Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México desde 2000 a 2003 y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 14/05/07):
Como resultado de su experiencia en Vietnam, Colin Powell elaboró en vísperas de la Guerra del Golfo la doctrina que lleva su nombre. Tres tesis en particular se volvieron celebres y adquirieron carácter de dogma durante un decenio en el seno de las Fuerzas Armadas norteamericanas. A propósito de una posible intervención militar en otro país, Powell argumentaba que, en primer lugar, EE UU necesitaba poseer un claro rasero para definir el éxito; en segundo término, debía involucrarse sólo si contaba con una fuerza militar aplastante; y en tercer lugar, antes de entrar, era preciso saber cómo salir.
La Doctrina Powell se aplicó en aquella guerra, y, por lo menos para su país, las cosas salieron bien. El éxito consistió en sacar a Irak de Kuwait; Washington entró con medio millón de efectivos, y en cuanto se logró el objetivo deseado se marcharon, sin abusar de su victoria y buscar la caída de Sadam o la captura de Bagdad. En 2003, Donald Rumsfeld archivó la Doctrina Powell; hasta la fecha, no se sabe en qué consistiría un ya imposible triunfo estadounidense y los 150.000 soldados nunca bastaron; y hoy Washington no encuentra cómo extraerse de la debacle.
Este precedente reviste alguna pertinencia para la guerra contra el narcotráfico declarada por el presidente Calderón, de México, al tomar posesión de su cargo. En el año 2006 tuvieron lugar en México un poco más de dos mil ejecuciones; el país, y muchos observadores extranjeros, tuvieron la impresión -probablemente acertada- de que el ex presidente Vicente Fox había perdido las riendas de la seguridad y el orden, por estas razones, y por otras de índole político, Calderón resolvió hacer de la lucha contra el narco y la inseguridad la piedra de toque de su Administración. Sacó a las Fuerzas Armadas de sus cuarteles, lanzó un gran número de operativos conjuntos de ejército, marina y policía federal, y le declaró la guerra al crimen organizado.
Al 3 de mayo de este año, se habían producido 758 ejecuciones en México, un ritmo muy superior al de 2006. Se dice, con razón, que los muertos de Fox fueron por pasividad, complicidad o incompetencia; mientras que los de Calderón constituyen el precio a pagar por una guerra pospuesta durante demasiado tiempo. Un problema estriba, sin embargo, en que los altos funcionarios encargados de la guerra bajo Calderón son… los mismos que asumieron responsabilidades casi idénticas bajo Fox: el procurador general de la República, el secretario de Seguridad Pública, el secretario de la Defensa.
Otro problema reside en una paradoja: el recurso a la retórica de la guerra es útil y eficaz, pero también entraña el respeto a las reglas de la guerra. Desafortunadamente, la aplicación en México de la Doctrina Powell brilla por su ausencia. ¿Cuándo se ganará la guerra contra el narco y la violencia? ¿Cuál es el rasero del éxito? ¿Existe una fuerza aplastante? ¿Cuál es la estrategia de salida? Cuando se retire la tropa de las zonas “ocupadas” como Michoacán, Nuevo León, Sinaloa, Guerrero, Tamaulipas y Tijuana, y vuelvan las policías estatales y municipales ¿quién volverá realmente? ¿la ley y el orden, o el narco?
El dilema de los anteriores presidentes mexicanos -Ernesto Zedillo y Vicente Fox- y que hoy confronta Calderón con la participación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico, no es privativo de México. Muchos países del continente se han visto obligados a lidiar con la carencia de opciones para combatir a los carteles; los ha desgarrado el carácter contradictorio de la injerencia militar en lo que es a final de cuentas un asunto civil. En algunos casos el dilema es antiguo: Perú y Colombia se debaten desde hace años sobre el balance idóneo de ejército, policía nacional y ayuda extranjera para derrotar o contener al crimen organizado. El ejemplo más reciente es el brasileño.
Brasil se encuentra en una situación análoga a la mexicana en esta terrible materia. Habiendo sido un país de consumo relativamente bajo, de producción limitada o circunscrita a ciertos estupefacientes, y a diferencia de México, de tráfico reducido, hoy es un gran productor, un punto intermedio en rutas a Europa, y sobre todo, un creciente mercado de consumo. Al igual que México, sus policías han resultado ser impotentes y/o cómplices del narco. Las favelas y las cárceles de São Paulo, de Río de Janeiro y de otras grandes ciudades, o están en manos de narcos, o en las de policías locales: más o menos lo mismo. Hace unas semanas, el gobernador del Estado de Río, Sergio Cabral Filho, le solicitó al presidente Lula la intervención del ejército. Pero Lula se resiste: esto ha llevado al Gobierno brasileño a estudiar alternativas, una de ellas dolorosa para un país verdaderamente federalista y que también se ha propuesto para México: la creación -existente en ciernes- de una policía nacional, de preferencia única, preventiva e investigativa, con efectivos suficientes para transformarse en una fuerza eficaz, al estilo de la Policía Nacional de Carabineros en Chile.
