El director del Bundesbank, Jens Weidmann, declaró recientemente que se sobrevaloraba el papel que el Banco Central Europeo podía desempeñar en la solución de la crisis del euro. Interesante y significativa especulación teórica de un economista con responsabilidades públicas que tiene en sus manos el presente y el futuro de varias generaciones de europeos; interesante y significativa especulación, no tanto porque explique la posición del Bundesbank contraria a que el Banco Central Europeo compre deuda de los países con problemas o articule cualquier otra forma de actuación como porque revela la forma en la que el Bundesbank dirigido por Weidmann razona a la hora de tomar las decisiones económicas que afectan a la totalidad de la Eurozona.
A juzgar por sus declaraciones, para Weidmann está claro: una especulación teórica acerca de la sobrevaloración del papel del Banco Central Europeo debe pesar más que una constatación empírica a la hora de adoptar decisiones para resolver la crisis del euro. En concreto, debe pesar más que la constatación empírica de que la política alternativa a la compra de deuda o a la articulación de cualquier otra forma de actuación por parte del Banco Central Europeo, la política de austeridad a ultranza que patrocina el Bundesbank bajo la dirección de Weidmann, lleva dos años provocando nuevos y colosales destrozos sobre los que ya dejó a su paso la burbuja financiera e inmobiliaria en las economías más frágiles de la Eurozona.
Gracias a la política de austeridad a ultranza, donde el desenfreno de la burbuja financiera e inmobiliaria dejó paro hay más paro; donde dejó déficit hay más déficit; donde dejó problemas de financiación hay más problemas de financiación. Una crisis manejable en sus inicios se ha convertido, gracias a la política de austeridad a ultranza, en una amenaza para la supervivencia del euro, con su abrumador cortejo de negros presagios.
Nadie duda de que este paisaje económico es desolador, ni siquiera Weidmann y el Bundesbank. Solo que Weidmann y el Bundesbank son ya los únicos o casi los únicos en seguir sosteniendo que la desolación de este paisaje económico no justifica un cambio de rumbo en la política de austeridad a ultranza adoptada contra la crisis. Hacerlo sería tanto como reconocer que una constatación empírica, así sea tan clamorosa como la ruina de Grecia, Irlanda y Portugal, a la que pronto puede seguir la de España e Italia, y quién sabe si la de toda Europa, debería pesar más que una especulación teórica acerca de la sobrevaloración del papel del Banco Central Europeo en la solución de la crisis del euro. Para Weidmann y el Bundesbank, para los economistas que razonan como Weidmann y el Bundesbank, sería tanto como un mundo al revés, un mundo en el que las decisiones económicas responderían a los zafios estímulos de los hechos y no a las exigencias asépticas de la teoría.
En 1932, un joven licenciado de la École Normale Supérieure de París, Paul Nizan, se despidió de los estudios filosóficos a los que se había consagrado hasta entonces con un iracundo ensayo titulado Los perros guardianes. Nizan reprochaba a los filósofos de su tiempo extraviarse en una logomaquia de conceptos que, en último extremo, les servía de justificación para mantener fuera de su campo de preocupaciones los múltiples problemas que acabarían desencadenando la catástrofe apenas unos años más tarde. Bien estaba hablar de ananké, cogito, noúmeno y otras construcciones racionales destiladas desde los tiempos clásicos, pero, en la perspectiva de Nizan, había llegado el momento de colocar la filosofía y a los filósofos contra la pared y requerirles su opinión “sobre la guerra, el colonialismo, la racionalización de las fábricas, el amor, las diferentes formas de morir, el paro, la política, el suicidio, las medidas de orden público, el aborto”; en fin, “sobre todos los asuntos que preocupan verdaderamente al mundo” y que, con mínimas variaciones, son los que le siguen preocupando, pese a la reverenciada fantasía de que las nuevas tecnologías han desencadenado una nueva era y una revolución civilizacional.
Si Nizan dirigía este inventario de problemas a la vez titánico y aproximativo a la filosofía y a los filósofos era porque, a la altura de 1932, se esperaba de la filosofía y de los filósofos que ofrecieran las respuestas capaces de conjurar el pavoroso horizonte que comenzaba a dibujarse.
