Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas para dar remedio a ella. (El Quijote, Cap. XV, 1ª parte)
Todos recordamos la polémica suscitada hace unos años por las declaraciones de la parlamentaria Montserrat Nebrera en las que se burlaba del acento de la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, por su condición de andaluza. Parecía desconocer la citada parlamentaria que no hay acentos mejores ni peores por haber nacido en Cádiz, en Pamplona o en Lugo; lo que sí existen, sin embargo, son variantes más apartadas de la norma estándar del español —¿las más cerradas?— que están desprestigiadas socialmente. Y estas pueden ser emitidas por hablantes gallegos, aragoneses, vascos, catalanes, pasiegos, etcétera, y también, más de lo deseable, por andaluces.
Es cierto que nuestra exministra no es un portento de la comunicación oral; no lo es no tanto por su acento andaluz cuanto por otras causas. Sabemos que hablar bien depende de la riqueza y adecuación léxica, de la forma de conectar unas ideas con otras, de la manera de manejar las pausas, de la capacidad de utilizar mecanismos argumentativos, etcétera, y en nada de ello mostraba una especial destreza. Pero no es esta la cuestión que ahora nos importa, sino la absurda polémica, atizada políticamente, que se produjo y en la cual nadie sugirió el plantearse qué se podría hacer para potenciar las destrezas orales de los españoles.
Por desgracia, la enseñanza del bien hablar se reduce en nuestro país a esos cursos impartidos a ejecutivos, con títulos tan directos como: Hablar bien en público, Cómo comunicarse bien en público…, en los que, como por arte de birlibirloque o de encantamiento, se pretende enseñar a hablar a sus “encorbatados” asistentes sin ir más allá de repetir, en todos los casos, las mismas cuestiones: a) La necesidad de luchar contra el miedo; b) La obligación de tener confianza en uno mismo y expresar las ideas con contundencia; c) El uso correcto de las manos y del cuerpo, etcétera, todas necesarias, pero insuficientes. Ante tal abandono, cabe preguntarse: ¿por qué en nuestros institutos y universidades no se enseña a los alumnos a afrontar situaciones de formalidad como entrevistas, exposiciones o discursos?
Cuentan aficionados a la agricultura que, a veces, al intentar sacar el rábano de la tierra, por inexperiencia, lo hacen con tal fuerza que pierden su raíz, la parte más sabrosa, y se quedan con las hojas en la mano. Desde hace más de un siglo, en el estudio de nuestro idioma ha pasado algo parecido: se abandonó la vertiente más productiva, la práctica, en favor de la descripción sincrónica de sus estructuras (fonética, morfología, sintaxis y semántica). Los tiempos verbales, los pronombres personales, las oraciones de relativo (explicativas y especificativas) o la función de complemento directo o indirecto que el pronombre podía tener en determinadas oraciones han sido el centro de tal docencia. En la universidad, en la especialidad de Filología Española, tales contenidos se acompañaron de los estudios de la historia del español (su evolución desde el latín hasta nuestros días) y de su dialectología (estudios de los dialectos: andaluz, asturiano-leonés, murciano, extremeño…). Las disciplinas correspondientes a estos estudios no podían contemplar el aprendizaje de la lengua oral, que se abandonó a su adquisición espontánea por parte de los hablantes.
Bien es verdad que este estado de cosas no siempre fue así. La tradición de los estudios universitarios daba gran importancia a los contenidos retóricos, los cuales implicaban, entre otros menesteres, el aprendizaje de la lengua oral, de la práctica discursiva. Por ejemplo, un estudioso de la lengua española, M. Metzeltin, en 2003, explica cómo en el siglo XVIII Mayans y Siscar elaboró un Informe al Rei sobre el methodo de enseñar en las universidades de España (1767), solicitado por el secretario de Gracia y Justicia; en él propuso, entre otras cátedras, las de Retórica y Poética, e insistía en que los estudiantes tuvieran que aprender a interpretar, recitar, traducir y componer. Y cuando se habla de componer no solo se alude al redactar por escrito un texto, sino a su expresión oral también. Había, por tanto, unas disciplinas que incidían de forma directa en el dominio del lenguaje como medio de comunicación.