Suelen esgrimirse varios argumentos contra la intervención militar. El primero es clásico: se sabe cuándo sale la tropa de los cuarteles, pero no cuándo regresa. En Brasil, donde las Fuerzas Armadas han pasado tanto por periodos de institucionalidad como de involucramiento directo en la vida política (la más reciente entre 1964 y 1985), no se trata de un asunto menor.
Otro argumento, quizá superficial pero no descartable, es el económico: resulta más caro mantener a la tropa fuera de los cuarteles, que adentro. Asimismo, como el uso del ejército no puede representar una solución definitiva, pero a la vez puede producir el espejismo de la inmediatez, se convierte en un pretexto para postergar una solución permanente, a saber una policía nacional eficaz y bien dotada. En México se inició la creación de una tal policía en 1998; no ha progresado -hoy apenas cuenta con ocho mil efectivos-.
Por último, en Brasil, se subraya la lógica falta de preparación del ejército para una labor policiaca. Los militares brasileños -y hasta donde se sabe, los mexicanos también- reconocen que no son aptos para el trabajo de patrullaje, retenes, investigaciones, interrogatorios, detenciones. Por ello, consideran que el riesgo de errores, de excesos, y sobre todo de enajenación de la población civil ante las casi seguras violaciones a los derechos humanos, puede transformar la buena imagen que en general posee el ejército. Al grado que, en Brasil, las autoridades aceptan en privado que una de las razones por las cuales se envió un contingente militar de mantenimiento de la paz a Haití fue para que adquiriera la experiencia y sensibilidad necesarias para actuar en zonas urbanas hostiles.
La guerra contra el crimen organizado ¿es realmente una guerra? En caso de serlo ¿se puede ganar? De ser factible la victoria ¿el costo es pagable? Nadie alberga respuestas definitivas a estas interrogantes. Pero las sociedades -y los gobiernos que las conducen- deben discutirlas, para no ir a la guerra, justamente, sin fusil.
Como resultado de su experiencia en Vietnam, Colin Powell elaboró en vísperas de la Guerra del Golfo la doctrina que lleva su nombre. Tres tesis en particular se volvieron celebres y adquirieron carácter de dogma durante un decenio en el seno de las Fuerzas Armadas norteamericanas. A propósito de una posible intervención militar en otro país, Powell argumentaba que, en primer lugar, EE UU necesitaba poseer un claro rasero para definir el éxito; en segundo término, debía involucrarse sólo si contaba con una fuerza militar aplastante; y en tercer lugar, antes de entrar, era preciso saber cómo salir.
La Doctrina Powell se aplicó en aquella guerra, y, por lo menos para su país, las cosas salieron bien. El éxito consistió en sacar a Irak de Kuwait; Washington entró con medio millón de efectivos, y en cuanto se logró el objetivo deseado se marcharon, sin abusar de su victoria y buscar la caída de Sadam o la captura de Bagdad. En 2003, Donald Rumsfeld archivó la Doctrina Powell; hasta la fecha, no se sabe en qué consistiría un ya imposible triunfo estadounidense y los 150.000 soldados nunca bastaron; y hoy Washington no encuentra cómo extraerse de la debacle.
Este precedente reviste alguna pertinencia para la guerra contra el narcotráfico declarada por el presidente Calderón, de México, al tomar posesión de su cargo. En el año 2006 tuvieron lugar en México un poco más de dos mil ejecuciones; el país, y muchos observadores extranjeros, tuvieron la impresión -probablemente acertada- de que el ex presidente Vicente Fox había perdido las riendas de la seguridad y el orden, por estas razones, y por otras de índole político, Calderón resolvió hacer de la lucha contra el narco y la inseguridad la piedra de toque de su Administración. Sacó a las Fuerzas Armadas de sus cuarteles, lanzó un gran número de operativos conjuntos de ejército, marina y policía federal, y le declaró la guerra al crimen organizado.
Al 3 de mayo de este año, se habían producido 758 ejecuciones en México, un ritmo muy superior al de 2006. Se dice, con razón, que los muertos de Fox fueron por pasividad, complicidad o incompetencia; mientras que los de Calderón constituyen el precio a pagar por una guerra pospuesta durante demasiado tiempo. Un problema estriba, sin embargo, en que los altos funcionarios encargados de la guerra bajo Calderón son… los mismos que asumieron responsabilidades casi idénticas bajo Fox: el procurador general de la República, el secretario de Seguridad Pública, el secretario de la Defensa.
