Por Carlos Fuentes, escritor mexicano (EL PAÍS, 21/05/07):
La analogía consiste en encontrar similitudes entre cosas diferentes. México en 1862 no es Irak en 2007, pero la analogía se impone como lección y advertencia. En México, la guerra civil entre liberales y conservadores culminó en la victoria de aquéllos y la inconformidad de éstos. La razón histórica favoreció a los liberales. El desplome de la cúpula protectora de España nos dejó desamparados, en busca de fórmulas políticas imitativas y formales cuya desorientación nos condujeron a las oscilaciones entre la anarquía y la dictadura. Crear un orden jurídico y social post-santanista, post-1848, fue la intención de Juárez y el liberalismo. Restaurar el orden colonial perdido y mantener los privilegios coloniales en el orden independiente, la consigna de los conservadores. La razón asistió a los liberales, la sinrazón a los conservadores, quienes, derrotados, acudirían al expediente de pedir la intervención extranjera y, al cabo, la ocupación de México por el ejército paneuropeo de Napoleón III y del trono por el débil y envidioso (de su hermano Francisco José de Austria) Maximiliano de Habsburgo. (Los Habsburgo han gobernado a México más tiempo que el PRI: de 1521 a 1700 y de 1864 a 1867).
El triunfo de Juárez y el liberalismo consolidó tanto la realidad como la voluntad de la integridad nacional de México. No nos garantizó la ecuación independencia con democracia ni con justicia. Buscarla en sus distintas dimensiones: democracia (Madero), justicia (Zapata), legalidad (Carranza), desarrollo (Obregón, Calles), desarrollo y justicia (Cárdenas), fue el propósito de los gobiernos y movimientos revolucionarios entre 1911 y 1940. Obtener, así fuera parcialmente, estas metas costó por lo menos diez años de sangre y treinta de consolidación.
Fue un proceso confuso, tan confuso como puede serlo una revolución cuando se combate a sí misma, y por ello, al cabo, un conflicto de México consigo mismo. Nada peor puede sucederle a un país que lucha por conocerse que la intervención extranjera que, por definición, desconoce el terreno foráneo que pisa. Las intervenciones de los EE UU en los asuntos internos de México fueron fatales para ambas partes, pero sobre todo para los EE UU. El desconocimiento del régimen democrático de Madero por la conspiración del embajador norteamericano Henry Lane Wilson con Victoriano Huerta y los militares de casta, interrumpió brutalmente el proceso democrático en México (como el derrocamiento de Salvador Allende por Nixon y Pinochet interrumpió el de Chile). La ceguera del presidente William Howard Taft no le dio visión a su sucesor, Woodrow Wilson, quien intervino fatalmente en México en dos ocasiones. En 1913, los marines ocuparon Veracruz y el hecho, lejos de dañar al dictador Huerta, lo fortaleció con el regalo de la unidad frente a una invasión extranjera. (El mismo error del embajador Spruille Braden contra Perón en 1945: la consigna Braden o Perón unió a los argentinos con Perón). En 1913, Huerta aprovechó la invasión de Veracruz para reclutar tropa en defensa de la patria, pero, en realidad, para combatir a Villa y a Zapata. De nuevo, en 1917, “dejó Carranza pasar americanos” buscando infructuosamente a Villa, único extranjero en invadir territorio norteamericano desde que los ingleses quemaron la Casa Blanca en 1812. Como dice el corrido, los gringos “se regresaron corriendo a su país”: la Gran Guerra concentraba el ánimo bélico de Wilson.
