Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 17/05/07):
Una semana antes de ganar las elecciones, Sarkozy pronunció en Bercy un discurso muy jaleado por la prensa, incluida la adversa. Tardé unos días en bajar el discurso de internet y, lápiz en mano, recorrerlo de cabo a cabo. Dios premia en ocasiones a los rezagados: mientras incumplía mi compromiso con Sarkozy, leí un libro que Mondadori había publicado en el 2004 y que lleva por título Senza Radici. En Senza Radici, el todavía cardenal Ratzinger y Marcello Pera, presidente a la sazón del Senado italiano, hablan el uno con el otro y concurren en diagnosticar que Europa está presa de una misteriosa, ominosa enfermedad, tan rara y tan destructiva como la que mortalmente aflige a las doncellas en cuyo cuello ha clavado Drácula sus colmillos. Esa enfermedad es el relativismo. Volví a la alocución de Sarkozy y me encontré, miren ustedes por dónde, con el mismo mensaje. Según Sarkozy, el 68 ha inoculado en su país un morbo que liquida la moral y suprime la solidaridad y el sentido del deber. El discurso del presidente, apoyado en la repetición anafórica, y muy eficaz retóricamente, alude al episodio sesentayochista con insistencia casi maniática. El 68 le sirve, literalmente, para hacer vudú, un vudú dirigido contra la izquierda hedonista, el multiculturalismo -que Sarkozy prefiere llamar «comunitarismo»-, y el abuso irresponsable y egoísta del Estado benefactor. Pero el concepto central es, de nuevo, el relativismo. Cito literalmente: «…el 68 nos había impuesto el relativismo intelectual y moral». A esto, en astronomía, se le llama «alineamiento de planetas». Un laico atribulado, un tomista que después sería Papa, y un político que presidirá la quinta República durante cinco años, denuncian el mismo fenómeno y proponen remedios necesariamente distintos, aunque emparentados por la naturaleza común del mal que se pretende combatir. Mi pregunta es la siguiente: ¿nos enfrentamos a un ectoplasma suscitado por el pensamiento conservador, o es verdad que nuestras sociedades están sufriendo un proceso degenerativo y potencialmente letal?
En mi opinión, la alarma de los conservadores no es gratuita, y la invocación del relativismo como causa del desarreglo, no está tampoco mal traída. Empecemos por estudiar qué clase de bicho es el relativismo. La filosofía relativista alega, en esencia, que la verdad o falsedad de las cosas está indiciada a la perspectiva desde la cual se las contempla. Los méritos de este argumento se me han antojado siempre dudosos, por decirlo suavemente. En efecto, sólo tiene sentido que me dirija a otro para convencerle de algo, si se cumplen dos requisitos. El primero, es que piense que ese algo responde a la verdad. En segundo lugar habré de entender que el otro, precisamente porque no comparte mis convicciones, ocupa una perspectiva distinta a la que ocupo yo. Aceptadas estas premisas, el tinglado relativista se viene abajo. ¿Por qué? Conforme a la doctrina relativista, las verdades que yo inste deberán estar indiciadas a mi perspectiva. Pero el que me escucha sólo puede concebir verdades indiciadas a su perspectiva. Por tanto, para que la verdad viajara eficazmente de una perspectiva a otra, debería cambiar de índice a medio camino, lo que no se sabe qué significa ni tiene pies ni cabeza. El problema se plantea, en fin, más en el campo de la pragmática, que de la lógica estricta. El problema es que no se comprende a santo de qué los relativistas insisten en la tarea, inexplicable desde su propio punto de vista, de ponerse a convencer de nada a nadie.
El relativismo, ininteresante filosóficamente, obra sin embargo efectos portentosos en el plano de la experiencia social. En una sociedad en que se ha decidido que no existe la verdad objetiva, se abren dos horizontes de acción: o el de la violencia, inevitable cuando a cada cual le da por imponer una verdad que no es confrontable con las ajenas, o el de la tolerancia absoluta. Lo último se suele conocer como «pluralismo». Se entiende que son pluralistas aquellas sociedades en que no se acepta ninguna verdad transversal pero en las que tampoco se critica ni ataca a nadie por el hecho de cultivar su propia, intransmisible verdad. ¿Qué régimen político conviene mejor a este equilibrio de verdades dispersas y como replegadas sobre sí mismas?
