domingo, septiembre 09, 2007

Pulso en el interior de Al Qaeda

Por LORETTA NAPOLEONI 09/09/2007

En el otoño de 2004, Al-Sharq al-Awsat, el periódico saudí con sede en Londres, publicó un relato que, según se rumoreaba, había escrito un miembro del círculo íntimo de Al Qaeda. En claro contraste con la imagen habitual de la organización como multinacional del terror, describía un grupo pequeño, plagado de luchas internas y dirigido por un megalómano saudí impopular, Osama bin Laden.

El problema fundamental era la obsesión de Bin Laden con Estados Unidos. El ala moderada de Al Qaeda le reprochaba que confiase en un grupo de patrocinadores saudíes que viajaban libremente a EE UU y que le habían convencido de que era un país débil e incapaz de soportar más de tres golpes: los atentados de 1998 contra las embajadas estadounidenses en África, el atentado de 2000 contra el portaaviones USS Cole y el atentado contra las Torres Gemelas. Los moderados atribuían esta idea a la arrogancia saudí y temían las represalias militares norteamericanas. Como también la temían los talibanes, que en su mayoría despreciaban a Bin Laden y sus amigos saudíes por su ostentación y su sentimiento de superioridad.

Los propios dirigentes talibanes consideraban a Bin Laden como un estorbo. Su obsesión de que los medios occidentales dieran publicidad a su odio hacia EE UU había enfurecido en más de una ocasión al mulá Omar, el líder espiritual talibán, cuyos valedores paquistaníes habían llegado a presionarle para que obligara a Osama a callarse o le expulsara del país. Pero el régimen necesitaba los 30 millones de dólares de renta pagados por los patrocinadores de Bin Laden y la pequeña industria de los campos de entrenamiento; el régimen talibán, que funcionaba como una réplica del califato islámico medieval, sufría una falta crónica de dinero. Y la animadversión del mulá Omar hacia las drogas había limitado la única fuente de ingresos exteriores: el opio.

Los partidarios de la línea dura dentro de Al Qaeda también temían las represalias estadounidenses, aunque por distintos motivos. Ya en 1998, bajo la dirección de Abu Hafas al Masri -uno de los fundadores de Al Qaeda, que murió en Kandahar-, habían presionado a Bin Laden para que adquiriese armas de destrucción masiva o construyera bombas sucias. Su idea era introducirlas de contrabando en Estados Unidos y almacenarlas allí para utilizarlas en el caso de que los estadounidenses invadieran Afganistán. Bin Laden nunca rechazó formalmente la propuesta, pero impidió a Al Masri que la llevara a cabo.

Construir una bomba sucia en Afganistán habría sido sencillo. Los talibanes habían recuperado suficiente cantidad de armas químicas y material radiactivo de la invasión soviética como para poder fabricar más de una, y en Al Qaeda había gente con los conocimientos necesarios para hacerlo. Sin embargo, cuando Al Masri se decidió a preguntar a los talibanes sobre los materiales químicos y radiactivos, descubrió que los habían vendido en secreto a los paquistaníes porque no se fiaban de los árabes. Los miembros de la línea dura pensaron que Bin Laden era el responsable de esa antipatía.

Bin Laden era aún más impopular fuera de Al Qaeda. La arrogancia y el sentimiento de superioridad propios de los saudíes habían deteriorado su imagen entre los yihadistas, jóvenes que veían en él una prolongación de las clases dirigentes saudíes. Entre ellos estaban Jattab, un joven guerrero saudí que, a finales de los noventa, dirigió a los muyahidin en Chechenia, y el jordano Abu Mussad al Zarqaui, que, entre 1999 y 2001, dirigió en Herat un campo de entrenamiento propio, bajo los auspicios de los talibanes.

La popularidad de Bin Laden entre los antiguos muyahidin era menor si cabe. Muchos le consideraban responsable de haber convertido Al Qaeda en una milicia de sus patrocinadores saudíes. Al Qaeda, formada en torno a las enseñanzas del jeque Azzam, nació como brazo militar de una insurgencia musulmana mundial, dentro del ejército de los árabes afganos. Hacia el final de la yihad antisoviética, Azzam empezó a imaginar un Afganistán libre de soviéticos y que fuera un refugio para el futuro ejército internacional de muyahidin, y les instó a independizarse de sus patrocinadores.