Acaso peor que las invasiones armadas fueron las guerras políticas libradas por los EE UU contra las reformas revolucionarias en México. En particular, la aplicación de los artículos 27 (reforma agraria y propiedad del subsuelo) y 123 (organización del trabajo) fueron combatidos con saña tanto por los intereses del capital norteamericano como por las presidencias de Warren Harding y Calvin Coolidge. Con particular encono, el senador Albert B. Fall sentó a México en el banquillo internacional de los acusados. El ex embajador Lane Wilson volvió a la carga proponiendo la división de México en el paralelo 22 para crear un “Estado colchón” neutral (o sea, sometido a los EE UU). El reconocimiento diplomático a cambio de “la protección contra la confiscación”, otorgándole al extranjero más derechos que al propio mexicano. El envío por Harding de tropas a la frontera para proteger “vida y propiedad” norteamericanas. El rechazo a la aplicación retroactiva del artículo 27. Las campañas de prensa y las presiones diplomáticas, así como la amenaza del uso de la fuerza: sólo la admirable coincidencia de las presidencias de Franklin D. Roosevelt en los EE UU y de Lázaro Cárdenas en México puso a prueba tanto la voluntad soberana de México como la voluntad negociadora de los EE UU.
La nacionalización del petróleo en 1938 provocó la ruptura de relaciones con Holanda e Inglaterra. Roosevelt resistió las clarinadas bélicas en los EE UU y decidió negociar con Cárdenas. A partir de ese momento, ha habido inevitables fricciones entre los dos países fronterizos. Pero ha privado el ánimo conciliador y diplomático. Los EE UU han convivido durante siete décadas con gobiernos mexicanos autoritarios, sin plantear la exigencia democrática que hoy esgrimen en Irak. Salimos ganando los dos. Washington no compró pleito en la política interna de México y los mexicanos, by trial and error, llegamos a nuestro propio, aunque frágil, equilibrio democrático. Los problemas están allí, pero pueden resolverse: migración laboral, crimen, seguridad, no son ya problemas que México crea a los EE UU, sino problemas que ambos creamos y ambos podemos resolver.
Evoco esta difícil relación para ilustrar los graves errores de la actual Administración norteamericana en Irak. Guerra ilegal: Sadam Husein no tenía armas de destrucción masiva. Guerra mentirosa: derrocar a Sadam no era la razón de la guerra y en Oriente Medio hay más de un tirano. Guerra contraproducente: Sadam y Osama Bin Laden eran enemigos, no aliados. La ocupación norteamericana dio a Al Qaeda la entrada a Irak que Sadam le negó. Guerra perdida: el triunfalismo inicial de Bush (disfrazado de Snoopy sobre un portaaviones) ha cedido la plaza a la derrota final de Bush.
Bush no sólo invadió sin causa. Agravió. Creó menos seguridad. Resucitó la plétora de inquinas religiosas y nacionalistas en Mesopotamia. Hoy, Irak es un campo de batalla incontrolable por la fuerza de ocupación norteamericana. Suníes, chiíes y kurdos combaten por la supremacía. La balcanización religiosa y regional impide todo intento de unidad nacional. La oposición a la guerra, mayoritaria en el mundo desde su inicio, hoy se manifiesta en los propios USA. La corona de laureles se convirtió en corona de espinas.
La lección de México consiste en dejar a los iraquíes que diriman sus pleitos seculares entre sí. Bush se resiste a abandonar Irak antes del fin de su mandato. No quiere admitir la derrota. Quiere seguir sacrificando vidas norteamericanas e iraquíes. Quiere pasarle la papa caliente a su sucesor. Quiere aplazar el día en que los propios iraquíes, sin tropas de ocupación extranjeras, como México en 1867, como México en 1917, resuelva sus propios problemas -acaso con más sangre, pero al cabo con más certeza-. Sólo los mexicanos, sólo los iraquíes, conocíamos y conocemos las profundas raíces históricas, culturales, políticas y religiosas de nuestros propios conflictos. Nadie puede resolverlos en nuestro nombre, a partir de la ignorancia y de la fuerza -o de la ignorancia de la fuerza-.
Que salgan los EE UU de Irak. El caos que siga no será mayor que el caos existente, pero tendrá una virtud: que del caos saldrá algún día una nación más viable que la actual.
Porque la ocupación norteamericana impide la formación nacional de Irak.
Porque la ocupación norteamericana no es más que el capítulo final de la larga historia de la herencia colonial en Oriente Medio. Irak marca el ocaso final de una política insostenible.
