Por Kemal Dervis, ex Administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y ex vicepresidente del Banco Mundial, es actualmente vicepresidente y director del Programa Mundial de Economía y Desarrollo en la Institución Brookings y Javier Solana, ex secretario general de la OTAN y ex Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad Común, es distinguido miembro superior sobre Política Exterior en la Institución Brookings y Presidente del Centro de Economía y Geopolítica Mundiales de ESADE. © Project Syndicate/Europe’s World, 2012 (El País, 04/09/2012).
Este es un verano transcendental para Europa, porque tanto la zona del euro como la Unión Europea podrían estar en peligro de desintegrarse, pese a los importantes pasos dados hacia una unión bancaria y la recapitalización directa de los bancos españoles adoptada en la reunión celebrada en junio por los dirigentes de la zona del euro. Se está retrasando la aplicación de las reformas propuestas; en Alemania puede haber impugnaciones legales del Mecanismo Europeo de Estabilidad y los Países Bajos y Finlandia parecen estar dando marcha atrás sobre algunas partes del acuerdo.
Aun en la peor de las hipótesis, algún grado de cooperación intraeuropea sobrevivirá sin lugar a dudas, pero resulta difícil ver cómo podría sobrevivir la UE, tal como la conocemos, a incluso una desintegración parcial de la zona del euro.
Quienes sostienen que uno o más países de la periferia de la zona del euro deben tomarse unas “vacaciones” del euro subestiman las repercusiones económicas y políticas de semejante iniciativa. Si dos o tres países tuvieran que abandonarla, la sensación de fracaso, la pérdida de confianza y los daños infligidos a tantos perturbarían a toda la Unión.
Uno de los problemas es la espiral de retroalimentación negativa entre las debilidades de muchos bancos y las dudas sobre la deuda soberana de los países periféricos. Las crisis bancaria y de deuda soberana han llegado a estar aún más estrechamente relacionadas, pues los bancos han comprado mayores cantidades de deuda soberana de sus propios países.
Ahora bien, el de las disparidades de costos de producción y competitividad en Europa, reflejadas en los importantes déficits por cuenta corriente de los países “problemáticos”, puede resultar ser un problema aún más difícil de resolver. Los costos laborales unitarios en Grecia, Portugal, España e Italia aumentaron entre un 20% y un 30% más rápidamente que en Alemania en el primer decenio del euro y algo más rápidamente que los de la Europa septentrional en conjunto.
Esa disparidad reflejaba ciertas diferencias en el aumento de la productividad, pero más aún diferencias en el aumento de los salarios. En términos generales, las entradas de capitales propiciaron una reevaluación real y una menor tasa de ahorro interno en comparación con la inversión en los países meridionales, que tuvieron como consecuencia déficits por cuenta corriente. En Grecia, unos grandes déficits fiscales acompañaron y exacerbaron esa tendencia. En España, el equivalente al déficit por cuenta corriente fue el endeudamiento del sector privado.
Mientras no se reduzca ese desequilibrio interno hasta un nivel aceptable, lo que requiere no sólo un ajuste fiscal en las economías periféricas con problemas, sino también ajustes en la balanza de pagos en toda la zona del euro, no se resolverá la crisis de ésta, cosa que, a su vez, entraña la necesidad de un ajuste de los tipos de cambio reales dentro de la zona del euro, con la consiguiente reducción de los costos de producción en los países periféricos respecto de los del centro.
Se pueden hacer ajustes de los tipos de cambio reales dentro de una unión monetaria o entre países con tipos de cambio fijos mediante las diferencias de inflación. El valor real del renminbi chino, por ejemplo, se ha apreciado considerablemente respecto del dólar de los Estados Unidos, pese a los limitados cambios del tipo de cambio nominal, porque los precios internos de China han subido más rápidamente que los de Estados Unidos.
Un ajuste similar dentro de la zona del euro, suponiendo que las tasas de productividad sean similares, requeriría que los salarios en los países periféricos con problemas subieran más despacio que en Alemania durante varios años, con lo que se restablecería su competitividad, pero, como Alemania y los demás países septentrionales con superávits siguen adoptando una actitud intransigente en materia de estabilidad de los precios, el ajuste de los tipos de cambio reales dentro de la zona del euro requieren una deflación de los precios y los salarios reales en las economías meridionales con problemas.
Esa presión ejercida sobre los países periféricos para que deflacionen sus economías ya estancadas está llegando a ser el mayor problema de la zona del euro. La aportación de liquidez por parte del BCE puede permitir ganar tiempo, pero sólo un ajuste real puede resolver el problema subyacente.
Se podría lograr con una menor contracción de los salarios y pérdida de ingresos reales, si la productividad en las economías periféricas empezara a aumentar mucho más rápidamente que las del centro, con lo que los precios podrían bajar sin necesidad de salarios más bajos, pero, si bien con el tiempo las reformas estructurales podrían propiciar sin duda un aumento más rápido de la productividad, no es probable que así sea en una situación en la que el crédito está gravemente limitado, la inversión está desplomándose y muchos jóvenes con buena formación emigran.
La deflación de los precios no es propicia para que se produzcan cambios de precios relativos que podrían acelerar la reasignación de recursos dentro de los países con problemas y aumentar la productividad total. Los precios relativos resultan mucho más fáciles de cambiar cuando hay una inflación moderada que cuando se necesitan reducciones de precios nominales. La necesidad de una mayor productividad en los países con problemas resulta innegable, pero no es probable que se logre en el actual clima de austeridad extrema y deflación, dada la atmósfera de conflicto social latente o declarado.
Esos ajustes económicos podrían darse mucho más suavemente, si la zona del euro en conjunto aplicara una política más expansionista. Si se fijase temporalmente en un 3,5 o 4% la meta de la tasa de inflación correspondiente a la zona del euro, pongamos por caso, y si los países con superávits por cuenta corriente fomentaran unas tasas de inflación interna algo superiores a la meta de la zona del euro, podría haber un ajuste de los precios reales dentro de la zona del euro sin deflación en los países con problemas. Por fin hay algunas señales de que Alemania acogerá con beneplácito un aumento de los precios internos más rápido y una inflación algo superior.
A ello podría y debería sumarse una depreciación general del euro, si bien no sería una panacea. Seguiría siendo necesario reducir los altos niveles de deuda pública a fin de crear margen fiscal y mantener los tipos de interés lo suficientemente bajos para restablecer la confianza a largo plazo, lo que significa que aún se deben aplicar reformas estructurales valerosas en los países periféricos… y, de hecho, en toda Europa.
De forma similar, la zona del euro seguiría teniendo que fortalecer sus cortafuegos, además de sus mecanismos de cooperación, pero una tasa de inflación temporal y moderadamente mayor facilitaría el proceso de ajuste y permitiría a las reformas dar resultado.
La deflación impide el optimismo sobre el futuro. Dejar que toda la carga del ajuste recaiga sobre los países periféricos con déficits por cuenta corriente, mientras los países del centro siguen acumulando superávits, obstaculiza el ajuste.
La meta de inflación de la zona del euro no es una cifra mágica y resulta irracional permitir que determine todo el marco macroeconómico. Si siempre es mejor que sea menor, ¿por qué no fijar la meta en un 1% o incluso en cero? En realidad, hay veces en que 4% es mejor que 2%. Europa está en un momento así.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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