Por Carme Riera, catedrática de Literatura Española y escritora (EL PAÍS, 21/05/07):
Hace bastante tiempo, más de treinta años, compartí oposiciones a cátedras de instituto con una serie de contrincantes que muy pronto, en vez de rivales, se convirtieron en compañeros y poco después en amigos. La convocatoria era en Madrid y constaba de cinco rigurosos ejercicios que, interrumpidos por la muerte de Franco, se prolongaron durante cuatro meses. Además de intercambiar temas o bibliografía, intercambiábamos la esperanzada ilusión de un cambio político y eso nos unió, todavía más, me parece, que el factor común de estar de oposiciones. Hoy en día continuamos manteniendo vínculos porque consideramos que la amistad es la institución sentimental más duradera y gratificante, algo así como una fraternidad del alma, a veces, mucho más profunda, que la de la sangre. Por eso hemos seguido reencontrándonos, aunque no todos compartamos ya la docencia en institutos, puesto que la mayoría la abandonó por la política, la empresa privada o pasó a la universidad, como en mi caso. Tras cada reunión -suelen ser largas y nocturnas, sin mañana de lunes al día siguiente- he ido anotando, a petición del grupo, los temas tratados, pues a consecuencia de publicar novelas me tocó la china de ser nombrada poco menos que cronista oficial de la tertulia.
Los cuadernos muestran no sólo hasta qué punto nosotros los de entonces ya no somos los mismos, sino cuánto ha cambiado todo desde la muerte de Franco. En nuestro grupo, por ejemplo, quienes militaban en el PSUC ahora son del PP, algunos fervorosos republicanos se han hecho monárquicos, y hasta uno que pasó por ETA habría de convertirse en beligerante antinacionalista. De ese proceso dan cuentan las actas de los sucesivos encuentros que son viva memoria escrita y como tal, no juega a ser sabiamente selectiva, no escamotea ni vela nada, lo que resulta una ventaja para enfocar el pasado con objetividad. Pero siendo eso interesante, por lo que tiene de intrahistoria de la cotidianeidad de un grupo de amigos, cuyas vidas e ideologías convergieron en una época para divergir después, me lo parece más el hecho del respeto a las ideas de cada cual, por más que a veces supongan posturas contrapuestas, que han dado pie a fuertes discusiones, en especial entre dos de los tertulianos que abogan, uno por el nacionalismo catalán y otro por el españolista. Quizá sea el hecho de que ambos son nacionalistas viscerales lo que, paradójicamente, más les ha enfrentado, aunque siempre, por muy dura que haya sido la batalla dialéctica y el lucimiento de esgrima verbal, a la postre, ha triunfado el espíritu tolerante, del que siempre han hecho gala las mentalidades abiertas y en el que se basa el entendimiento democrático.
El pasado fin de semana la muerte de uno de nuestros amigos ha propiciado el aumento de la dosis de melancolía a la que la edad nos hace cada vez más propensos, aunque tratemos de evitar sus tentaciones, y me he sumergido en los cuadernos, a la búsqueda de las palabras del compañero desaparecido. Junto al latido de su voz escrita, un corazón ya para siempre al desnudo, me he percatado, con perplejidad, de hasta qué punto nuestras conversaciones de entonces tenían en común una serie de presupuestos que ahora parecen carecer de sentido. Asegurábamos, por ejemplo, que el problema de nuestro país, a la cola de Europa todavía en los setenta, sólo se solucionaría con una enseñanza de calidad, igualitaria y obligatoria, que considerábamos condición indispensable para el cambio social e incluso de la educación hacíamos depender la renta per cápita.
La educación, quizá porque éramos profesores, nos parecía a todos tan fundamental como la sanidad o más, pues entendíamos por educación una formación integral del individuo que le capacitara para el ejercicio de la libertad que otorga el conocimiento de deberes y derechos, además de convertirle en un buen catador de bienes culturales de esos que sirven para el disfrute anímico, pues creíamos a pies juntillas que no sólo de pan vive el hombre. A estas alturas, cualquiera puede observar que nos equivocamos. Si la renta per cápita española ha mejorado ha sido por razones económicas que no han ido parejas a una mayor y mejor educación. Es cierto que el analfabetismo parece erradicado y que la enseñanza es obligatoria hasta los 16 años, pero no me refiero a eso, ni tampoco a la instrucción mínima para alcanzar un graduado escolar. No me refiero a la instrucción sino a la educación, a la formación integral de las personas y a su capacitación para desenvolverse como tales, algo que tiene que ver con unos conocimientos básicos aprendidos en ciencias o humanidades, ciertamente, pero también con el ejercicio de la responsabilidad que implica, por ejemplo, no conducir borracho, no asestar una puñalada a la parienta porque no acepta la superioridad masculina, o saber discernir entre un programa de telebasura y otro que no lo es y optar por este último.