Ése fue el momento en el que Osama bin Laden, el representante de hecho de los intereses saudíes en Afganistán, chocó con los intereses del jeque Abdallah Azzam. Bin Laden y sus patrocinadores saudíes querían moldear Al Qaeda para convertirla en una organización independiente del futuro régimen afgano; no les interesaba la consolidación del poder en Afganistán. Desde luego, querían seguir dominando y manipulando el futuro de las brigadas árabes. Según el investigador egipcio Abderrahim Ali, Bin Laden estaba además muy influido por la facción egipcia de la Oficina Árabe-Afgana, que dirigía Ayman al Zauahiri. Este grupo quería incorporar Al Qaeda a las tácticas terroristas y transformarla en una organización armada; al acabar la yihad contra los soviéticos, pensaban servirse de Al Qaeda para impulsar la actividad terrorista en Egipto.

La disputa terminó con el asesinato del jeque Azzam el 24 de noviembre de 1989. A partir de ese momento, Bin Laden y Al Zauahiri se hicieron poco a poco con el control de la Oficina Árabe-Afgana y convirtieron Al Qaeda en una organización terrorista financiada con dinero saudí. El asesinato fue el primero de una serie que acabó con la vida de varios miembros de la Oficina, con reminiscencias de las purgas realizadas por Stalin entre los dirigentes bolcheviques. Estas purgas prepararon el terreno para el primer atentado contra las Torres Gemelas, en 1993. Según Muhamad Sadeq Awda, miembro de Al Qaeda en prisión, Bin Laden ordenó el asesinato de Azzam porque sospechaba que tenía lazos con la CIA. Sin embargo, muchos creen que fue Al Zauahiri, y no Bin Laden, quien ordenó las purgas. Hoy sigue siendo uno de los grandes misterios sin resolver.

En vísperas del 11-S, por tanto, Bin Laden era muy impopular, tanto entre sus seguidores y sus anfitriones como entre los miembros del movimiento yihadista. Como destaca Jason Burke, un premiado periodista de The Observer, Al Qaeda no era una multinacional del terror, sino una pequeña organización bastante desconocida fuera de Afganistán. Y al terminar la batalla de Tora Bora, Al Qaeda era una sombra de sí misma. Varios combatientes fundamentales, como Al Masri, habían muerto durante los ataques de la coalición en Afganistán, y varios millares más habían sido capturados y enviados a Guantánamo; en el transcurso del año siguiente, todos los dirigentes de la organización -excepto Bin Laden y Al Zauahiri- fueron capturados por el Ejército estadounidense y llevados a un lugar no revelado.

También desapareció la obsesión de Bin Laden de llevar el terrorismo al corazón de EE UU. Tras el 11-S, todos los grandes atentados los realizaron grupos locales en sus respectivos países: Pakistán y Bali en 2002; Uzbekistán, Turquía y Casablanca en 2003. La verdad es que el 11-S fue un episodio aislado en la historia de la violencia política islámica, del mismo modo que Al Qaeda era una organización armada islámica que era atípica. Ni el GIA argelino, ni la Yemaa Islamiya indonesia, ni los Hermanos Musulmanes de Egipto, ni el Movimiento Islámico de Uzbekistán habían atacado jamás a un enemigo tan lejano, sino que todos se habían dedicado siempre a los enemigos más próximos, los regímenes oligárquicos que imperan en el mundo musulmán.

La peculiaridad de Al Qaeda se debía a la naturaleza de sus promotores. A finales de los años setenta, varios patrocinadores de Arabia Saudí y el Golfo crearon Daw'ah, una red de organizaciones benéficas, empresas e inversiones directas para difundir la doctrina wahabí -la interpretación más conservadora del islam- en el mundo musulmán. Daw'ah financió a los muyahidin y, tras la victoria en Afganistán, fomentó la violencia islámica en todos los países musulmanes. Desde Uzbekistán hasta Somalia, desde Chechenia hasta Argelia, Daw'ah costeó una serie de organizaciones armadas que luchaban para establecer regímenes acordes con la sharía. Al Qaeda también se benefició del dinero de Daw'ah y Bin Laden fue uno de sus grandes agentes durante los años ochenta en Afganistán. Sin embargo, cuando le expulsaron de Arabia Saudí en los años noventa, se encontró con que no podía usar esos fondos para sufragar una rebelión en el país del que procedían sus donantes. Para esquivar el problema creó una organización armada transnacional cuyos objetivos serían los valedores de los saudíes, es decir, Estados Unidos. Si podía destruir Estados Unidos, podría derrocar el régimen saudí: éste era el mensaje oculto del manifiesto de 1998 contra los cruzados sionistas, suscrito por Al Zauahiri y motor de los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania y el atentado contra el USS Cole en Yemen.

La ilusión de Bin Laden de que Estados Unidos se desintegraría después del tercer y definitivo ataque es equiparable a la absurda idea del Gobierno de Bush de que Al Qaeda estaba en el centro de una conspiración mundial de organizaciones armadas islámicas. Este engaño constituyó la base de la guerra contra el terror, que pronto se convirtió en una lucha contra las sombras de Al Qaeda. Por ejemplo, después de la batalla de Tora Bora, Bin Laden y Al Zauahiri desaparecieron por las buenas en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán gobernada por los dirigentes tribales islámicos. Seis años después del 11-S, continúan en libertad.