Un candidato obvio, es la democracia. La democracia a que me refiero, es la liberal reducida al absurdo. En la democracia liberal clásica, teníamos la ley y el parlamento, y las cartas de derechos que se querían proteger y desarrollar mediante la ley y el parlamento. En la democracia liberal reducida al absurdo, se identifica el derecho con la arbitrariedad del individuo, y la ley con un artificio cuyo única función es impedir que la gente se haga daño. Es evidente que una sociedad así no es viable, salvo en la fantasía de los anarquistas o de quienes depositan en la mano invisible de Adam Smith esperanzas poco realistas. No está claro, no obstante, que no estemos caminando, lentamente, hacia un escenario moral próximo al de la democracia reducida al absurdo. Con algunas circunstancias agravantes, por cierto. En la democracia imaginaria que les he pintado, no existirían, por ejemplo, los inspectores de Hacienda. El motivo es obvio: no se le puede pedir a Mengano que sacrifique parte de sus recursos con el argumento de que así lo exigen la justicia, la solidaridad, el interés general, o cualquier otra causa mayúscula. Las causas mayúsculas son patrimonio del moralista, no del relativista que ha descubierto, o cree haber descubierto, que los niños no vienen de París y que la lírica edificante es el refugio de los borrachos o de los bribones. Sucede sin embargo, ¡oh sorpresa!, que las democracias de verdad son enormemente impositivas. En ellas se redistribuye la renta apelando a la justicia, la solidaridad, y el interés general. En nombre de estos principios, los políticos compran el voto y los electores se rascan recíprocamente el bolsillo. Ocurre como si asistiéramos a una enorme conspiración de todos contra todos, montada sobre argumentos que, simultáneamente, el ethos dominante nos invita a no tomar en serio.
De manera que sí, estoy de acuerdo con la tesis conservadora de que nuestra sociedad ha perdido el oremus, y se dedica a hacer eses sobre un suelo deslizante. Y también estoy de acuerdo en que a nuestra sociedad le aguarda, tal como está, un futuro problemático. Segunda pregunta: ¿qué tiene que ver todo esto con los soixanthuitards? Mucho, mientras pongamos cuidado en no confundir las magnitudes. Como es bien sabido, el mayo anarcoide estalló, mes arriba, mes abajo, en todo Occidente. ¿Por qué ocurrió esto? Ratzinger nos diría que la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche, es una de la causas. Y Pera invocaría el relativismo epistémico de Kuhn y compañía. Son argumentos de peso. Pero yo no echaría en saco roto un comentario que al desgaire hace Naipaul en The Killings in Trinidad, un ensayo sobre un episodio sangriento protagonizado por un imitador alienado de los panteras negras -y blanco, para más señas- , y unas cuantas descerebradas inglesas que jugaron a perderse en un rincón remoto del Caribe. Naipaul se refiere, despectivamente, al ludismo de las clases medias -middle-class playfulness-: tras decenios de prosperidad, paz y libertad, las masas democráticas han perdido el sentido de la realidad. El análisis teológico no está reñido con el zoológico.
Una semana antes de ganar las elecciones, Sarkozy pronunció en Bercy un discurso muy jaleado por la prensa, incluida la adversa. Tardé unos días en bajar el discurso de internet y, lápiz en mano, recorrerlo de cabo a cabo. Dios premia en ocasiones a los rezagados: mientras incumplía mi compromiso con Sarkozy, leí un libro que Mondadori había publicado en el 2004 y que lleva por título Senza Radici. En Senza Radici, el todavía cardenal Ratzinger y Marcello Pera, presidente a la sazón del Senado italiano, hablan el uno con el otro y concurren en diagnosticar que Europa está presa de una misteriosa, ominosa enfermedad, tan rara y tan destructiva como la que mortalmente aflige a las doncellas en cuyo cuello ha clavado Drácula sus colmillos. Esa enfermedad es el relativismo. Volví a la alocución de Sarkozy y me encontré, miren ustedes por dónde, con el mismo mensaje. Según Sarkozy, el 68 ha inoculado en su país un morbo que liquida la moral y suprime la solidaridad y el sentido del deber. El discurso del presidente, apoyado en la repetición anafórica, y muy eficaz retóricamente, alude al episodio sesentayochista con insistencia casi maniática. El 68 le sirve, literalmente, para hacer vudú, un vudú dirigido contra la izquierda hedonista, el multiculturalismo -que Sarkozy prefiere llamar «comunitarismo»-, y el abuso irresponsable y egoísta del Estado benefactor. Pero el concepto central es, de nuevo, el relativismo. Cito literalmente: «…el 68 nos había impuesto el relativismo intelectual y moral». A esto, en astronomía, se le llama «alineamiento de planetas». Un laico atribulado, un tomista que después sería Papa, y un político que presidirá la quinta República durante cinco años, denuncian el mismo fenómeno y proponen remedios necesariamente distintos, aunque emparentados por la naturaleza común del mal que se pretende combatir. Mi pregunta es la siguiente: ¿nos enfrentamos a un ectoplasma suscitado por el pensamiento conservador, o es verdad que nuestras sociedades están sufriendo un proceso degenerativo y potencialmente letal?
