Por Josep Borrell, expresidente del Parlamento Europeo (El Periódico, 28/08/2012).
El verano ha sido bastante tranquilo en el frente del euro. Quizá Grecia vuelva a darnos un susto en los próximos días si Berlín y París mantienen su intransigencia. Pero el calor y la tregua monetaria de este verano nos permiten recordar la otra gran crisis de nuestro tiempo, la del cambio climático, que las urgencias del corto plazo han hecho pasar a segundo plano.
Los científicos nos explican que el cerebro humano no es un cerebro verde, porque responde mal a los riesgos a largo plazo. Parece como si tuviésemos una capacidad limitada de inquietud, por lo que seríamos incapaces de mantener nuestra preocupación por una amenaza lejana cuando se presentan problemas de efectos más inmediatos como las crisis financieras o el desempleo.
Así quedó claro en la conferencia de la ONU celebrada en Río de Janeiro en junio, 20 años después de la denominada Cumbre de la Tierra de 1992, en la que tuve el honor de participar como ministro de Medio Ambiente y a la que asistieron más de 100 jefes de Estado o de Gobierno y 1.500 oenegés. Lo menos que se puede decir es que Río+20 no ha sido un éxito, como tampoco lo fue la conferencia de Cancún sobre el cambio climático. En Johannesburgo 2002, el entusiasmo ya se había enfriado. Entonces la prioridad era la lucha contra el terrorismo, como ahora lo es la crisis económica. Allí Jacques Chirac dijo: «Nuestra casa se quema y nosotros miramos para otro lado». Y diez años después, de nuevo en Río, seguimos mirando para otro lado pese a los récords de calor de este verano.
El calor aprieta, y no solo en Europa. En EEUU están pasando el verano más cálido desde que hay estadísticas, y en muchos países las sequías amenazan con crear una crisis alimentaria como la del 2007. Y los científicos nos advierten también de que los episodios de calor del pasado reciente (la fatal canícula europea del 2003, que causó 50.000 muertos; el calor extremo en Rusia en el 2010; las sequías catastróficas en EEUU el año pasado, que costaron 5.000 millones de dólares) pueden con casi total seguridad ser atribuidas al cambio climático. Y cuando se disponga de los datos adecuados será seguramente igual de cierto para las temperaturas extremas de este agosto canicular.
La probabilidad de que la variabilidad natural haya provocado estas temperaturas extremas es muy pequeña. La temperatura media mundial ha aumentado 1,5 grados en el último siglo, pero las temperaturas extremas son cada vez más frecuentes y más extremas. El cambio climático no es una amenaza virtual sino una realidad que causa 300.000 muertos al año. Claro que la mayoría de ellos viven en las regiones más pobres del mundo y por eso no nos parece tan grave.
Sería el momento de actuar para evitar un deterioro climático que puede ser irreversible. Pero perdemos un tiempo precioso y somos incapaces de ponernos de acuerdo para un impuesto sobre el carbón que aumente progresivamente, afecte a los productores de combustibles fósiles y se redistribuya al 100% en forma de ayuda al desarrollo. Sería una forma de estimular la innovación, crear una economía de la energía limpia sobre bases sólidas y favorecer millones de nuevos empleos. Si con esta crisis financiera y estos niveles de paro Europa no es capaz de crear un impuesto sobre el CO2 que sirva para abaratar el coste del trabajo, habrá que admitir que, ciertamente, nuestro cerebro no es capaz de reaccionar ante la urgencia o que nuestros sistemas políticos no son capaces de enfrentarse a los problemas del largo plazo.
La revolución verde lanzada por Barack Obama en el 2009 no ha resistido el desarrollo espectacular del gas de esquisto, que ha convertido a EEUU en el primer productor mundial de gas. España, que había apostado por las energías renovables, está lamentablemente paralizando su desarrollo al coste de perder un tercio de los empleos creados en el sector. Hay otros países que mantienen el rumbo dentro de una estrategia de largo plazo. Es el caso de Alemania, constante en un esfuerzo que le permitirá llegar al 80% de electricidad renovable en el 2050 y recoger los frutos de una economía más competitiva.
Pero es evidente que, con excepciones como la alemana, la crisis ha hecho bajar la guardia en la lucha contra el cambio climático. El año pasado las emisiones de CO2 aumentaron casi un 6% y los acontecimientos climáticos excepcionales se multiplican. Necesitamos soluciones pactadas a nivel mundial para evitar la tentación de esperar a que sean otros los que hagan los esfuerzos y paguen el coste de las inversiones necesarias para sustituir los combustibles fósiles cuyo precio no incorpora el coste de las externalidades negativas que producen.
Y ya no queda mucho tiempo. El protocolo de Kioto expira este año y no hay una norma que lo sustituya. La Agencia Internacional de la Energía advierte de que sin un cambio radical de la política energética en los próximos seis años no será posible el objetivo de limitar el aumento de la temperatura a dos grados. Y nadie sabe lo que puede ocurrir mas allá de este límite. Está llegando la hora de la verdad para la lucha contra el cambio climático, como también está llegando para el euro después de tres años de crisis.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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