Por José María Carrascal (ABC, 078/08/2012)
Parodiando a Vargas Llosa: «¿Cuándo empezó a joderse Cataluña?» Pues cuando renunció a ser la parte más dinámica, más moderna, más creativa, más rica de España, para dedicarse a crear un Estado-nación propio. Esfuerzo al que el nacionalismo catalán ha dedicado sus mayores y mejores energías durante siglo y medio, del que hay que descontar los 38 años de franquismo. Aunque el nacionalismo siguiera bullendo bajo él e incluso saliera fortalecido ya que el franquismo volcó en Cataluña las inversiones del Estado, al tiempo que le convertía en mártir, la sangre más fecunda para la proliferación. Así de robusto llegó a la democracia.
Pero el nacionalismo catalán, como los restantes, aparte de la mentira inicial de todos ellos —considerar a un grupo humano distinto e incluso superior al resto (todos los grupos humanos son distintos y en todos hay individuos mejores y peores que los demás)—, se construye sobre leyendas. No me refiero a que la senyera catalana (en realidad, de la Corona de Aragón) fue producto de la sangre de uno de sus reyes sobre un escudo —falso, según oí a un historiador catalán—, sino a atribuir a los Decretos de Nueva Planta, con la abolición de la Generalitat, la decadencia de Cataluña. Cuando gracias a esos decretos se estableció por primera vez un «mercado común» español, sobre el que Cataluña empezó su despliegue sobre el resto de España, gracias a su laboriosidad y a su espíritu empresarial.
Por Cataluña nos llegaron todas las corrientes artísticas europeas, junto al maquinismo y la revolución industrial. Allí se tendió la primera línea férrea y funcionó el primer telar, al que siguieron máquinas y productos de todas clases que encontraron fácil salida, gracias a barreras arancelarias impuestas a productos extranjeros. En Cataluña, junto al País Vasco, surgen las dos primeras burguesías españolas, que curiosa, pero inevitablemente, alentarían la revolución burguesa. Pero el fracaso en este terreno fue total. La Primera República, con dos de sus cuatro presidentes catalanes, provocó la desintegración en cadena del Estado, no ya por los nacionalismos, sino por los cantonalismos. Sin embargo, el peso de Cataluña en España no hizo más que crecer en España e incluso durante el franquismo se abriría allí la primera autopista y la primera fábrica de automóviles.
Pero un artículo no es un libro de historia y salto a nuestros días, con el nacionalismo catalán consagrado constitucionalmente y gobernando anticonstitucionalmente en diversos aspectos. ¿Qué ha traído a Cataluña durante tres décadas de hegemonía política? Pues el retroceso progresivo a ininterrumpido respecto al resto de las Autonomías españolas, hasta el punto de que, hoy, Cataluña es incapaz de pagar los hospitales y centros asistenciales. ¿Por qué? Pues por equivocarse en el tiempo y en la estrategia, dos fallos letales en política, que exige hacer lo que se requiere en el momento oportuno. Y el imperativo de este momento es la globalización o, por lo menos, una política de bloques, mientras el nacionalismo tiende por naturaleza a la fragmentación. Pedir una hacienda propia, como hacen los políticos catalanes, cuando la Comunidad Europea busca una hacienda común es tan anacrónico como volver a las diligencias. Pero si ese fue un error histórico, mayor aún fue el de la gestión.
Tras el fracaso del proyecto «Países Catalanes», los líderes nacionalistas, con la complicidad de los socialistas catalanes, se dedicaron a fer nació, a hacer nación, en vez de hacer una Cataluña más moderna, más productiva, más dinámica, gastándose un río de dinero en ello. Lo que si en un nacionalista es hasta cierto punto explicable, en un socialista contradice la esencia internacionalista, igualitaria y progresista de su partido. Claro que en eso va deviniendo el socialismo, incapaz de adaptarse a la marcha de los tiempos.
En cualquier caso, la consecuencia ha sido que Cataluña es la Comunidad más endeudada de España, viéndose obligada a pedir dinero al Estado español para cubrir sus próximos vencimientos. Claro que lo ha hecho de la forma más ruin; echando la culpa a España de sus males. Ya decía Samuel Johnson que «el nacionalismo es el último refugio de los bribones». Si eso ocurría en el siglo XIX, no quiero decirles en el XXI, cuando ha perdido el aura romántica que le envolvió en un principio y al haber desparecido los más idealistas de sus promotores.
Pero la mayor sorpresa nos aguarda al comprobar que, hoy, Cataluña, después de tres décadas de hegemonía nacionalista y miles de millones gastados en su proyecto, es más española que nunca. Quiero decir que su situación es indiferenciable a la del resto de España, pese a haber sido gobernada con el decidido propósito de alejarse de ella: tienen la misma deuda agobiante encima, una administración sobredimensionada y poco eficaz, un problema de identidad que se agranda en vez de disminuir, serios problemas de crecimiento interno y, lo más grave, una corrupción institucional galopante, que en el resto de España se airea y en Cataluña trata de ocultarse por todos los medios, pero que surge por todas las grietas del sistema, desde el famoso «tres por ciento», aún no aclarado, al último escándalo de las ITV, con Oriol Pujol envuelto, pasando por el desfalco del Palau, que en Inglaterra sería como si alguien hubiera metido la mano en la caja del British Museum. No, el nacionalismo no ha traído la prosperidad a Cataluña pese a haber hecho y deshecho allí a su antojo y todo apunta que no la traerá incluso con la independencia, por algo que se niegan a reconocer: Cataluña es España, la parte más europea, más sofisticada, más práctica. Al menos lo era hasta que el nacionalismo comenzó a gobernar contra todo lo que era el seny:el sentido común, la responsabilidad, el pragmatismo.
Hace más de treinta años publiqué en ABC un artículo titulado «Catalanizar España», donde proponía que esas virtudes catalanas se trasladasen al resto del país, al ser la base de la democracia y de la convivencia. Hoy, pese a los muchos y buenos amigos que tengo allí, apenas voy, por encontrar los mismos gritos, intemperancias, errores, anacronismos, corrupciones y pasiones que en cualquier otra Autonomía. ¿Acaso hay alguien más parecido al español castizo que Carod Rovira, estampa viva de aquel don Gundisalvo de Mingote (éste sí que era un catalán universal, culto, inteligente, sensible)?
En ello, nuestra democracia no ha otra cosa que en el resto: igualar por lo bajo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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