Por Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia (ABC, 17/08/2012).
EN la primavera de 1923, una multitud de mujeres —veladas por supuesto— ocupaba la estación cairota de Bab elHadid. Esperaban a Hoda Shaarawi y a Saiza Nabarawi, delegadas en el Encuentro de Mujeres que acababa de celebrarse en Roma. Al asomar en la plataforma del vagón, primero Hoda y después su compañera más joven, se llevaron la mano al rostro y se arrancaron el velo. El entusiasmo de las presentes estalló en aclamaciones y aplausos y muchas de ellas imitaron el gesto: comenzaba el final visible de reclusiones y harenes. El contrapunto a tal emoción lo ponía el disgusto de los eunucos acompañantes de las que pertenecían a familias acomodadas: temían los infelices emasculados, en primer término, las represalias inmediatas de padres y maridos por su ineficacia en la vigilancia y, en segundo lugar, el anuncio del fin de una sociedad en la que su estatus, su función y la necesidad de la misma acabarían por liquidarse. Y se empezaba por el símbolo principal.
El velo había ido perdiendo su pretexto de vaga motivación religiosa (alguna aleya del Corán que ya me aburre citar de nuevo) para constituir desde hacía mucho tiempo una forma de expresión de nivel social y personal: todas las mujeres de clase alta lo llevaban, las de clase media y baja imitaban a las otras por presión de la sociedad y para asimilarse imaginariamente a ellas y las campesinas (el 80% de la población femenina) lo omitían porque el trabajo en el campo y la vida en comunidades pequeñas donde todo el mundo se conocía hacían poco viable su mantenimiento. El velo simbolizaba el encierro físico y moral que padecían las egipcias y musulmanas en general. Se necesitaba un cúmulo de circunstancias que propiciaran la ruptura y estas fueron la incipiente industrialización, los contactos con el exterior, la presencia en el país de colonias de extranjeros —por añadidura a los coptos locales—, los viajes al exterior y las convulsiones políticas de principios del siglo XX. Y Hoda Shaarawi terminó reuniendo en sí todas las condiciones precisas para obrar de espoleta.
Hoda (1879–1947) había nacido en Minya, hija de Sultán Pachá, un rico y alto funcionario del Jedive y de madre circasiana (Iqbal Hanim), llegada a El Cairo tras el exterminio de su familia en el Cáucaso por los rusos. Su padre —a quien se acusó de haber colaborado con los ingleses en la ocupación de Egipto en 1882— falleció en 1884, pero esta circunstancia dramática no cambió el rango ni la riqueza de la familia. Como todas las jóvenes de la aristocracia, se la educó en casa y vivió encerrada en el harén. Contra su deseo, fue casada a los 13 años con un primo mucho mayor que ella, comenzando ahí su toma de conciencia de la injusta situación que vivían las mujeres. Un carácter de resistencia forjado en el terror al marido, que tampoco era ningún monstruo, en términos relativos al lugar y el momento. Sin embargo, ella misma refiere en sus
Memorias los comienzos de su vida conyugal, vivida a través del prisma de la niña que era: «Por la tarde, cuando oía los pasos de mi marido en la escalera, yo era la primera de las mujeres que corría a esconderse detrás de una cortina, tal como prescribía la norma al acercarse cualquier varón que no fuese el propio esposo. Quienes contemplaban la escena rompían a reír y me obligaban a recibir a mi marido, lo que hacía con gran nerviosismo». Tras 15 meses de sobresaltada convivencia —cuando una esclava-concubina dio un hijo al hombre— ella decidió separarse, continuar sus clases de piano y francés, pintar y avanzar en su formación de adulta. Todo ello fue posible por su pertenencia a una familia de clase alta, y es ocioso comentar qué habría sido de ella, caso de tratarse de una pobre mujer de el-Guriyya o Sayyida Zeinab, que no son, ni eran, los barrios más pobres de El Cairo. En ese tiempo (los años en que vivió al margen del marido, 1892–1900), hubo de suspender sus clases de lengua árabe por el mal trato que propinaban los eunucos de su casa al jeque-profesor, cuya presencia, aun viejo, tanto les soliviantaba.
Y en esa época, Hoda fue comprendiendo la opresión y restricciones que formaban parte de la existencia de las mujeres del país y se dedicó a trabajar por la causa de su dignidad. Tras reconciliarse con el marido, tuvo dos hijos, asistió a la declaración de Egipto como Protectorado inglés (1914), a la muerte de su madre, de su hermano Omar y de su esposo (1922) y tomó parte, dentro del partido Wafd, en las luchas políticas que culminarían en la independencia de Egipto en 1922. Decepcionada y frustrada ante las inconsecuencias y chalaneos cobardes de los políticos, en 1924 dimitió como presidenta del Comité Central de Mujeres del Wafd, aunque nunca, hasta su muerte, renunció a dirigir el movimiento de las mujeres egipcias en la Unión Feminista Egipcia por conseguir la igualdad.
Y, de pronto, en julio de 2012, en el Egipto de los Hermanos Musulmanes fundan una especie de Telefantomas, para dejar bien claros su triunfo y su dominio absoluto de la sociedad. Algo imposible de imaginar en el Egipto de los sesenta y setenta, donde no solo la indumentaria, las relaciones humanas ofrecían unas ciertas posibilidades de tolerancia y convivencia relativamente pacífica y aceptable. Hasta que Anwar es-Sadat —que acabaría asesinado por la Gama ‘a Islamiyya, una fracción de los Hermanos— inició un proceso de permisividad (por entonces podía verse a los Hermanos haciendo propaganda tranquilamente en los transportes de El Cairo, pese a estar fuera de la ley) que les abrió la penetración y hegemonía en el tejido social, hasta el momento presente en que han decidido acabar con la ficción de que hay un poder civil laico, aparte del militar.
Y aparece una televisión islámica perfecta en que las mujeres (ver ABC, 31-VII-12) no muestran ni un centímetro de piel, cubiertas de negro y con guantes y velos no menos atramentosos. Los islamistas han perfeccionado la técnica represiva e imponen la oscuridad total: en tiempos de Hoda, los velos también eran blancos, transparentes, medio caídos, con una cierta concesión al relajamiento porque aquello no podía sostenerse más. Desconozco la programación de tan atractivo proyecto, pero intuyo que las películas con mujeres visibles (o sea, todas), la música (otra de las fobias de los beatos del islam), la poesía, el teatro, el fútbol, los noticiarios con imágenes claramente humanas y, en general, cualquier manifestación lúdica o liberadora estarán prohibidos, aunque proliferen las salmodias del Corán, las entrevistas a sacos vivientes que proclaman su felicidad y cuán libres se sienten al ir metidas en eso y los denuestos antiimperialistas, antisionistas, anticolonialistas y algún anti más que me olvido. Un éxito comercial y cultural asegurado pero, si se controlan los ministerios de Cultura y de al-Awqaf, problemas de liquidez y permanencia no habrá.
Sin embargo, sospecho que Hoda y tantas otras, que lucharon por su dignidad en lo cotidiano, lo más difícil, se removerán asqueadas en sus tumbas, por lo baldío de su esfuerzo y por la connivencia de los occidentales que, por acción y omisión, están propiciando lo que sucede a sus nietas y biznietas. Sin la complicidad muda de Occidente, los Hermanos Musulmanes no podrían devolver Egipto al siglo XVIII, cuando Napoleón ni había nacido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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