Por Sergio Ramírez, escritor y ex vicepresidente de Nicaragua (EL PAÍS, 09/05/07):
En Nicaragua se ha celebrado el ritual de los primeros cien días del Gobierno del presidente Daniel Ortega, y yo diría que el elemento dominante del panorama es la confusión. Una confusión provocada por el mismo Gobierno, que ha elegido como norma el secreto, algo extraño en todo sentido a la cultura democrática que el país ha venido desarrollando desde hace ya muchos años, pero que quiere parecerse a los antiquísimos modelos de poder tras los muros. Extraño. Un Gobierno sin voceros oficiales, donde el silencio, y la prohibición que tienen los ministros y altos funcionarios de hablar, aun bajo castigo de destitución, viene a ser la norma.
Y algo que se parece a la voluntad de secreto, y que pertenece a la misma antiquísima cultura, es el hecho de que la Presidencia de la República funciona en las oficinas del partido de gobierno, el FSLN. Una confusión intencional de potestades, en la que el secretario general del partido, el comandante Ortega, viene a ser, como símbolo político, más importante que el presidente Ortega.
Pero todo empeora aún más porque en las comparecencias de cualquier clase, sea ante enviados diplomáticos, representantes de organismos financieros, inversionistas extranjeros o capitalistas nacionales, o en las sesiones de gabinete, el presidente Ortega comparece de manera invariable al lado de su esposa, quien no oculta que, en sobradas ocasiones, lleva ella misma la batuta. Según declaró el propio presidente, ambos comparten el poder por partes iguales como una concesión de género.
Ante la pregunta de si nos hallamos frente a un Gobierno de izquierda, la respuesta no puede dejar de ser, también en este caso, confusa. El presidente Ortega suele atacar al imperialismo norteamericano, pero al mismo tiempo su Gobierno sostiene la prohibición del aborto terapéutico, penada con cárcel. Ha recibido con fanfarrias al presidente Ahmadineyad, de Irán, quien fue el primero en llamar diablo a Bush, en lo que lo siguió Chávez, pero a la vez mantiene su abrazo cerrado con el ex presidente de derecha Arnoldo Alemán, condenado a veinte años de cárcel por lavado de dinero. Alemán goza ahora de los extraños beneficios penitenciales de tener todo el país por cárcel, gracias, precisamente, a su continuo entendimiento con el propio presidente Ortega.
Si existe confusión en muchos sentidos, hay uno, sin embargo, en el que no lo hay. Y es la voluntad del presidente Ortega de hacer reformar la actual Constitución política para abrirse el camino de la reelección al terminar el presente periodo de gobierno. Se vale de la sumisión del propio Arnoldo Alemán, quien le aporta los votos de la bancada liberal en el Parlamento para llevar adelante esa reforma, que de paso suprimirá las elecciones municipales programadas para el año que entra.
Y tampoco hay confusión en cuanto a la alianza del presidente Ortega con el cardenal Miguel Obando y Bravo, quien tampoco es de izquierda. Impuso ante el Vaticano y ante la Conferencia Episcopal de Nicaragua el nombramiento gubernamental de Obando como presidente de una Comisión Nacional de Reconciliación, sacada de la manga. El Vaticano calló, y la Conferencia Episcopal se dividió, unos obispos a favor de Obando, y otros en contra. Pero, de todos modos, Obando ha quedado habilitado para presentarse como “reconciliador” en nombre del Gobierno en las áreas rurales, sobre todo en aquéllas donde domina la antigua contra y Ortega sacó menos votos. No hay duda de que el anunciado programa “hambre cero”, financiado por el Gobierno de Venezuela, tendrá en Obando a su principal agente, y ya se le verá entregando a los campesinos semillas, pie de crías de cerdos y aves, y herramientas agrícolas.
Por otro lado, el populismo que quiera ejercer el presidente Ortega tendrá que ser, necesariamente, un populismo de segundo piso, porque de la munificencia del presidente Chávez dependerá el tamaño del saco del que echará mano para repartir, por sí mismo o a través del cardenal Obando. Y no podrá apartarse de la sintonía venezolana. Dispuesto como se hallaba a visitar Brasil para discutir con el presidente Lula da Silva el papel de Nicaragua en la producción de etanol proveniente de la caña de azúcar, un programa que antes el propio Ortega había alabado con creces, la visita oficial fue suspendida tras el rechazo exabrupto de Chávez al etanol, competencia del petróleo, del que Nicaragua no produce una gota.
La política internacional del presidente Ortega ha tenido hasta ahora colores confrontativos, despreciando foros de cooperación como el del Plan Puebla-Panamá, que encabeza México, para no dejar dudas de su cerrada adhesión a la ALBA de Chávez. Debido a estas alineaciones tajantes, Nicaragua puede empezar a padecer consecuencias a mediano plazo. Ya se sabe que necesitará un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, y necesitará mantenerse en armonía con la comunidad de donantes, que aporta al país buena parte de los recursos del gasto presupuestario corriente; salvo que Chávez aconseje a Ortega botar todo ese lastre, y le prometa reponer esos recursos, al menos 500 millones de dólares al año, que no es poca cosa.
Pero tanto peor es que, al lado de la incertidumbre económica, crezca, como hasta ahora, la inseguridad política. Entre las marcas de estos cien días ha estado, junto al secretismo de Estado, un avance preocupante de la actitud presidencial de colocar las medidas de hecho por encima de la ley. Si lo que tendremos en adelante es más autoritarismo, y al lado la reelección presidencial, la oscuridad crecerá sobre el horizonte. Ya sabemos, porque nos lo enseña el pasado, lo que autoritarismo y reelección han significado en la historia de Nicaragua.