En mi opinión, la alarma de los conservadores no es gratuita, y la invocación del relativismo como causa del desarreglo, no está tampoco mal traída. Empecemos por estudiar qué clase de bicho es el relativismo. La filosofía relativista alega, en esencia, que la verdad o falsedad de las cosas está indiciada a la perspectiva desde la cual se las contempla. Los méritos de este argumento se me han antojado siempre dudosos, por decirlo suavemente. En efecto, sólo tiene sentido que me dirija a otro para convencerle de algo, si se cumplen dos requisitos. El primero, es que piense que ese algo responde a la verdad. En segundo lugar habré de entender que el otro, precisamente porque no comparte mis convicciones, ocupa una perspectiva distinta a la que ocupo yo. Aceptadas estas premisas, el tinglado relativista se viene abajo. ¿Por qué? Conforme a la doctrina relativista, las verdades que yo inste deberán estar indiciadas a mi perspectiva. Pero el que me escucha sólo puede concebir verdades indiciadas a su perspectiva. Por tanto, para que la verdad viajara eficazmente de una perspectiva a otra, debería cambiar de índice a medio camino, lo que no se sabe qué significa ni tiene pies ni cabeza. El problema se plantea, en fin, más en el campo de la pragmática, que de la lógica estricta. El problema es que no se comprende a santo de qué los relativistas insisten en la tarea, inexplicable desde su propio punto de vista, de ponerse a convencer de nada a nadie.
El relativismo, ininteresante filosóficamente, obra sin embargo efectos portentosos en el plano de la experiencia social. En una sociedad en que se ha decidido que no existe la verdad objetiva, se abren dos horizontes de acción: o el de la violencia, inevitable cuando a cada cual le da por imponer una verdad que no es confrontable con las ajenas, o el de la tolerancia absoluta. Lo último se suele conocer como «pluralismo». Se entiende que son pluralistas aquellas sociedades en que no se acepta ninguna verdad transversal pero en las que tampoco se critica ni ataca a nadie por el hecho de cultivar su propia, intransmisible verdad. ¿Qué régimen político conviene mejor a este equilibrio de verdades dispersas y como replegadas sobre sí mismas?
Un candidato obvio, es la democracia. La democracia a que me refiero, es la liberal reducida al absurdo. En la democracia liberal clásica, teníamos la ley y el parlamento, y las cartas de derechos que se querían proteger y desarrollar mediante la ley y el parlamento. En la democracia liberal reducida al absurdo, se identifica el derecho con la arbitrariedad del individuo, y la ley con un artificio cuyo única función es impedir que la gente se haga daño. Es evidente que una sociedad así no es viable, salvo en la fantasía de los anarquistas o de quienes depositan en la mano invisible de Adam Smith esperanzas poco realistas. No está claro, no obstante, que no estemos caminando, lentamente, hacia un escenario moral próximo al de la democracia reducida al absurdo. Con algunas circunstancias agravantes, por cierto. En la democracia imaginaria que les he pintado, no existirían, por ejemplo, los inspectores de Hacienda. El motivo es obvio: no se le puede pedir a Mengano que sacrifique parte de sus recursos con el argumento de que así lo exigen la justicia, la solidaridad, el interés general, o cualquier otra causa mayúscula. Las causas mayúsculas son patrimonio del moralista, no del relativista que ha descubierto, o cree haber descubierto, que los niños no vienen de París y que la lírica edificante es el refugio de los borrachos o de los bribones. Sucede sin embargo, ¡oh sorpresa!, que las democracias de verdad son enormemente impositivas. En ellas se redistribuye la renta apelando a la justicia, la solidaridad, y el interés general. En nombre de estos principios, los políticos compran el voto y los electores se rascan recíprocamente el bolsillo. Ocurre como si asistiéramos a una enorme conspiración de todos contra todos, montada sobre argumentos que, simultáneamente, el ethos dominante nos invita a no tomar en serio.
De manera que sí, estoy de acuerdo con la tesis conservadora de que nuestra sociedad ha perdido el oremus, y se dedica a hacer eses sobre un suelo deslizante. Y también estoy de acuerdo en que a nuestra sociedad le aguarda, tal como está, un futuro problemático. Segunda pregunta: ¿qué tiene que ver todo esto con los soixanthuitards? Mucho, mientras pongamos cuidado en no confundir las magnitudes. Como es bien sabido, el mayo anarcoide estalló, mes arriba, mes abajo, en todo Occidente. ¿Por qué ocurrió esto? Ratzinger nos diría que la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche, es una de la causas. Y Pera invocaría el relativismo epistémico de Kuhn y compañía. Son argumentos de peso. Pero yo no echaría en saco roto un comentario que al desgaire hace Naipaul en The Killings in Trinidad, un ensayo sobre un episodio sangriento protagonizado por un imitador alienado de los panteras negras -y blanco, para más señas- , y unas cuantas descerebradas inglesas que jugaron a perderse en un rincón remoto del Caribe. Naipaul se refiere, despectivamente, al ludismo de las clases medias -middle-class playfulness-: tras decenios de prosperidad, paz y libertad, las masas democráticas han perdido el sentido de la realidad. El análisis teológico no está reñido con el zoológico.
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