Otro problema reside en una paradoja: el recurso a la retórica de la guerra es útil y eficaz, pero también entraña el respeto a las reglas de la guerra. Desafortunadamente, la aplicación en México de la Doctrina Powell brilla por su ausencia. ¿Cuándo se ganará la guerra contra el narco y la violencia? ¿Cuál es el rasero del éxito? ¿Existe una fuerza aplastante? ¿Cuál es la estrategia de salida? Cuando se retire la tropa de las zonas “ocupadas” como Michoacán, Nuevo León, Sinaloa, Guerrero, Tamaulipas y Tijuana, y vuelvan las policías estatales y municipales ¿quién volverá realmente? ¿la ley y el orden, o el narco?
El dilema de los anteriores presidentes mexicanos -Ernesto Zedillo y Vicente Fox- y que hoy confronta Calderón con la participación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico, no es privativo de México. Muchos países del continente se han visto obligados a lidiar con la carencia de opciones para combatir a los carteles; los ha desgarrado el carácter contradictorio de la injerencia militar en lo que es a final de cuentas un asunto civil. En algunos casos el dilema es antiguo: Perú y Colombia se debaten desde hace años sobre el balance idóneo de ejército, policía nacional y ayuda extranjera para derrotar o contener al crimen organizado. El ejemplo más reciente es el brasileño.
Brasil se encuentra en una situación análoga a la mexicana en esta terrible materia. Habiendo sido un país de consumo relativamente bajo, de producción limitada o circunscrita a ciertos estupefacientes, y a diferencia de México, de tráfico reducido, hoy es un gran productor, un punto intermedio en rutas a Europa, y sobre todo, un creciente mercado de consumo. Al igual que México, sus policías han resultado ser impotentes y/o cómplices del narco. Las favelas y las cárceles de São Paulo, de Río de Janeiro y de otras grandes ciudades, o están en manos de narcos, o en las de policías locales: más o menos lo mismo. Hace unas semanas, el gobernador del Estado de Río, Sergio Cabral Filho, le solicitó al presidente Lula la intervención del ejército. Pero Lula se resiste: esto ha llevado al Gobierno brasileño a estudiar alternativas, una de ellas dolorosa para un país verdaderamente federalista y que también se ha propuesto para México: la creación -existente en ciernes- de una policía nacional, de preferencia única, preventiva e investigativa, con efectivos suficientes para transformarse en una fuerza eficaz, al estilo de la Policía Nacional de Carabineros en Chile.
Suelen esgrimirse varios argumentos contra la intervención militar. El primero es clásico: se sabe cuándo sale la tropa de los cuarteles, pero no cuándo regresa. En Brasil, donde las Fuerzas Armadas han pasado tanto por periodos de institucionalidad como de involucramiento directo en la vida política (la más reciente entre 1964 y 1985), no se trata de un asunto menor.
Otro argumento, quizá superficial pero no descartable, es el económico: resulta más caro mantener a la tropa fuera de los cuarteles, que adentro. Asimismo, como el uso del ejército no puede representar una solución definitiva, pero a la vez puede producir el espejismo de la inmediatez, se convierte en un pretexto para postergar una solución permanente, a saber una policía nacional eficaz y bien dotada. En México se inició la creación de una tal policía en 1998; no ha progresado -hoy apenas cuenta con ocho mil efectivos-.
Por último, en Brasil, se subraya la lógica falta de preparación del ejército para una labor policiaca. Los militares brasileños -y hasta donde se sabe, los mexicanos también- reconocen que no son aptos para el trabajo de patrullaje, retenes, investigaciones, interrogatorios, detenciones. Por ello, consideran que el riesgo de errores, de excesos, y sobre todo de enajenación de la población civil ante las casi seguras violaciones a los derechos humanos, puede transformar la buena imagen que en general posee el ejército. Al grado que, en Brasil, las autoridades aceptan en privado que una de las razones por las cuales se envió un contingente militar de mantenimiento de la paz a Haití fue para que adquiriera la experiencia y sensibilidad necesarias para actuar en zonas urbanas hostiles.
La guerra contra el crimen organizado ¿es realmente una guerra? En caso de serlo ¿se puede ganar? De ser factible la victoria ¿el costo es pagable? Nadie alberga respuestas definitivas a estas interrogantes. Pero las sociedades -y los gobiernos que las conducen- deben discutirlas, para no ir a la guerra, justamente, sin fusil.
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