Por Juan-José López Burniol, notario (La Vanguardia, 25/08/2012).
Escribe Alain Minc –en su libro Una historia política de los intelectuales (Duomo)– estas palabras: “He regalado desde hace décadas un solo libro a las personas que aprecio: La extraña derrota. ¡Sin duda soy uno de sus más activos propagadores! He aquí un libro escrito durante el verano de 1940, prototipo de la historia en caliente, escondido, exhumado en 1946 y que constituye, más allá del análisis de la derrota, una reflexión nunca igualada sobre la depresión nerviosa de un país y la quiebra de sus élites”. Este libro fue, por así decirlo, el testamento de Marc Bloch, judío de raza y patriota francés por libre elección, historiador eminente, fundador con Lucien Febvre de los Annales d’Histoire Économique et Sociale, que –por su edad– se enroló voluntariamente en el ejército, combatió como capitán, entró en la Resistencia tras la derrota, luchó heroicamente –a diferencia de otros que luego gozaron de los laureles de la victoria– y fue fusilado en 1944. Tras la guerra le cubrió el silencio: Bloch no era comunista. Tardó en recuperarse su memoria. De hecho, La extraña derrota, publicada en 1946, pasó inadvertida hasta los setenta.
Bloch fue testigo de la debacle militar francesa, lo que le llevó a analizar la quiebra de la clase dirigente. “Por desgracia –escribe a su hijo– la iniciativa pertenece al enemigo; y la ignorancia de la gente que me rodea sigue asustándome…” En esta percepción está el origen de La extraña derrota, donde Bloch narra el desorden tras el ataque alemán, el desconcierto de los mandos, la inanidad de las órdenes, la torpeza de las decisiones estratégicas y la incuria del Estado Mayor. Según Bloch, el armisticio no era inevitable, ya que “con jefes de arterias cerebrales más flexibles”, la resistencia habría sido posible. La blandura de los generales lo desconcertaba, pero, más allá de este hecho, su conclusión fue que los jefes militares no habían fallado más que el resto de la clase dirigente francesa: parlamentarios, tecnócratas, funcionarios, industriales, banqueros, sindicalistas, universitarios, y periodistas. El desplome de Francia sólo se explica por una debilidad colectiva, suma de numerosas debilidades individuales. En esta línea, denuncia el derrotismo de la derecha francesa, que ha sido “una tradición constante a lo largo de casi todo nuestro devenir”, hasta el punto de que, entre las dos guerras, pasó del chovinismo impostado al appeasement temeroso. Asimismo, destaca que las clases dirigentes francesas aceptaron la democracia mientras que el sufragio universal respetó “la dominación tradicional ejercida sobre las provincias por los notables de las clases medias”; pero, en cuanto la “tragedia económica” de los años treinta precipitó la formación del Frente Popular, “la actitud de la mayor parte de la opinión burguesa fue inexcusable”, al mostrarse incapaz de comprender el “entusiasmo de las masas ante la esperanza de un mundo más justo”. Pero también destaca que “las masas sindicalizadas no supieron imbuirse de la idea de que, para ellas, nada era tan importante como imponer, con la mayor rapidez e intensidad, la derrota del nazismo”.
Al mismo tiempo, el periodista español Manuel Chaves Nogales escribió La agonía de Francia, libro breve y espléndido, en el que da cuenta de las razones que –según su percepción directa– llevaron a Francia a la rendición. Chaves describe la masa de funcionarios preocupados sólo por su seguridad, abandonando en las carreteras de Francia –de París a Tours y de Tours a Burdeos– la herencia de veinte siglos de civilización. Pero la corrupción de los hombres públicos no basta –añade– para explicar catástrofes como esta, que sólo se explica por el hecho de que Francia había pasado, entre las dos guerras, por algo peor que por una revolución triunfante: por dos revoluciones abortadas. Una, de derechas, la de las Ligas reaccionarias de 1934; y otra, de izquierdas, la del Frente Popular en 1936. Ambas crearon un estado de guerra civil latente, en la que los ciudadanos no se asesinaban entre ellos, pero mataban poco a poco al país. Este era el clima moral de Francia: la impotencia de los movimientos reaccionarios y revolucionarios, la falta de fe en las ideas y los sistemas, la convicción de la inutilidad de todo esfuerzo colectivo, habían creado un ambiente de impotencia y claudicación en las masas francesas. Francia estaba derrotada desde antes de comenzar la invasión.
Tanto uno como otro libro van a contracorriente de la construcción intelectual gaullista, comúnmente aceptada en Francia, según la cual el hundimiento de 1940 fue obra de un puñado de individuos despreciables que habían perdido el sentido del honor. Y no es así. Cuando un país entra en una crisis profunda y sostenida, la responsabilidad no recae sólo en sus dirigentes políticos, a los que resulta muy cómodo atribuir el rol de chivos expiatorios, sino que es compartida por la totalidad de la clase dirigente. Toda gran crisis va siempre precedida por la quiebra de las élites. En el Norte y en el Sur.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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