Por José Lázaro, profesor de Humanidades Médicas en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Vidas y muertes de Luis Martín-Santos y de Creencias mortíferas (En prensa) (El País, 25/08/2012).
Parece ser que la dirección del viento está cambiando. “Si arrepentimiento es pesar de haber hecho algo, entre las decenas y decenas de antiguos militantes de ETA que tuve ocasión de entrevistar a fondo durante años no conocí ninguno que se mostrase arrepentido de haberlo sido”, escribe Fernando Reinares (EL PAÍS, 13 de junio). “Antes que preocuparnos por la reinserción de asesinos que no se arrepienten, deberíamos pedirles que cuenten lo que saben”, añade Reverte (EL PAÍS, 25 de junio)
La verdad es que se agradece el aire fresco, porque los miasmas del confesionario eran ya irrespirables: “Patxi pide perdón, aunque no se arrepiente”; “Aitor se arrepiente, pero piensa que en el fondo tenía razón”; “Gorka no pide perdón ni se arrepiente, aunque considera la posibilidad de sentir un ligero dolor de los pecados”… ¿De verdad tiene sentido comunicarnos cada día el parte meteorológico sobre las almas, almitas y almejas de los terroristas encarcelados?
Hay dos formas diferentes de arrepentimiento: la conversión de los creyentes y la evolución de los pensantes. Son de hecho dos cosas tan distintas que ni siquiera deberíamos designarlas con el mismo término, pero lo cierto es que lo hacemos continuamente en el habla cotidiana. Esta lamentable polisemia del término “arrepentimiento” está llegando a confundirlo todo; sobre todo cuando se suma con el absurdo prestigio del perdón, con la incomprensión psicológica de los naturales deseos de venganza y con la difundida creencia de que en algo hay que creer (apoyada por casi todos los filósofos).
La conversión de los creyentes supone un cambio de rebaño que no afecta para nada al abismo que separa ideas y creencias. Si pensar es cambiar de ideas, creer y dejar de creer es ir visitando iglesias sin caer nunca en el peligroso vicio del pensamiento propio. Acaba de fallecer Roger Garaudy, un cráneo previlegiado que después de profesar con devoción el estalinismo (durante 35 años) se dio cuenta un buen día de su error… Y se convirtió, sucesivamente, al catolicismo y al islamismo (con negación del Holocausto incluida).
Mucho más interesante es el caso de Arthur Koestler, un ejemplo rarísimo de creyente con brotes de lucidez que después de pasar por el comunismo, el anticomunismo, el sionismo y la parapsicología, fue capaz de autodiagnosticarse el problema, tomó conciencia de su enfermiza propensión a los sistemas de creencias totalitarios y lo reconoció con una declaración impecable: “Sufro absolutitis”, decía.
Los tres rasgos que caracterizan a un auténtico creyente son totalmente opuestos a los que muestra un verdadero pensante: 1) la congelación de un sistema de afirmaciones que dejan de ser modificables y se hacen refractarias a cualquier tipo de crítica, refutación o cuestionamiento; 2) la investidura emocional de ese sistema de verdades absolutas, que se cargan afectivamente hasta identificarse con el propio núcleo sentimental del creyente que las ha adoptado; 3) la formación de una comunidad definida por el sistema de creencias compartidas, en el que llegan incluso a confundirse la identidad del grupo y la de cada uno de sus miembros.
A diferencia del creyente, un pensante se caracteriza por el carácter dinámico de sus conocimientos e ideas sobre la realidad. En las creencias se está, por las ideas se pasa.
El problema que plantean los militantes de ETA es que son auténticos creyentes casi todos. Y auténticos psicópatas buena parte de ellos. Los psicópatas no se curan, pero los creyentes algunas veces (no muchas) llegan a dejar de serlo. Para ayudarles a lograrlo es fundamental escucharlos. Se equivocan por completo quienes niegan la palabra a terroristas, violadores, fanáticos y sectarios: hay que dejarles hablar y escuchar con la mayor atención lo que dicen. Hay que estimularles a que se expresen y llegar a comprender (sin aprobarla) la oscura lógica que les ha llevado a ser lo que son. No todo el mundo, por supuesto, está obligado a escuchar semejante discurso. No parece oportuno retransmitirlo por televisión y tampoco son precisamente sus víctimas las personas idóneas para prestarle oídos. Pero no hay mejor forma de combatir el horror que entrando en su interior con una escucha atenta y explorando con mente abierta y fría hasta el último rincón de sus pestilentes sótanos. Hay que leer los escritos de Hitler y los de Stalin, el libro rojo de Mao y el verde de Gadafi, incluso los discursos de Franco y las proclamas de Bin Laden. Hay que leerlos, claro está, con guantes higiénicos, con ojo crítico y con mirada clínica. No hay que quemar a Sade, hay que analizarlo hasta la última coma. Sólo un general suicida renunciaría a la posibilidad de conocer directamente las reflexiones, las intenciones, los argumentos, las fantasías y los delirios del general que dirige el ejército enemigo.
Que hablen los arrepentidos. Que hablen ante el que sea capaz de escucharlos a fondo y ayudarles a comprender el sentido oculto de sus palabras. Es posible que entonces alguno logre realmente salir de sus creencias asesinas y reinsertarse en la racionalidad.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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