que los ayuntamientos se ajusten a los principios democráticos de objetividad y servicio al interés general con radical exclusión de la arbitrariedad. Es decir, no puede ser, como decía la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a Jesús Gil, que un “alcalde actúe, contrate y comprometa fondos municipales sin más regla que su propia voluntad, haciendo superflua la presencia de los demás órganos integrantes del ayuntamiento, tanto técnicos como políticos”.
Ante esta realidad, las próximas elecciones deberían ser el punto de partida de un gran compromiso cívico de ayuntamientos y ciudadanos para crear una cultura de rechazo de la corrupción.
El informe del Parlamento Europeo sobre la corrupción urbanística en España contiene un dato que ejemplifica una realidad mucho más amplia: en un municipio, los representantes europeos se reunieron con el alcalde y los promotores inmobiliarios, “uno de los cuales es hermano del concejal de urbanismo”. La gestión del urbanismo se ha situado siempre como piedra angular en el debate sobre la corrupción. El Informe de Transparencia Internacional sobre la corrupción en el 2006 lo confirma: “La calificación del suelo urbano es el origen de los mayores casos de corrupción. España es el país de la OCDE donde el precio de la vivienda ha subido más en los últimos años”.
Este diagnóstico ha sido confirmado por el citado informe del Parlamento Europeo, en el que constata el “enladrillado del litoral” mediterráneo y “el descomunal enriquecimiento de una pequeña minoría a costa de la mayoría”. Denuncia a “los implacables ayuntamientos que han aprobado a sabiendas la construcción en suelo no calificado oficialmente para tal fin”, y advierte de que “las presiones a favor de la ejecución de grandes proyectos urbanísticos suelen proceder de la comunidad empresarial, que es la que más se beneficia de esta lucrativa actividad”.
EN ESTE MARCO, la tipología de la corrupción municipal es muy amplia y ha generado ya una jurisprudencia consolidada, como el otorgamiento de licencias urbanísticas a una sociedad inmobiliaria formada por un alcalde y concejales, la concesión de licencias de edificación en suelo no edificable o de otras que vulneraban las normas vigentes de volumen de edificabilidad, pese a constar informes técnicos desfavorables, licencias que luego fueron compensadas por la venta a los concejales de pisos en el edificio ilegalmente construido.
La actividad urbanística, por tanto, se ha revelado como un potencial instrumento de enriquecimiento de los ediles en cuanto están dotados de capacidad de decidir en asuntos de gran trascendencia económica y social, con un amplio grado de discrecionalidad y escasos controles. Basta considerar lo que significa decidir sobre el suelo, su calificación, su enajenación, además de las licencias urbanísticas, todas ellas decisiones públicas de gran riesgo en cuanto confluyen con intereses particulares. Y que, además, deben garantizar prioritariamente derechos fundamentales, como el derecho a una “vivienda digna y adecuada”, a un “medioambiente adecuado para el desarrollo de la persona” y a una “calidad de vida”. Derechos que obligan a los ayuntamientos a que esa actividad esté siempre presidida por el interés general y la participación ciudadana en la planificación y ejecución urbanística y, desde luego, en las plusvalías que genere el suelo. Son condiciones básicas para evitar el urbanismo basura presente en tantas ciudades.
Todo este proceso de corrupción ha sido favorecido por causas estructurales que precisan de una reforma sustancial. Por ejemplo, las incompatibilidades previstas para alcaldes y concejales han sido siempre, manifiestamente insuficientes. No es aceptable que la ordenación, gestión, ejecución y disciplina urbanística, la competencia más importante de los municipios, no genere ningún tipo de incompatibilidad formal y expresa para los concejales y alcaldes, a la vista de los valores económicos que mueve la actividad inmobiliaria y la alta discrecionalidad de la actuación administrativa en materia de urbanismo. Con la legislación vigente, como se comprueba a diario, una persona puede simultanear el cargo de alcalde o concejal con una actividad económica de promoción inmobiliaria y de construcción en el propio municipio.
Ante esa vergonzosa regulación, el Gobierno ha aprovechado la tramitación del proyecto de ley del suelo para introducir mejoras en el ámbito de la Administración local, precisando algo más las causas de incompatibilidad, limitando las actividades privadas empresariales tras el cese en el cargo público y extendiendo a los cargos municipales electos un régimen de incompatibilidades más estricto. Veremos si las medidas adoptadas son realmente eficaces, porque continúa sin regularse un sistema de vigilancia y control del cumplimiento de las obligaciones impuestas.
Igualmente, en los últimos años se han eliminado controles internos en el funcionamiento de la Administración local, como la llamada “advertencia de ilegalidad”, que correspondía a los secretarios, respecto de los acuerdos municipales. Y se restringió el efecto paralizador de los expedientes cuando los interventores señalaban “reparos” de orden económico-legal, que permitías parar expedientes en los que podía mediar corrupción.
EN DEFINITIVA, se trata de garantizar que los ayuntamientos se ajusten a los principios democráticos de objetividad y servicio al interés general con radical exclusión de la arbitrariedad. Es decir, no puede ser, como decía la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a Jesús Gil, que un “alcalde actúe, contrate y comprometa fondos municipales sin más regla que su propia voluntad, haciendo superflua la presencia de los demás órganos integrantes del ayuntamiento, tanto técnicos como políticos”.
Ante esta realidad, las próximas elecciones deberían ser el punto de partida de un gran compromiso cívico de ayuntamientos y ciudadanos para crear una cultura de rechazo de la corrupción.
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