La sociedad del bienestar ha propiciado la adquisición de bienes materiales por encima de los considerados espirituales, ha exacerbado el consumismo hasta límites insospechados y nos ha hecho cautivos de marcas, modas y tendencias. Una esclavitud que afecta mucho más que a nosotros a nuestros hijos a los que no hemos sabido o podido educar -la presión del medio es atroz- como soñábamos antes de tenerlos.
Esa escuela y despensa imprescindibles para el progreso, de las que hablaba Joaquín Costa y también los institucionalistas y regeneracionistas, con los que los antifranquistas nos sentíamos entroncados, se ha quedado sólo en despensa. Ciertamente, las hambrunas de siglos parecen colmadas. Carpanta ha pasado a la historia. Incluso hemos cambiado de nutrientes, pero no sé si para bien. De los garbanzos, que, según don Juan Valera, embotaban el cerebro de los españoles y por eso eran tan duros de mollera, hemos ido a parar a la comida basura, a mi juicio, más perjudicial y paralizadora de neuronas que cualquier legumbre. Pero, vivimos, aseguran, en el mejor de los mundos posibles y la economía española sigue creciendo. Con el estómago lleno, la carencia de escuela o lo que es lo mismo el desastre nacional de la enseñanza, cuyos malos resultados nos sitúan a la cola de Europa, no parece preocupar demasiado a los ciudadanos. Tampoco a nuestros gobernantes, incapaces de llegar en todos estos años a un pacto de Estado sobre educación. El cuaderno de nuestra tertulia confirma hasta qué punto nos equivocamos en las previsiones. Fuimos utópicos de jóvenes y ahora probablemente somos ya residuales, en un mundo mucho más interesado en crear consumidores dependientes que ciudadanos libres.
Hace bastante tiempo, más de treinta años, compartí oposiciones a cátedras de instituto con una serie de contrincantes que muy pronto, en vez de rivales, se convirtieron en compañeros y poco después en amigos. La convocatoria era en Madrid y constaba de cinco rigurosos ejercicios que, interrumpidos por la muerte de Franco, se prolongaron durante cuatro meses. Además de intercambiar temas o bibliografía, intercambiábamos la esperanzada ilusión de un cambio político y eso nos unió, todavía más, me parece, que el factor común de estar de oposiciones. Hoy en día continuamos manteniendo vínculos porque consideramos que la amistad es la institución sentimental más duradera y gratificante, algo así como una fraternidad del alma, a veces, mucho más profunda, que la de la sangre. Por eso hemos seguido reencontrándonos, aunque no todos compartamos ya la docencia en institutos, puesto que la mayoría la abandonó por la política, la empresa privada o pasó a la universidad, como en mi caso. Tras cada reunión -suelen ser largas y nocturnas, sin mañana de lunes al día siguiente- he ido anotando, a petición del grupo, los temas tratados, pues a consecuencia de publicar novelas me tocó la china de ser nombrada poco menos que cronista oficial de la tertulia.
Los cuadernos muestran no sólo hasta qué punto nosotros los de entonces ya no somos los mismos, sino cuánto ha cambiado todo desde la muerte de Franco. En nuestro grupo, por ejemplo, quienes militaban en el PSUC ahora son del PP, algunos fervorosos republicanos se han hecho monárquicos, y hasta uno que pasó por ETA habría de convertirse en beligerante antinacionalista. De ese proceso dan cuentan las actas de los sucesivos encuentros que son viva memoria escrita y como tal, no juega a ser sabiamente selectiva, no escamotea ni vela nada, lo que resulta una ventaja para enfocar el pasado con objetividad. Pero siendo eso interesante, por lo que tiene de intrahistoria de la cotidianeidad de un grupo de amigos, cuyas vidas e ideologías convergieron en una época para divergir después, me lo parece más el hecho del respeto a las ideas de cada cual, por más que a veces supongan posturas contrapuestas, que han dado pie a fuertes discusiones, en especial entre dos de los tertulianos que abogan, uno por el nacionalismo catalán y otro por el españolista. Quizá sea el hecho de que ambos son nacionalistas viscerales lo que, paradójicamente, más les ha enfrentado, aunque siempre, por muy dura que haya sido la batalla dialéctica y el lucimiento de esgrima verbal, a la postre, ha triunfado el espíritu tolerante, del que siempre han hecho gala las mentalidades abiertas y en el que se basa el entendimiento democrático.