Que Irak se ocupe de Irak.
La analogía consiste en encontrar similitudes entre cosas diferentes. México en 1862 no es Irak en 2007, pero la analogía se impone como lección y advertencia. En México, la guerra civil entre liberales y conservadores culminó en la victoria de aquéllos y la inconformidad de éstos. La razón histórica favoreció a los liberales. El desplome de la cúpula protectora de España nos dejó desamparados, en busca de fórmulas políticas imitativas y formales cuya desorientación nos condujeron a las oscilaciones entre la anarquía y la dictadura. Crear un orden jurídico y social post-santanista, post-1848, fue la intención de Juárez y el liberalismo. Restaurar el orden colonial perdido y mantener los privilegios coloniales en el orden independiente, la consigna de los conservadores. La razón asistió a los liberales, la sinrazón a los conservadores, quienes, derrotados, acudirían al expediente de pedir la intervención extranjera y, al cabo, la ocupación de México por el ejército paneuropeo de Napoleón III y del trono por el débil y envidioso (de su hermano Francisco José de Austria) Maximiliano de Habsburgo. (Los Habsburgo han gobernado a México más tiempo que el PRI: de 1521 a 1700 y de 1864 a 1867).
El triunfo de Juárez y el liberalismo consolidó tanto la realidad como la voluntad de la integridad nacional de México. No nos garantizó la ecuación independencia con democracia ni con justicia. Buscarla en sus distintas dimensiones: democracia (Madero), justicia (Zapata), legalidad (Carranza), desarrollo (Obregón, Calles), desarrollo y justicia (Cárdenas), fue el propósito de los gobiernos y movimientos revolucionarios entre 1911 y 1940. Obtener, así fuera parcialmente, estas metas costó por lo menos diez años de sangre y treinta de consolidación.
Fue un proceso confuso, tan confuso como puede serlo una revolución cuando se combate a sí misma, y por ello, al cabo, un conflicto de México consigo mismo. Nada peor puede sucederle a un país que lucha por conocerse que la intervención extranjera que, por definición, desconoce el terreno foráneo que pisa. Las intervenciones de los EE UU en los asuntos internos de México fueron fatales para ambas partes, pero sobre todo para los EE UU. El desconocimiento del régimen democrático de Madero por la conspiración del embajador norteamericano Henry Lane Wilson con Victoriano Huerta y los militares de casta, interrumpió brutalmente el proceso democrático en México (como el derrocamiento de Salvador Allende por Nixon y Pinochet interrumpió el de Chile). La ceguera del presidente William Howard Taft no le dio visión a su sucesor, Woodrow Wilson, quien intervino fatalmente en México en dos ocasiones. En 1913, los marines ocuparon Veracruz y el hecho, lejos de dañar al dictador Huerta, lo fortaleció con el regalo de la unidad frente a una invasión extranjera. (El mismo error del embajador Spruille Braden contra Perón en 1945: la consigna Braden o Perón unió a los argentinos con Perón). En 1913, Huerta aprovechó la invasión de Veracruz para reclutar tropa en defensa de la patria, pero, en realidad, para combatir a Villa y a Zapata. De nuevo, en 1917, “dejó Carranza pasar americanos” buscando infructuosamente a Villa, único extranjero en invadir territorio norteamericano desde que los ingleses quemaron la Casa Blanca en 1812. Como dice el corrido, los gringos “se regresaron corriendo a su país”: la Gran Guerra concentraba el ánimo bélico de Wilson.
