Por Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales ABC, 25/08/2012).
Escribe Hölderlin, acaso el mejor de todos los poetas: «mas, como la primavera, vaga el genio de país en país». El maestro Antonio Truyol sitúa esta frase en su lengua original (Doch wie der Frühling wandelt der Genius Von Land zuLand) en el frontispicio de su ya clásica Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado. Vamos con el primer ejemplo. He aquí la opinión de un griego (y no era uno cualquiera, sino El Filósofo) sobre ciertas gentes de lugares remotos: los helenos son nobles en todas partes; los bárbaros, en cambio, son esclavos por naturaleza (Aristóteles, Política, I, 6). Acerca de Roma y el status libertatis, la memoria del alumno retorna con nostalgia al capítulo sobre la manumisión que tanto complace a los profesores de Derecho romano. La historia del antisemitismo contiene el catálogo de la insuperable capacidad humana para despreciar a su prójimo. Lo mismo, a veces peor, en la selecta literatura colonial sobre el «destino» del hombre blanco. Tópicos y prejuicios, caldo de cultivo para el odio y el fanatismo, apuntan al corazón mismo de las tinieblas, allí donde se incuban los sentimientos de dignidad ofendida. Juego peligroso. Fracaso seguro.
Por fortuna, hay pocas teorías tan desprestigiadas como la aplicación a la política del determinismo geográfico o biológico. Residuos de la peor Sociología positivista, son la secuela de una envidia ridícula de nuestros ancestros académicos hacia las ciencias puras. Tenemos para todos los gustos. Racismos que proclaman la supremacía de los arios, a cargo de un inglés, Houston Stewart Chamberlain, y de un francés, el conde de Gobineau. Imperialismos que imaginan supuestas fronteras «naturales» y animan a su conquista en nombre del «espacio vital». Doctrinas organicistas que sostienen muy en serio el concepto antropomórfico del Estado: cabeza, cuerpo y extremidades. Hipótesis risibles, como la distinción entre Estados «masculinos» (el «tío Sam») y femeninos (la «dulce» Francia)… Todo vale en tiempos de nacionalización de las masas, allá por la segunda mitad del XIX, con tal de fabricar creyentes para la nueva causa. Por ejemplo, la doctrina del «carácter nacional», cuyo fundamento es una delirante psicología de los pueblos. Las conclusiones, claro, son contradictorias. Por citar un caso evidente: Inglaterra era «alegre» en tiempos de Shakespare (¡no se pierdan la exposición del British Museum!); en cambio, era fría y utilitaria en época victoriana. Los tópicos sobre España son incompatibles. Escojan ustedes mismos: o bien Felipe II, la Inquisición y la Contrarreforma, o bien el flamenco, la siesta y la movida… Hay páginas poco afortunadas sobre etnotipos en las gentes del 98, superadas por los estudios de Julio Caro Baroja o de José Antonio Maraval, aunque últimamente vuelven a circular unos cuantos disparates.
La crisis de la Unión Europea, el mayor éxito político del siglo XX, alienta el resurgir de viejos estereotipos. Norte contra Sur, dicen algunos, a propósito de la prima de riesgo y de los rescates reales o supuestos. La razón ilustrada sale malparada ante las falacias historicistas. Los más negativos imaginan un final abrupto, semejante a la bofetada infame que propina Benson a Benjy, el pobre idiota, en la novela excepcional de William Faulkner. Estoy muy lejos de la tesis pesimista, pero conviene no engañarse: repetir los tópicos ancestrales es más fácil que pensar por cuenta propia. Nada complace más a los mediocres que encontrar pruebas «irrefutables» sobre la validez de sus prejuicios. Ejemplos nunca faltan, y siempre hay insensatos dispuestos a proporcionar un pretexto. A partir de ahí, basta tomar la parte por el todo y poner énfasis en el sujeto: «los españoles son…»; «los alemanes son…»; «los americanos son…». En total, siete mil millones de seres humanos, incluyendo unos pocos miles de apátridas, un material fácil de reducir a esquemas cuadriculados por el hechicero de la tribu… Corren malos tiempos para Kant.
A propósito de la crisis, se ha puesto de moda citar a Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1901). Citar, digo, porque leer no es tan sencillo… Para empezar, algo de Teología. La predestinación, valga la paradoja, es causa determinante de la visión calvinista sobre los bienes materiales. Winner takes it all:el triunfador arrasa en la tierra y apunta hacia el cielo. De momento, hay que segregar a los perdedores y evitar la mezcla. Un poco de Filosofía. Es preciso purgar a la razón victoriosa de cualquier elemento irracional. Para ello, concebimos un artefacto que asume todos los riesgos: la «fortuna» de Maquiavelo o el «demiurgo» de Descartes. O bien, culmina Hegel, la «argucia» de la razón. Ésta es, si se fijan, la misma lógica que inspira el «banco malo», una solución inteligente a juicio de muchos economistas. Para terminar con Weber, también hay que saber Historia: los protagonistas de su famosa teoría son sectas minoritarias, que desprecian a las iglesias establecidas y predican una vida frugal, sin fiestas ni jolgorios, para conseguir la acumulación originaria de capital. ¿Verdad que les suena esa elogiable virtud que llamamos «austeridad»? Como jurista y como historiador de las ideas, creo en las instituciones, por formación y por vocación. El éxito y el fracaso de las sociedades humanas se distribuyen a largo plazo entre quienes son o no son capaces de preservar la sabiduría de la especie mediante políticas sensatas plasmadas en normas eficientes. Lo contrario es caer en ocurrencias para salir del paso o en tonterías disfrazadas de bálsamo de Fierabrás. La receta ya existe: trabajo bien hecho, perseverancia y sentido de la responsabilidad. También realismo y moderación para no pasar desde la euforia a la depresión de un día para otro, con la misma inconsistencia entonces y ahora. Vivimos una grave crisis, acaso de dimensión histórica, pero no es una enfermedad terminal, salvo que hagamos lo necesario para que lo sea… Mucha gente de mi generación sufre un trauma al sentir cómo se diluye una legitimidad que carece de alternativa. En el terreno que me incumbe: algunos exageran, no siempre de buena fe, los desafíos que amenazan a la democracia constitucional, la menos injusta de las formas de Estado. Vuelven, insisto, ciertos tópicos que se traducen en majaderías: país ingobernable, fracaso secular, histeria colectiva… A falta de nuevos guías, vamos a recuperar a Ortega, en Las meditaciones del Quijote: «quien quiera enseñarnos una verdad, que no nos la diga». Mejor, añado: vamos a buscarla juntos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario