Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (La Vanguardia, 09/08/2012)
Hace unos días, en una relajada cena veraniega, un viejo amigo me preguntó: ¿crees que los tribunales constitucionales son inherentes a la democracia? La pregunta era muy precisa: se dice de algo que es inherente cuando se trata de un elemento que está esencialmente unido a una cosa, es decir, que esta cosa cambia de naturaleza si carece de este elemento. La pregunta, pues, se hubiera podido formular de otra forma: ¿un Estado sin tribunal constitucional no es un Estado democrático?
Hace unos días, en una relajada cena veraniega, un viejo amigo me preguntó: ¿crees que los tribunales constitucionales son inherentes a la democracia? La pregunta era muy precisa: se dice de algo que es inherente cuando se trata de un elemento que está esencialmente unido a una cosa, es decir, que esta cosa cambia de naturaleza si carece de este elemento. La pregunta, pues, se hubiera podido formular de otra forma: ¿un Estado sin tribunal constitucional no es un Estado democrático?
Le contesté, sin dudarlo, que un Estado podía ser democrático aunque careciera de tribunal constitucional. Si no fuera así, un país tan ligado a los orígenes de la moderna idea de democracia como es Gran Bretaña debería ser considerado no democrático, ya que no sólo carece de tribunal constitucional sino incluso de Constitución. Por tanto, para que un Estado sea considerado democrático no es requisito indispensable el tribunal constitucional. Otros son los elementos indispensables: seguridad jurídica, división y responsabilidad de los poderes, gobierno representativo designado mediante sufragio en elecciones libres, garantías judiciales de los derechos fundamentales. Estos son los elementos básicos inherentes a toda democracia, si falta alguno no estamos ante un Estado democrático.
Ahora bien, a pesar de no ser un requisito democrático esencial, en la inmensa mayoría de países democráticos existen mecanismos judiciales que garantizan la adecuación de las leyes a la Constitución, bien mediante tribunales especializados –es el caso de los tribunales constitucionales, predominantes en Europa–, bien mediante los jueces ordinarios –es la tradición estadounidense, con fuerte influencia en el resto de América–, bien mediante diversos sistemas mixtos. Basta poner, como ejemplo, que entre los 27 estados de la Unión Europea, 18 han creado tribunales constitucionales, 3 ejercen el control constitucional de las leyes los jueces ordinarios y 4 están dotados de sistemas mixtos. Sólo Gran Bretaña y Holanda carecen de procedimientos judiciales de control de constitucionalidad de las leyes, la función más característica de los tribunales constitucionales.
¿A qué se debe esta expansión del control de constitucionalidad de las leyes? Básicamente a que las clásicas democracias liberales han pasado a ser democracias constitucionales y, a su vez, los estados democráticos clásicos se han transformado en Estados constitucionales. Y, volviendo al principio, a estos nuevos Estados constitucionales sí les es inherente alguna forma de control judicial de la constitucionalidad de las leyes, es decir, algún mecanismo mediante el cual los jueces sean los encargados últimos de garantizar la adecuación de todo el ordenamiento jurídico a la Constitución.
¿Por qué ello es así? Porque las constituciones han cambiado de naturaleza. Antes, las constituciones liberales eran normas que regulaban determinados ámbitos, fundamentalmente la organización de los poderes políticos y la garantía de los derechos fundamentales, pero que podían reformarse mediante un procedimiento similar a las otras leyes, sin control judicial alguno. A excepción de la Constitución de Cádiz, así fue en España hasta la II República.
En los actuales estados constitucionales, las constituciones establecen procedimientos de reforma más complicados que los previstos para las demás leyes y, asimismo, están situadas jerárquicamente por encima de las demás normas, es decir, el resto del ordenamiento jurídico –leyes parlamentarias, reglamentos, actos administrativos y sentencias– tiene rango inferior y no puede contradecir lo establecido en la Constitución, a riesgo de ser declarado nulo. La causa de ello es que la ley está subordinada a la Constitución porque el Parlamento ya no es soberano, la soberanía reside en el pueblo que la ejerce mediante un acto constituyente: aprobando o reformando la Constitución. Y el guardián último de esta Constitución son los jueces, constitucionales u ordinarios.
Esta idea de Constitución la resumió muy claramente en 1943 el juez norteamericano Robert Jackson en un famoso voto disidente a una sentencia del Tribunal Supremo: “En síntesis, se puede decir que la Constitución es aquello sobre lo que no se vota; o mejor, en referencia a las constituciones democráticas, es aquello sobre lo que ya no se vota porque en su origen ha sido votado de una vez por todas”. Por tanto, el propósito de una Constitución es sustraer ciertas materias a las vicisitudes de las controversias políticas, no dejar que decidan los órganos políticos constituidos porque sobre ello ya ha decidido el pueblo cuando ha actuado como poder constituyente.
Para velar por la integridad de una Constitución, es decir, por aquello ya decidido por el pueblo que pretende modificar algún órgano político, están, en última instancia, los jueces. Así completo la respuesta a mi amigo. Los tribunales constitucionales, u otras formas de control judicial de constitucionalidad, no son inherentes a la democracia, pero sí son inherentes a la democracia de un Estado constitucional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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