Por William R. Polk, miembro del consejo de planificación del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 27/04/10):
Casi sin excepción, los principales responsables de las fuerzas armadas y servicios de inteligencia de la OTAN han llegado a la conclusión de que la guerra de Afganistán no se puede ganar por medios militares. La mayoría de ellos coinciden – sobre todo en privado-con el criterio del embajador y ex general estadounidense Kart Eikenberry, en el sentido de que el régimen de Kabul no constituye un socio eficaz desde el punto de vista estratégico. El país se halla plagado de corrupción, narcotráfico, actos de extorsión e incluso casos de violación.
La gente aborrece cordialmente a los agentes de las fuerzas de seguridad. Como el anciano de una aldea señaló recientemente a un corresponsal occidental, “si volvéis a traer a la policía al pueblo, os combatiremos a muerte”. Y otro añadió: “van sin uniforme [ para no ser identificados], toman drogas y roban a la gente”. Por añadidura, las fuerzas armadas afganas constituyen un fiasco. Resulta ya un tópico que el soldado medio, por estar malnutrido, no puede cargar con el equipo habitual. La mayoría son analfabetos y, muchos, toxicómanos. Durante la reciente campaña de Marja, en la provincia de Helmand, las fuerzas estadounidenses informaron de que las fuerzas autóctonas cuidadosamente seleccionadas y entrenadas se dedicaban a saquear los comercios en lugar de combatir. Dadas las circunstancias poco propicias al logro de una victoria en esta guerra (victoria notablemente improbable), los responsables de la OTAN y países occidentales han intentado dar con una alternativa para vencer a los talibanes. Consiste en mejorar el nivel de vida de la población afgana. Para valerse de la famosa frase de los días de la guerra de Vietnam, se trata de “ganarse los corazones y las mentes del pueblo”.
Como en Vietnam, los responsables políticos estadounidenses han descubierto que cuando dan dinero o bienes diversos a los jefes afganos sufren el flagelo del robo al pasar por las manos (y los bolsillos) de los funcionarios de modo que acaso tan sólo un dólar de cada diez llegará a manos de los previstos destinatarios.
En esta guerra, el dinero posee la consideración y el valor de un arma. Al término de la campaña de Marja en marzo, las fuerzas armadas estadounidenses distribuyeron al menos un millón de dólares entre los jefes de tribus pastunes, entre otras la de los Shinwari, en la esperanza de que dejaran de apoyar a los talibanes. En el caso de Iraq se hizo un intento similar que, al principio, pareció funcionar: si bien ciertos líderes tribales fueron contratados, por así decir, de modo temporal, desde luego no resultaron comprados. Al cerrar el grifo del dinero, volvieron sin vacilar a rendir pleitesía a los destinatarios de sus lealtades fundamentales.
El programa de ayuda de la OTAN a la población rural afgana presenta un segundo defecto, todavía más grave: la opción de sortear al Gobierno afgano para tratar directamente con las aldeas o tribus debilita la cohesión del Estado, cuya solidez y fortaleza constituye el objetivo primordial de la política de la OTAN.
Los responsables de la OTAN presupusieron que los afganos recibirían esta ayuda con los brazos abiertos – y así fue, de hecho, en algunos casos-,pero buena parte de la población no ha mostrado tal actitud. Un equipo de investigadores de la universidad estadounidense de Tufts, Massachusetts, concluyó en un estudio tras más de 400 entrevistas que “la percepción de la población afgana acerca de la ayuda exterior es abrumadoramente negativa”. Los talibanes y sus seguidores han aprendido de sus relaciones con los rusos y de las declaraciones de los estadounidenses que lo que consideramos como ayuda consiste, en realidad, en otra forma de guerra. El general David Petraeus lo ha expresado con claridad: “El dinero es mi munición más importante…”.
Por tanto, los talibanes consideran incluso que los proyectos de ayuda en cuestión en el plano civil, como la construcción de centros escolares, se refieren en realidad a instalaciones de carácter militar destinadas a derrotarles en el curso del conflicto, y los miembros de organizaciones humanitarias son soldados cuyo objetivo es expulsarlos del país o matarlos. Naturalmente, el asunto incomoda e irrita a una parte de la población afgana, deseosa de palpar por fin dinero contante y sonante, además de las correspondientes escuelas, centros sanitarios, puentes y carreteras. Quienes trabajan al servicio de proyectos extranjeros o se benefician de la ayuda económica en alguna medida suelen ser precisamente objetivo de los talibanes, que los consideran traidores.
¿Qué debería hacerse para que la política estadounidense al respecto adopte un cariz positivo? La breve respuesta a la cuestión consiste en dejar claro que la ayuda humanitaria debe distinguirse de la contrainsurgencia. Y para ello es menester establecer una fecha en firme y razonablemente próxima de la retirada de las fuerzas extranjeras. La fijación de este calendario habrá de dar paso a una transformación fundamental de la propia vertiente psicológica de la política estadounidense en relación con Afganistán y con su pueblo. Los afganos empezarán, entonces, a comprender que la ayuda en cuestión no es una forma de proseguir la ocupación de su país. Cuando la retirada empiece aser una realidad, los consejos locales intentarán afanosamente salvaguardar todo aquello que actualmente permiten que destruyan los talibanes. Porque, sin respaldo popular y como Mao nos dijo hace mucho tiempo, los talibanes serán como peces sin agua en que nadar.
Durante el periodo que medie entre el anuncio de una fecha en firme de retirada de las tropas y su retirada efectiva del país deberán entablarse negociaciones bajo la guía y patrocinio de la asamblea nacional o Loya Jirga. Tales negociaciones habrán de conducir a un compromiso de gobierno. Tal es el mejor resultado de la guerra y de la ocupación de Afganistán que, con sentido realista, podemos confiar en alcanzar. Así, si somos lo suficientemente inteligentes y sagaces para permitir que los afganos solucionen sus problemas a su manera y según su criterio en lugar de obligarles a adoptar nuestros métodos, podremos empezar a impulsar iniciativas sólidas y permanentes en dirección de la paz y de la seguridad.
El compromiso de retirada del país de forma ordenada y según un calendario razonable constituye el primer paso fundamental para afrontar el envite, mientras que la continuación de nuestras políticas actuales no hará sino multiplicar los costes del problema y conducir al fracaso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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