Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional (La Vanguardia, 16/08/2012).
Está a punto de verificarse experimentalmente la existencia del llamado bosón de Higgs, de una importancia capital, según dicen, para encontrar una explicación científica al origen de la materia. La verdad es que no entiendo nada de todo esto y quizás lo que acabo de decir es falso e inexacto. Pero en todo caso, aquello que se quiere demostrar hoy con el famoso bosón –palabreja que, según el diccionario, equivale en física a partícula elemental– ha preocupado a los filósofos desde la Grecia clásica. En el fondo se trata de encontrar el origen del mundo y de la vida, el origen de nosotros mismos. Acabo de leer el libro Gente peligrosa del historiador Philipp Blom (Anagrama, Barcelona, 2012). Apasionante. Su subtítulo es “El radicalismo olvidado de la Ilustración europea”. En efecto, cuando tratamos de los ilustrados del siglo XVIII nos vienen enseguida a la memoria los nombres de Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Kant. Ciertamente también la Enciclopedia francesa, aquella gran obra colectiva que compendiaba el saber más avanzado de la época. Pero olvidamos a ilustrados injustamente considerados como menores. Este libro trata de algunos de ellos, de los más materialistas y contrarios a las ideas religiosas.
La obra se centra en los debates que tuvieron lugar durante casi treinta años en la confortable casa parisina del barón D’Holbach, en la segunda mitad del siglo XVIII, justo antes de la Revolución Francesa. D’Holbach era un filósofo y científico de origen alemán, poseedor de una fortuna familiar considerable, que dedicó su vida a desarrollar los ideales ilustrados. Todos los jueves y domingos abría los salones de su casa a los más conspicuos intelectuales subversivos de la época y, en el agradable entorno de opíparas cenas, se debatía libremente sobre las grandes cuestiones científicas, filosóficas, políticas, literarias y sociales.
En estas veladas brillaba muy especialmente el culto, agudo, infatigable y locuaz Diderot, íntimo amigo de D’Holbach y gran artífice de La Enciclopedia (sobre la que Blom ha publicado también otro excelente libro, también editado por Anagrama). Muchas de las voces de la obra surgieron en estos debates, el mismo D’Holbach escribió cientos de ellas. El salón tuvo sus fieles más habituales, aquellos otros que asistían al principio y pronto se alejaron por discrepancias personales o ideológicas –la ruptura más conocida fue la de Rousseau, un paranoico más romántico que ilustrado– y aquellos extranjeros que lo frecuentaron durante sus estancias parisinas, como fue el caso de Hume, Franklin o Beccaria. En todo caso, el salón de D’Holbach constituye una referencia ineludible de la cultura europea de la época.
El libro de Blom no sólo trata de las ideas que allí se discutieron, del pensamiento de unos y otros, sino también de las relaciones entre ellos, de su vida privada, de sus dificultades con la censura, de los riesgos que corrían –nada menos que su vida y todos sus bienes– en aquella Francia absolutista dominada políticamente por la monarquía e ideológicamente por la Iglesia católica.
¡Menuda gente fueron aquellos ilustrados! Bajo capa de respetabilidad social, ejercían una labor subversiva, especialmente en el mundo de la moral y las ideas, que ponía en cuestión todo el establishment de la época y que, con el tiempo, ha dado sus frutos. Sólo apuntar que el mismo barón D’Holbach publicó secretamente su muy considerable obra en Holanda, naturalmente bajo seudónimo y la verdadera identidad del autor no se conoció hasta bien entrado el siglo siguiente. Eran gente muy trabajadora, moralmente recta y con una admirable honestidad intelectual. Actuaban a contracorriente de los valores y las jerarquías dominantes y, aunque eran conocidos como escritores y filósofos, cuando no había más remedio hacían circular sus peligrosas ideas clandestinamente.
La principal diferencia con otros ilustrados no radicales –como Voltaire o Kant– tenía dos vertientes principales, una filosófica y otra moral. En lo filosófico, los radicales se consideraban herederos de las ideas de Descartes y Spinoza pero dando una vuelta de tuerca más a sus razonamientos: el origen de la vida únicamente podía explicarse por razones materiales, había cuerpo pero no alma, la filosofía no era especulación metafísica sino ciencia, es decir, razón y experimentación. En cuanto a la moral, se sentían deudores de la tradición hedonista (Epicuro y, especialmente, Lucrecio) aunque también de la estoica (sobre todo, Séneca), con lo cual conseguían un equilibrio en el que la búsqueda del placer estaba limitada por la existencia de otros seres humanos, es decir, todo lo que se percibe como agradable por los sentidos debe ser aceptado moralmente excepto que ello perjudique a los demás.
Así pues, las ideas radicales ilustradas son un precedente de Darwin, de Einstein y de Freud, sin ellas no se habrían dado los actuales avances en neurociencia, en investigación con células madre o en física de partículas, ni Higgs habría intuido su famoso bosón ni el equipo del CERN estaría a punto de probar su existencia. Gente realmente peligrosa.
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