En contra de los consejos de los servicios de espionaje de todo el mundo, EE UU desvió su atención hacia Irak con el argumento de que Sadam Husein formaba parte de la conspiración. "En Oriente Próximo, hasta los niños se reían de esa asociación", dijo Fouad Hussein, un periodista jordano que se entrevistó con Al Zarqaui en la cárcel. Todavía más increíble era el arsenal de armas de destrucción masiva de Sadam; si lo hubiera tenido, lo habría empleado antes de la invasión.

Para justificar un ataque preventivo contra Sadam, se inventó un vínculo ficticio entre Bin Laden y el dictador iraquí, y así nació el mito de Al Zarqaui, el hombre de Al Qaeda en Irak. La fabricación de pruebas falsas por Estados Unidos y la obsesión de los medios de comunicación con Al Qaeda fue su mitología. Una historia interminable de sangre, violencia o heroísmo, dependiendo de quién la contara, sustituyó a la verdad: que, con la caída del régimen talibán, Al Qaeda había dejado de existir. Las masas musulmanas, oprimidas por dirigentes corruptos y antidemocráticos e indignadas por la humillación diaria de los iraquíes, y los occidentales, aterrorizados por sus propios gobiernos, se creyeron el cuento.

La vieja dirección de Al Qaeda, ahora firmemente controlada por Al Zauahiri, reforzó esa idea a base de explotar su notoriedad y utilizar los medios de comunicación e Internet para difundir su propaganda. Al Qaeda se convirtió en distintivo de calidad en el repugnante campo del terror islamista. Bin Laden llegó a pretender negociar una tregua en Irak tras el atentado de Madrid en 2004, cuando la verdad era que prácticamente no podía mantenerse a sí mismo en su escondite. A finales de 2003, Al Zauahiri escribió una carta a Al Zarqaui para pedirle dinero.

La guerra de Irak devolvió la vida a Al Qaeda. De sus cenizas surgió un nuevo fénix, el alqaedismo, una nueva ideología antiimperialista. La entrada de Al Zarqaui -su icono fundamental- en Al Qaeda, como emir de la organización en Irak, selló la transición. Las organizaciones armadas islámicas, costeadas durante decenios por Daw'ah, entraron pronto bajo este paraguas ideológico; desde los pequeños grupos escindidos del GIA en Argelia hasta los grupos locales del Reino Unido, todos adoptaron la etiqueta de Al Qaeda. Irónicamente, como hace seis años, Osama bin Laden y Al Zauahiri no controlan lo que ocurre en el mundo yihadista, pese a ser los símbolos más importantes de un movimiento mundial creado por la paranoia occidental.

El Gobierno de Bush y sus más estrechos aliados conocían la verdadera historia de Al Qaeda. Si no inmediatamente después del 11-S, no cabe duda de que la captura de figuras clave como Binalshibh y Abu Zubayda les permitió tener una idea muy clara de las luchas internas de la organización. También conocían su verdadero poder y su fuerza. Michael Shuwer, responsable de la Unidad Osama de la CIA hasta 1999, asegura que informó a sus superiores sobre los auténticos peligros de Al Qaeda antes del 11-S. Después del atentado, aconsejó que capturasen vivo o muerto a Osama bin Laden inmediatamente, antes de que se convirtiera en un símbolo, pero sus palabras fueron ignoradas.

Si hoy vivimos en un mundo mucho más peligroso es porque los políticos manipularon la verdadera naturaleza de Al Qaeda y convirtieron la visión que tenía Osama bin Laden de EE UU en una profecía autocumplida. Si se hubieran empleado los recursos para llevar ante la justicia a Osama bin Laden y Al Zauahiri, Al Qaeda habría quedado relegada a los libros de historia en lugar de ocupar las primeras páginas de los periódicos. El sexto aniversario de la tragedia de las Torres Gemelas parece una buena ocasión para empezar a revelar la verdad y utilizarla con el fin de llevar la paz a nuestro mundo. Callar a Bin Laden y Al Zauahiri no acabará con la violencia islámica, pero sería un paso en la buena dirección. Otro paso más sería el de dar con una solución a la pesadilla iraquí y poner fin al paralelismo entre Al Qaeda y la guerra fría. Pequeños pasos hasta que todos los mitos de los seis últimos años queden al descubierto y sean destruidos.

Loretta Napoleoni es experta en financiación del terrorismo, asesora a varios Gobiernos en temas de lucha antiterrorista. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia

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