Hoy, por el contrario, esas respuestas no se esperan de la filosofía y de los filósofos, y de ahí que la reiterada cantinela de dónde están la filosofía y los filósofos, de dónde están los intelectuales en estos tiempos de crisis, parezca obedecer a la desesperada incongruencia de reclamar que comparezcan los sastres para sofocar un incendio devorador. Por propia voluntad o por responsabilidad sobrevenida, el papel de la filosofía y de los filósofos lo ocupan hoy la economía y los economistas, lo cual no significa que el razonamiento de Nizan carezca de sentido. Significa, tan solo, que es a la economía y a los economistas, que es a quienes razonan como Weidmann y el Bundesbank bajo la dirección de Weidmann, a quienes habría que colocar contra la pared y requerirles su opinión sobre los asuntos que, para Nizan, preocupaban verdaderamente al mundo y que, por desgracia, le siguen preocupando. Requerirles su opinión, si no sobre todos los asuntos inventariados por Nizan, sí sobre la guerra, el paro, la política, el suicidio; requerirles su opinión, su modesta opinión, sobre la falta de atención en los hospitales, el deterioro de la educación pública o el destino de unos europeos que, con una vida de trabajo a las espaldas, temen verse desasistidos al final de sus días y con sus ahorros reducidos a simple calderilla. Requerírsela, incluso, sobre “la tragedia del hombre laborioso y capacitado que consagra su juventud a adquirir una técnica difícil y que luego se ve envejecer y morir en la miseria, sin que el mundo le haya ofrecido jamás la ocasión de ser útil y sin que haya podido probar si servía o no”; una tragedia que recuerda demasiado a la de millones de jóvenes europeos de hoy, pero que es, en realidad, la descripción que hizo el periodista español Chaves Nogales de la situación en la que se encontraba Alemania, precisamente Alemania, por las mismas fechas en las que Nizan escribió su iracundo ensayo Los perros guardianes.
Interesa la opinión de la economía y de los economistas, interesa sobre todo la opinión de la economía y de los economistas que razonan como Weidmann y el Bundesbank ante la crisis del euro, aunque sea obcecadamente previsible. El sufrimiento actual, vienen a decir, es el tributo que hay que pagar para alcanzar el bienestar futuro. Aun teniendo poca o ninguna confianza en la capacidad del ser humano para aprender de los errores del pasado, era difícil imaginar que la Europa que renunció a las grandes utopías, que la Europa que quiso unirse a fuerza de solidaridad y pequeños pasos, que la Europa que se construyó desde el convencimiento de que el poder político debía impedir el mal y no perseguir el bien, recuperaría alguna vez la forma de razonar que estuvo en el origen de la catástrofe. Al menos eso parecía haberlo aprendido Europa, que el sufrimiento presente no puede justificarse en nombre de ninguna felicidad futura. Incluso si esa felicidad futura se banaliza hasta el esperpento y, a diferencia de las grandes utopías del siglo XX, no promete ya un esplendoroso imperio de mil años ni una idílica sociedad sin clases, sino la singular, la prodigiosa, la épica conquista de ¡la consolidación fiscal!
“Si un químico inventa un explosivo, solo habrá actuado como químico y, probablemente, como buen químico”, escribió Paul Nizan. “Si después promueve el empleo de ese explosivo contra ciudades, contra obreros en huelga, entonces traiciona al ser humano aunque siga siendo buen químico, aunque no traicione a la química”.
La traición al ser humano que está revelando la política de austeridad a ultranza para combatir la crisis del euro no es la de la química y los químicos; ni siquiera la de la filosofía y los filósofos; tampoco la de los intelectuales. Es la traición de la economía y de los economistas, la de cierta economía y la de ciertos economistas. Clérigos celosos de los conceptos destilados por su ciencia, se desentienden de los devastadores efectos de aplicarlos sobre los europeos de hoy, a quienes arrojan sin que les tiemble el pulso, soberbios en el baluarte inexpugnable de sus especulaciones teóricas, al paro, la miseria, el miedo y la desesperanza. Exactamente como, referido a la filosofía y a los filósofos, denunciaba Paul Nizan.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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