¿Qué pasó? ¿Cómo se dejó de lado esta parte más productiva de la docencia? ¿Por qué en nuestras universidades, en el último siglo, no se nos enseñó a hablar en público? Si verdaderamente tal hábito venía potenciado por la tradición, ¿qué hubo de suceder para que se abandonara? Podemos decir que el camino del infierno al que se condenó tal adiestramiento estuvo empedrado de buenas intenciones, si bien estas, a veces, aun llevándose a cabo con moderación, conllevan demasiados inconvenientes. Aunque las hojas fueran necesarias, ¿por qué se abandonó la raíz del rábano, que es la parte más jugosa?
En el mismo artículo, Metzeltin nos especifica el origen del cambio: los nacionalismos nacidos de la Revolución Francesa y posterior dominio napoleónico. Estos exigían la “invención” de una lengua y de una literatura nacional, así como la “necesidad” de potenciar su estudio, lo que determinó que fuera el conocimiento de los distintos niveles (fonético, morfosintáctica y semántico) lo que, poco a poco, se iba incorporando a los programas de los diferentes tramos docentes. Hemos asistido, por tanto, a una revolución que no supo incorporar lo positivo del estado anterior.
Hoy se hace necesaria esa docencia que vaya de la práctica a la teoría (y he dicho bien) y viceversa, lo que requiere, entre otras cosas, programas con objetivos diferentes. ¿Se imaginan ustedes a un relojero que supiera descomponer un reloj, pero que no supiera armarlo? Pues a eso creo que llevó el hecho de centrar toda la atención del estudio de la lengua española en el conocimiento de las estructuras y planos sin pensar en esa otra parte creativa, tan necesaria.
¿Qué habrá que hacer, podemos preguntarnos, para ensamblar los dos tipos de conocimientos? El primer paso lo han de dar las autoridades académicas, quienes deberían saber —aunque no sé si lo sabrán— o deberían tener asesores que así se lo hicieran saber —aunque tampoco sé si los tendrán— que es posible una enseñanza de la lengua española que incluya determinados tipos de prácticas que conduzcan a un mejor manejo de la modalidad oral en situaciones formales. También sería conveniente que desde ministerios y comunidades se empiecen a potenciar proyectos de creación de materiales que faciliten esa enseñanzareal de la lengua oral al profesorado de los distintos niveles. Para ello, contamos con los conocimientos aportados por las recientes disciplinas lingüísticas, en especial el análisis del discurso (las formas de iniciar una intervención, los marcadores que unen las partes de una exposición, los mecanismos para argumentar, la supresión de las muletillas, etcétera). No se trata, ni mucho menos, de prescindir de los conocimientos gramaticales, sino de enseñarlos imbricados con esos otros conocimientos que han de hacer que nuestros alumnos sepan enfrentarse a situaciones orales diferentes de las de todos los días y en las que tengan que unir varias ideas o argumentar sobre determinados temas. A partir del curso 2012-2013, en la Universidad de Almería —en el grado en Filología Hispánica— se impartirá una asignatura con esta finalidad.
En tanto no se cree de manera real tal necesidad de enseñar la lengua oral en nuestros centros docentes, seguiremos asistiendo perplejos a la dicotomía entre lo que dicen los boletines oficiales (con ese léxico seudocientífico y anglicado) sobre las destrezas orales y realmente lo que se enseña. Esto sí que es ciencia ficción.
Confiemos en que en la próxima polémica que surja acerca de lo mal que hablamos unos u otros, quiera la ventura “dejar una puerta abierta en la desdicha” para que en vez de incentivarla den “remedio a ella”. So pena que queramos seguir como estamos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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