Por Reyes Mate, profesor en el Instituto de Filosofía del CSIC (EL PAÍS, 08/05/07):
“Pertenezco a un Partido que ha fusilado a héroes y a una Iglesia que ha perseguido a santos” (Alfonso Comín)
En tiempos de memoria histórica la Iglesia también reivindica la suya. Lo hace al amparo de una distinción, anodina a primera vista pero cargada de consecuencias. Para los obispos españoles una cosa son las víctimas, resultado de actuaciones políticas, y otra los mártires, producto de persecuciones religiosas. Es una distinción harto discutible porque para aquella Iglesia, que bautizó de cruzada una guerra civil, política y religión iban de la mano. Si ahora caracterizan el martirio por su despolitización, será porque quieren subrayar la absoluta inocencia del mártir y la superioridad espiritual de la causa por la que muere.
La Iglesia es muy dueña de definir el asesinato de un creyente como martirio, pero si lo contrapone a la víctima, de la forma que lo hace el reciente documento escrito con motivo de la beatificación de 498 católicos asesinados “en los años treinta del siglo pasado”, habrá que preguntarse por la política de la que se desentiende y por los objetivos públicos que pretende.
Para la victimología contemporánea, lo que caracteriza a la víctima es su inocencia, es decir, padecer injustamente una violencia. Puede ocurrir en la paz o en la guerra, por razones políticas, religiosas, deportivas o sencillamente sin ninguna razón. No hay que buscar la significación de la víctima en la intencionalidad del verdugo, ni siquiera en la ideología de la víctima, sino en el hecho objetivo de la violencia injusta.
Nada ayuda a la comprensión de la barbarie del Holocausto, por ejemplo, ahondar en las motivaciones de los nazis. Uno puede conocer perfectamente lo que hicieron y, sin embargo, no comprender nada porque la distancia entre las motivaciones que tenían y lo que hicieron es insalvable. Por eso la intencionalidad política no pesa en la significación de la víctima. Tampoco sirve la ideología de la víctima. Si las ideas de la víctima fueran la razón de su muerte, habría que dejar de considerar víctima a los niños que murieron en las cámaras de gas por el mero hecho de haber tenido un abuelo judío. Tan víctima es el niño como el militante antifascista. Tan víctima y tan inocente.
El mártir es una víctima, es decir, un ser humano inocente al que se le causa un daño injusto. Si la Iglesia le considera mártir es porque subraya su ideología. El sacerdote polaco Maximiliano Kolbe es para la Iglesia un mártir porque estando deportado en Auschwitz se ofreció voluntario a morir en lugar de otro. De estos casos hubo algunos más en los campos nazis: una antigua madame, Else Krug, especialista en sado, aceptó la muerte por negarse a flagelar a una agonizante compañera reclusa, para divertimiento de los kapos. A Kolbe le movió su fe y a Else su humanidad. La Iglesia valora en el caso de los mártires la causa por la que mueren dando entonces a la muerte el valor de testimonio en favor de la verdad de la causa por la que muere.
Nadie puede cuestionar el derecho de la Iglesia a considerar mártires a estas víctimas. El sacrificio de la propia vida es un argumento de autoridad para los correligionarios y de respeto para los demás. ¿Cuál es entonces el problema? La memoria, el uso de la memoria. No es lo mismo la memoria de la víctima que la del mártir. Contra lo que los prelados españoles piensan, ocurre que la memoria del mártir es objeto de una politización que no cabe en el caso de las víctimas. Se les ha metido por la ventana la política que habían despedido por la puerta. Aclaremos esto. Si definimos a la víctima como ser humano al que se le infiere un daño injusto, la memoria de la víctima sólo puede significar hacer justicia. La tarea consistirá en desglosar los daños causados para identificar las injusticias pendientes. Habrá daños reparables sobre los que se podrá hacer justicia; y daños irreparables sobre los que sólo se podrá mantener viva la injusticia cometida. La memoria de la víctima es demanda de justicia.
