Que un programa europeo cumpla 25 años y en términos generales se considere un éxito es algo que no suele ocurrir. Este es el mérito del programa Erasmus. El pasado 11 de mayo celebramos en la Universidad de Granada un acto académico para conmemorar y reflexionar sobre el nacimiento, el desarrollo y las vicisitudes que ha conocido uno de los programas más conocido y valorado por la opinión pública europea. En mi presentación me permití calificar al programa Erasmus como un ejemplo de la buena Europa.
Tal vez sea útil recordar su génesis y lo que pretendíamos realizar cuando decidimos ponerlo en marcha hace ya 25 años. En los ochenta, la entonces Comunidad Europea languidecía. No era capaz de recuperar el pulso de la integración y se buscaba un gran objetivo para relanzar el proyecto europeo. El fin de las dos dictaduras ibéricas, Portugal y España, y la necesidad histórica de acoger a estas dos incipientes democracias en el seno de la Comunidad determinaron la elección: habría ampliación, que estaría acompañada de un gran proyecto, la culminación efectiva del Mercado Común. La adhesión de España y Portugal y la realización del mercado interior sin fronteras fueron las herramientas escogidas en la década de los ochenta para progresar en la integración europea. Dos ideas fuerza se utilizaron. La realización de un gran mercado integrado y sin fronteras y la llamada Europa de los ciudadanos.
El instrumento jurídico elegido, el Acta Única, pretendía terminar con todas las barreras burocráticas y administrativas que de hecho impedían la libre circulación de personas y bienes. El gran objetivo consistía en superar los excesos nacionalistas de los Estados miembros y el bloqueo de la integración.
Todo desde una perspectiva novedosa, la integración europea solo tendría sentido si contenía una fuerte dimensión social y era reconocida abiertamente por los ciudadanos europeos.
El proyecto de la Europa de los ciudadanos pretendía pues trasladar a la opinión pública la importancia y la racionalidad de la integración europea y hacerle comprender que en el día a día muchas de las decisiones que tomarían las instituciones comunitarias terminarían por afectarles de una manera directa en su vida cotidiana.
Una parte que se consideraba clave en el desarrollo de este proyecto era atraer a los jóvenes hacia el proyecto europeo. Queríamos jóvenes abiertos, que hablaran idiomas, que aceptaran normalmente desplazarse a otros países, deseosos de conocer a otras gentes; queríamos universitarios cosmopolitas, con una visión generosa del mundo.
Estoy hablando de un mundo, y de una Europa, que hace 25 años estaba dividida; existía el muro de Berlín. No sabíamos lo que era la sociedad de la información y, claro está, la globalización no se atisbaba en el horizonte. Internet no existía. Tampoco el móvil. Ni soñábamos con el IPad.
Erasmus nació de un serio conflicto con algunos Estados miembros. Hoy puede parecer extravagante, pero en aquel tiempo la educación y la cultura se consideraban como parte indisociable de la identidad y soberanía nacional. Así pues, ni la educación ni la cultura podían ser objeto de políticas comunitarias.
En la Comisión Europea llegamos a la conclusión de que no era posible mantener un sistema universitario cerrado. Lo que Europa necesitaba era justamente lo contrario: permitir la movilidad de los jóvenes universitarios y permitir a las universidades desarrollar su propia autonomía en la organización de redes europeas.
Pensamos en una solución arriesgada. Ya que no podemos hacer políticas comunitarias con la educación y la cultura que son competencia exclusiva de los Estados miembros, hagamos programas comunitarios que sí son competencia de la Comisión Europea.
En un primer momento la reacción de algunos Estados miembros fue muy hostil. El presumible veto de algunos países hacía muy difícil el tránsito por el Consejo de Ministros. Aun así decidimos presentarlo.