El pasado fin de semana la muerte de uno de nuestros amigos ha propiciado el aumento de la dosis de melancolía a la que la edad nos hace cada vez más propensos, aunque tratemos de evitar sus tentaciones, y me he sumergido en los cuadernos, a la búsqueda de las palabras del compañero desaparecido. Junto al latido de su voz escrita, un corazón ya para siempre al desnudo, me he percatado, con perplejidad, de hasta qué punto nuestras conversaciones de entonces tenían en común una serie de presupuestos que ahora parecen carecer de sentido. Asegurábamos, por ejemplo, que el problema de nuestro país, a la cola de Europa todavía en los setenta, sólo se solucionaría con una enseñanza de calidad, igualitaria y obligatoria, que considerábamos condición indispensable para el cambio social e incluso de la educación hacíamos depender la renta per cápita.
La educación, quizá porque éramos profesores, nos parecía a todos tan fundamental como la sanidad o más, pues entendíamos por educación una formación integral del individuo que le capacitara para el ejercicio de la libertad que otorga el conocimiento de deberes y derechos, además de convertirle en un buen catador de bienes culturales de esos que sirven para el disfrute anímico, pues creíamos a pies juntillas que no sólo de pan vive el hombre. A estas alturas, cualquiera puede observar que nos equivocamos. Si la renta per cápita española ha mejorado ha sido por razones económicas que no han ido parejas a una mayor y mejor educación. Es cierto que el analfabetismo parece erradicado y que la enseñanza es obligatoria hasta los 16 años, pero no me refiero a eso, ni tampoco a la instrucción mínima para alcanzar un graduado escolar. No me refiero a la instrucción sino a la educación, a la formación integral de las personas y a su capacitación para desenvolverse como tales, algo que tiene que ver con unos conocimientos básicos aprendidos en ciencias o humanidades, ciertamente, pero también con el ejercicio de la responsabilidad que implica, por ejemplo, no conducir borracho, no asestar una puñalada a la parienta porque no acepta la superioridad masculina, o saber discernir entre un programa de telebasura y otro que no lo es y optar por este último.
La sociedad del bienestar ha propiciado la adquisición de bienes materiales por encima de los considerados espirituales, ha exacerbado el consumismo hasta límites insospechados y nos ha hecho cautivos de marcas, modas y tendencias. Una esclavitud que afecta mucho más que a nosotros a nuestros hijos a los que no hemos sabido o podido educar -la presión del medio es atroz- como soñábamos antes de tenerlos.
Esa escuela y despensa imprescindibles para el progreso, de las que hablaba Joaquín Costa y también los institucionalistas y regeneracionistas, con los que los antifranquistas nos sentíamos entroncados, se ha quedado sólo en despensa. Ciertamente, las hambrunas de siglos parecen colmadas. Carpanta ha pasado a la historia. Incluso hemos cambiado de nutrientes, pero no sé si para bien. De los garbanzos, que, según don Juan Valera, embotaban el cerebro de los españoles y por eso eran tan duros de mollera, hemos ido a parar a la comida basura, a mi juicio, más perjudicial y paralizadora de neuronas que cualquier legumbre. Pero, vivimos, aseguran, en el mejor de los mundos posibles y la economía española sigue creciendo. Con el estómago lleno, la carencia de escuela o lo que es lo mismo el desastre nacional de la enseñanza, cuyos malos resultados nos sitúan a la cola de Europa, no parece preocupar demasiado a los ciudadanos. Tampoco a nuestros gobernantes, incapaces de llegar en todos estos años a un pacto de Estado sobre educación. El cuaderno de nuestra tertulia confirma hasta qué punto nos equivocamos en las previsiones. Fuimos utópicos de jóvenes y ahora probablemente somos ya residuales, en un mundo mucho más interesado en crear consumidores dependientes que ciudadanos libres.
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