La memoria de los mártires, tal y como la plantean los obispos españoles, es inevitablemente política porque ponen el acento no en el hecho de ser víctima sino en el discurso que envuelve el hecho. Lo dice sin ambages el citado documento cuando exhorta a los fieles a que se impliquen con entusiasmo en esta beatificación, habida cuenta de que vivimos momentos “en los que, al tiempo que se difunde la mentalidad laicista, la reconciliación parece amenazada en nuestra sociedad”. Se trata de recordar aquel pasado laicista y cainita ahora que estamos volviendo, según los prelados, a las andadas. El discurso solapa el hecho o, si se prefiere, se recuerda el daño hecho a las víctimas para apuntalar la mirada “política” de la Iglesia actual.
Es una operación altamente discutible por las siguientes razones: en primer lugar, se explota políticamente lo que es en primera instancia un problema moral. El asesinato de los mártires es un enorme problema moral de la República que debería invitar a examinar la violencia en la política, más allá de las ideologías. Víctimas hubo en los dos bandos y eso obliga a repensar el lugar de la violencia en política: en las dictaduras, y también en las democracias o repúblicas. Esto queda cortocircuitado cuando se orilla esa reflexión moral porque lo importante son “nuestros muertos” o los problemas que tiene la iglesia actual con el Gobierno de Zapatero. En segundo lugar, puestos a politizar la inocencia de los mártires, llama la atención que la Iglesia sólo evoque los excesos laicistas de la política y no la beligerancia antidemocrática de la Iglesia durante la República. Y finalmente, no se puede caer de una forma tan clamorosa en las trampas de la política de la memoria.
Durante la Guerra Civil, la Iglesia no fue una organización neutral con bajas causadas por un bando. Fue beligerante y en su haber tiene un oscuro fondo de víctimas: hubo curas vilmente asesinados y curas que mandaron a la muerte a buenos maestros cristianos pero malditamente republicanos. La Iglesia podría, por una vez, hacer caso a Alfonso Comín, comunista y cristiano, cuando reconocía con pesar: “Pertenezco a un Partido que ha fusilado a héroes y a una Iglesia que ha perseguido a santos”. No parece que esa memoria les inspire políticamente. Ahora bien, si queremos avanzar hacia la reconciliación, de la que tanto se habla en el susodicho documento, habrá que empezar por objetivar la memoria en la justicia a las víctimas y luego hablar de discursos, a sabiendas de que la credibilidad de cualquier idea está en relación proporcional a la capacidad autocrítica que de momento brilla por su ausencia.
“Pertenezco a un Partido que ha fusilado a héroes y a una Iglesia que ha perseguido a santos” (Alfonso Comín)
En tiempos de memoria histórica la Iglesia también reivindica la suya. Lo hace al amparo de una distinción, anodina a primera vista pero cargada de consecuencias. Para los obispos españoles una cosa son las víctimas, resultado de actuaciones políticas, y otra los mártires, producto de persecuciones religiosas. Es una distinción harto discutible porque para aquella Iglesia, que bautizó de cruzada una guerra civil, política y religión iban de la mano. Si ahora caracterizan el martirio por su despolitización, será porque quieren subrayar la absoluta inocencia del mártir y la superioridad espiritual de la causa por la que muere.
La Iglesia es muy dueña de definir el asesinato de un creyente como martirio, pero si lo contrapone a la víctima, de la forma que lo hace el reciente documento escrito con motivo de la beatificación de 498 católicos asesinados “en los años treinta del siglo pasado”, habrá que preguntarse por la política de la que se desentiende y por los objetivos públicos que pretende.
Para la victimología contemporánea, lo que caracteriza a la víctima es su inocencia, es decir, padecer injustamente una violencia. Puede ocurrir en la paz o en la guerra, por razones políticas, religiosas, deportivas o sencillamente sin ninguna razón. No hay que buscar la significación de la víctima en la intencionalidad del verdugo, ni siquiera en la ideología de la víctima, sino en el hecho objetivo de la violencia injusta.
Nada ayuda a la comprensión de la barbarie del Holocausto, por ejemplo, ahondar en las motivaciones de los nazis. Uno puede conocer perfectamente lo que hicieron y, sin embargo, no comprender nada porque la distancia entre las motivaciones que tenían y lo que hicieron es insalvable. Por eso la intencionalidad política no pesa en la significación de la víctima. Tampoco sirve la ideología de la víctima. Si las ideas de la víctima fueran la razón de su muerte, habría que dejar de considerar víctima a los niños que murieron en las cámaras de gas por el mero hecho de haber tenido un abuelo judío. Tan víctima es el niño como el militante antifascista. Tan víctima y tan inocente.