Acaso peor que las invasiones armadas fueron las guerras políticas libradas por los EE UU contra las reformas revolucionarias en México. En particular, la aplicación de los artículos 27 (reforma agraria y propiedad del subsuelo) y 123 (organización del trabajo) fueron combatidos con saña tanto por los intereses del capital norteamericano como por las presidencias de Warren Harding y Calvin Coolidge. Con particular encono, el senador Albert B. Fall sentó a México en el banquillo internacional de los acusados. El ex embajador Lane Wilson volvió a la carga proponiendo la división de México en el paralelo 22 para crear un “Estado colchón” neutral (o sea, sometido a los EE UU). El reconocimiento diplomático a cambio de “la protección contra la confiscación”, otorgándole al extranjero más derechos que al propio mexicano. El envío por Harding de tropas a la frontera para proteger “vida y propiedad” norteamericanas. El rechazo a la aplicación retroactiva del artículo 27. Las campañas de prensa y las presiones diplomáticas, así como la amenaza del uso de la fuerza: sólo la admirable coincidencia de las presidencias de Franklin D. Roosevelt en los EE UU y de Lázaro Cárdenas en México puso a prueba tanto la voluntad soberana de México como la voluntad negociadora de los EE UU.
La nacionalización del petróleo en 1938 provocó la ruptura de relaciones con Holanda e Inglaterra. Roosevelt resistió las clarinadas bélicas en los EE UU y decidió negociar con Cárdenas. A partir de ese momento, ha habido inevitables fricciones entre los dos países fronterizos. Pero ha privado el ánimo conciliador y diplomático. Los EE UU han convivido durante siete décadas con gobiernos mexicanos autoritarios, sin plantear la exigencia democrática que hoy esgrimen en Irak. Salimos ganando los dos. Washington no compró pleito en la política interna de México y los mexicanos, by trial and error, llegamos a nuestro propio, aunque frágil, equilibrio democrático. Los problemas están allí, pero pueden resolverse: migración laboral, crimen, seguridad, no son ya problemas que México crea a los EE UU, sino problemas que ambos creamos y ambos podemos resolver.
Evoco esta difícil relación para ilustrar los graves errores de la actual Administración norteamericana en Irak. Guerra ilegal: Sadam Husein no tenía armas de destrucción masiva. Guerra mentirosa: derrocar a Sadam no era la razón de la guerra y en Oriente Medio hay más de un tirano. Guerra contraproducente: Sadam y Osama Bin Laden eran enemigos, no aliados. La ocupación norteamericana dio a Al Qaeda la entrada a Irak que Sadam le negó. Guerra perdida: el triunfalismo inicial de Bush (disfrazado de Snoopy sobre un portaaviones) ha cedido la plaza a la derrota final de Bush.
Bush no sólo invadió sin causa. Agravió. Creó menos seguridad. Resucitó la plétora de inquinas religiosas y nacionalistas en Mesopotamia. Hoy, Irak es un campo de batalla incontrolable por la fuerza de ocupación norteamericana. Suníes, chiíes y kurdos combaten por la supremacía. La balcanización religiosa y regional impide todo intento de unidad nacional. La oposición a la guerra, mayoritaria en el mundo desde su inicio, hoy se manifiesta en los propios USA. La corona de laureles se convirtió en corona de espinas.
La lección de México consiste en dejar a los iraquíes que diriman sus pleitos seculares entre sí. Bush se resiste a abandonar Irak antes del fin de su mandato. No quiere admitir la derrota. Quiere seguir sacrificando vidas norteamericanas e iraquíes. Quiere pasarle la papa caliente a su sucesor. Quiere aplazar el día en que los propios iraquíes, sin tropas de ocupación extranjeras, como México en 1867, como México en 1917, resuelva sus propios problemas -acaso con más sangre, pero al cabo con más certeza-. Sólo los mexicanos, sólo los iraquíes, conocíamos y conocemos las profundas raíces históricas, culturales, políticas y religiosas de nuestros propios conflictos. Nadie puede resolverlos en nuestro nombre, a partir de la ignorancia y de la fuerza -o de la ignorancia de la fuerza-.
Que salgan los EE UU de Irak. El caos que siga no será mayor que el caos existente, pero tendrá una virtud: que del caos saldrá algún día una nación más viable que la actual.
Porque la ocupación norteamericana impide la formación nacional de Irak.
Porque la ocupación norteamericana no es más que el capítulo final de la larga historia de la herencia colonial en Oriente Medio. Irak marca el ocaso final de una política insostenible.
Que Irak se ocupe de Irak.
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