La Presidencia del Consejo de Ministros presentó una propuesta de compromiso que dejaba el programa Erasmus en los huesos: no habría movilidad de estudiantes, no habría autonomía de las universidades para constituir sus redes y, lo más grave, sería un programa sin presupuesto. No tenía ningún sentido aprobar aquellas conclusiones de la Presidencia del Consejo y llamé por teléfono a Jacques Delors para informarle de lo ocurrido. Se nos caía uno de los programas más emblemáticos de la Europa de los ciudadanos. En estas condiciones, le manifesté, lo mejor era retirarlo poniendo de manifiesto la falta de colaboración de los ministros de Educación. La respuesta fue rotunda. “Retíralo, los Estados miembros tienen que comprender que esta Comisión no va aceptar cualquier cosa”.
Volví a la sala del Consejo y les anuncié que la Comisión retiraba el programa Erasmus. Era la primera vez que la Comisión Europea retiraba una decisión de la agenda del Consejo de Ministros. Aquello funcionó. Algún tiempo después el programa Erasmus se aprobaba felizmente en el Consejo de Ministros de Educación el 15 de junio de 1987.
Creo que Erasmus, con sus imperfecciones, ha sido un gran éxito y es un programa que está íntimamente asociado con la idea de la unidad europea, y desde luego con la movilidad de estudiantes universitarios.
Unos datos básicos pueden ilustrar la aceptación del programa. La primera promoción de Erasmus en 1987 representó 3.244 estudiantes, 25 años más tarde alcanza los 200.000 estudiantes al año. El total acumulado de estos 25 años supera los 2,5 millones de estudiantes europeos que han estudiado en una universidad de otro Estado miembro.
En España, Erasmus es un programa emblemático en nuestras universidades. Más de 30.000 estudiantes españoles lo utilizan. Somos también el principal receptor de becarios Erasmus de otros países. Queda mucho por hacer y a pesar del aumento espectacular en estudiantes y presupuesto estamos todavía en cifras absolutas muy bajas, especialmente en el intercambio de profesorado, pero con todas estas deficiencias hay que reconocer que hemos progresado.
Quiero participar desde esta tribuna en un debate muy universitario sobre Erasmus. Sobre todo en el ámbito de los becarios: “¡Me voy de Erasmus! ¡Cómo me lo voy a pasar!”. Al programa Erasmus se le ha atacado como favorecedor del turismo universitario propicio a la juerga y al bajo rendimiento académico. No estoy de acuerdo con esta crítica generalizada. Tampoco negaré que los becarios Erasmus sean inmunes al botellón. La juerga y la excesiva ingesta de alcohol por nuestros jóvenes, por nuestros estudiantes, es un problema general que no depende de la naturaleza de una beca. Me parece un estereotipo desafortunado, aunque sea un mito entre nuestros estudiantes, la historia de la película francesa L’Auberge espagnoltrasplantado al hecho de que España sea el principal receptor de becas Erasmus.
Quiero recordar que un componente fundamental del programa Erasmus es conocer y vivir otra realidad distinta a la de tu país de origen. Así se entiende mejor la complejidad de la integración europea, su riqueza y su diversidad.
No se pierde el tiempo si en una época de tu formación universitaria tienes la posibilidad de abrir tus horizontes intelectuales con otros universitarios de otras nacionalidades, conviviendo con ellos, trabajando con otros profesores. Viajar, conocer a otros que son diferentes a ti es también un valor que forma a la persona.
Es verdad que hay que reconsiderar ciertos aspectos del programa y ser más exigentes con la obligación del estudiante Erasmus de un buen rendimiento académico. Los profesores tampoco pueden banalizar el programa aprobando generosamente a los becarios Erasmus si no se lo merecen. Es evidente que hay que aumentar el nivel de conocimiento de las lenguas. Inútil insistir en que hay que mejorar fundamentalmente el intercambio de profesores.
Si se ha decidido rebajar el presupuesto destinado a las becas Erasmus es porque no hay un duro. Es mejor decirlo así y no justificarlo porque Erasmus tenga algunas carencias. No cometamos el error de vaciar la bañera con el bebé dentro.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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