El mártir es una víctima, es decir, un ser humano inocente al que se le causa un daño injusto. Si la Iglesia le considera mártir es porque subraya su ideología. El sacerdote polaco Maximiliano Kolbe es para la Iglesia un mártir porque estando deportado en Auschwitz se ofreció voluntario a morir en lugar de otro. De estos casos hubo algunos más en los campos nazis: una antigua madame, Else Krug, especialista en sado, aceptó la muerte por negarse a flagelar a una agonizante compañera reclusa, para divertimiento de los kapos. A Kolbe le movió su fe y a Else su humanidad. La Iglesia valora en el caso de los mártires la causa por la que mueren dando entonces a la muerte el valor de testimonio en favor de la verdad de la causa por la que muere.
Nadie puede cuestionar el derecho de la Iglesia a considerar mártires a estas víctimas. El sacrificio de la propia vida es un argumento de autoridad para los correligionarios y de respeto para los demás. ¿Cuál es entonces el problema? La memoria, el uso de la memoria. No es lo mismo la memoria de la víctima que la del mártir. Contra lo que los prelados españoles piensan, ocurre que la memoria del mártir es objeto de una politización que no cabe en el caso de las víctimas. Se les ha metido por la ventana la política que habían despedido por la puerta. Aclaremos esto. Si definimos a la víctima como ser humano al que se le infiere un daño injusto, la memoria de la víctima sólo puede significar hacer justicia. La tarea consistirá en desglosar los daños causados para identificar las injusticias pendientes. Habrá daños reparables sobre los que se podrá hacer justicia; y daños irreparables sobre los que sólo se podrá mantener viva la injusticia cometida. La memoria de la víctima es demanda de justicia.
La memoria de los mártires, tal y como la plantean los obispos españoles, es inevitablemente política porque ponen el acento no en el hecho de ser víctima sino en el discurso que envuelve el hecho. Lo dice sin ambages el citado documento cuando exhorta a los fieles a que se impliquen con entusiasmo en esta beatificación, habida cuenta de que vivimos momentos “en los que, al tiempo que se difunde la mentalidad laicista, la reconciliación parece amenazada en nuestra sociedad”. Se trata de recordar aquel pasado laicista y cainita ahora que estamos volviendo, según los prelados, a las andadas. El discurso solapa el hecho o, si se prefiere, se recuerda el daño hecho a las víctimas para apuntalar la mirada “política” de la Iglesia actual.
Es una operación altamente discutible por las siguientes razones: en primer lugar, se explota políticamente lo que es en primera instancia un problema moral. El asesinato de los mártires es un enorme problema moral de la República que debería invitar a examinar la violencia en la política, más allá de las ideologías. Víctimas hubo en los dos bandos y eso obliga a repensar el lugar de la violencia en política: en las dictaduras, y también en las democracias o repúblicas. Esto queda cortocircuitado cuando se orilla esa reflexión moral porque lo importante son “nuestros muertos” o los problemas que tiene la iglesia actual con el Gobierno de Zapatero. En segundo lugar, puestos a politizar la inocencia de los mártires, llama la atención que la Iglesia sólo evoque los excesos laicistas de la política y no la beligerancia antidemocrática de la Iglesia durante la República. Y finalmente, no se puede caer de una forma tan clamorosa en las trampas de la política de la memoria.
Durante la Guerra Civil, la Iglesia no fue una organización neutral con bajas causadas por un bando. Fue beligerante y en su haber tiene un oscuro fondo de víctimas: hubo curas vilmente asesinados y curas que mandaron a la muerte a buenos maestros cristianos pero malditamente republicanos. La Iglesia podría, por una vez, hacer caso a Alfonso Comín, comunista y cristiano, cuando reconocía con pesar: “Pertenezco a un Partido que ha fusilado a héroes y a una Iglesia que ha perseguido a santos”. No parece que esa memoria les inspire políticamente. Ahora bien, si queremos avanzar hacia la reconciliación, de la que tanto se habla en el susodicho documento, habrá que empezar por objetivar la memoria en la justicia a las víctimas y luego hablar de discursos, a sabiendas de que la credibilidad de cualquier idea está en relación proporcional a la capacidad autocrítica que de momento brilla por su ausencia.
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