En Nicaragua se ha celebrado el ritual de los primeros cien días del Gobierno del presidente Daniel Ortega, y yo diría que el elemento dominante del panorama es la confusión. Una confusión provocada por el mismo Gobierno, que ha elegido como norma el secreto, algo extraño en todo sentido a la cultura democrática que el país ha venido desarrollando desde hace ya muchos años, pero que quiere parecerse a los antiquísimos modelos de poder tras los muros. Extraño. Un Gobierno sin voceros oficiales, donde el silencio, y la prohibición que tienen los ministros y altos funcionarios de hablar, aun bajo castigo de destitución, viene a ser la norma.
Y algo que se parece a la voluntad de secreto, y que pertenece a la misma antiquísima cultura, es el hecho de que la Presidencia de la República funciona en las oficinas del partido de gobierno, el FSLN. Una confusión intencional de potestades, en la que el secretario general del partido, el comandante Ortega, viene a ser, como símbolo político, más importante que el presidente Ortega.
Pero todo empeora aún más porque en las comparecencias de cualquier clase, sea ante enviados diplomáticos, representantes de organismos financieros, inversionistas extranjeros o capitalistas nacionales, o en las sesiones de gabinete, el presidente Ortega comparece de manera invariable al lado de su esposa, quien no oculta que, en sobradas ocasiones, lleva ella misma la batuta. Según declaró el propio presidente, ambos comparten el poder por partes iguales como una concesión de género.
Ante la pregunta de si nos hallamos frente a un Gobierno de izquierda, la respuesta no puede dejar de ser, también en este caso, confusa. El presidente Ortega suele atacar al imperialismo norteamericano, pero al mismo tiempo su Gobierno sostiene la prohibición del aborto terapéutico, penada con cárcel. Ha recibido con fanfarrias al presidente Ahmadineyad, de Irán, quien fue el primero en llamar diablo a Bush, en lo que lo siguió Chávez, pero a la vez mantiene su abrazo cerrado con el ex presidente de derecha Arnoldo Alemán, condenado a veinte años de cárcel por lavado de dinero. Alemán goza ahora de los extraños beneficios penitenciales de tener todo el país por cárcel, gracias, precisamente, a su continuo entendimiento con el propio presidente Ortega.
Si existe confusión en muchos sentidos, hay uno, sin embargo, en el que no lo hay. Y es la voluntad del presidente Ortega de hacer reformar la actual Constitución política para abrirse el camino de la reelección al terminar el presente periodo de gobierno. Se vale de la sumisión del propio Arnoldo Alemán, quien le aporta los votos de la bancada liberal en el Parlamento para llevar adelante esa reforma, que de paso suprimirá las elecciones municipales programadas para el año que entra.
Y tampoco hay confusión en cuanto a la alianza del presidente Ortega con el cardenal Miguel Obando y Bravo, quien tampoco es de izquierda. Impuso ante el Vaticano y ante la Conferencia Episcopal de Nicaragua el nombramiento gubernamental de Obando como presidente de una Comisión Nacional de Reconciliación, sacada de la manga. El Vaticano calló, y la Conferencia Episcopal se dividió, unos obispos a favor de Obando, y otros en contra. Pero, de todos modos, Obando ha quedado habilitado para presentarse como “reconciliador” en nombre del Gobierno en las áreas rurales, sobre todo en aquéllas donde domina la antigua contra y Ortega sacó menos votos. No hay duda de que el anunciado programa “hambre cero”, financiado por el Gobierno de Venezuela, tendrá en Obando a su principal agente, y ya se le verá entregando a los campesinos semillas, pie de crías de cerdos y aves, y herramientas agrícolas.
Por otro lado, el populismo que quiera ejercer el presidente Ortega tendrá que ser, necesariamente, un populismo de segundo piso, porque de la munificencia del presidente Chávez dependerá el tamaño del saco del que echará mano para repartir, por sí mismo o a través del cardenal Obando. Y no podrá apartarse de la sintonía venezolana. Dispuesto como se hallaba a visitar Brasil para discutir con el presidente Lula da Silva el papel de Nicaragua en la producción de etanol proveniente de la caña de azúcar, un programa que antes el propio Ortega había alabado con creces, la visita oficial fue suspendida tras el rechazo exabrupto de Chávez al etanol, competencia del petróleo, del que Nicaragua no produce una gota.
La política internacional del presidente Ortega ha tenido hasta ahora colores confrontativos, despreciando foros de cooperación como el del Plan Puebla-Panamá, que encabeza México, para no dejar dudas de su cerrada adhesión a la ALBA de Chávez. Debido a estas alineaciones tajantes, Nicaragua puede empezar a padecer consecuencias a mediano plazo. Ya se sabe que necesitará un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, y necesitará mantenerse en armonía con la comunidad de donantes, que aporta al país buena parte de los recursos del gasto presupuestario corriente; salvo que Chávez aconseje a Ortega botar todo ese lastre, y le prometa reponer esos recursos, al menos 500 millones de dólares al año, que no es poca cosa.
Pero tanto peor es que, al lado de la incertidumbre económica, crezca, como hasta ahora, la inseguridad política. Entre las marcas de estos cien días ha estado, junto al secretismo de Estado, un avance preocupante de la actitud presidencial de colocar las medidas de hecho por encima de la ley. Si lo que tendremos en adelante es más autoritarismo, y al lado la reelección presidencial, la oscuridad crecerá sobre el horizonte. Ya sabemos, porque nos lo enseña el pasado, lo que autoritarismo y reelección han significado en la historia de Nicaragua.
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