Por Olegario González de Cardedal, teólogo (ABC, 06/02/11):
Un Estado, gobierno y sociedad que no realicen permanentemente la tarea de diferenciar, definir y coordenar están a merced de las fuerzas irracionales. Y cuando estas se imponen perecen al mismo tiempo la libertad y la justicia.
Los dos grandes hechos constitutivos de la era moderna son: en perspectiva cultural y política, la Ilustración; en perspectiva religiosa y moral, el Concilio Vaticano II. Nada es inteligible en Europa y especialmente en España sin referirnos a estas dos realidades. No hay otra España legítima y moral sino la que se deriva y se orienta por la Constitución de 1978. No hay otra Iglesia católica sino la que se identifica a sí misma desde la comprensión y la realización del cristianismo propuestas por el Vaticano II. Quienes se comprenden y comportan al margen o contra estas dos realidades se comportan violentamente contra la nación y contra la Iglesia. Ambas son hechos dinámicos, y por ello ni están agotados ni son absolutizables: miran abiertos y ampliables hacia el futuro, pero no son negables en el pasado. La dignidad y fecundidad histórica de España depende de la forma en que integre hoy esos dos hechos determinantes de nuestra realidad cultural y moral.
Una de las cuestiones clave para entretejer hoy esos dos hilos en el bordado del alma española es la laicidad, o la relación entre política, cultura y religión. Nosotros no la estamos estrenando en Europa. En la mayor parte de ella lleva vigente siglos, y por ello nos encontramos con modelos diversificados. En cada uno de los países está determinada por la historia anterior, por la configuración de la propia sociedad y por los elementos dinamizadores de su progreso. Existen el modelo anglosajón, tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, el modelo alemán y el modelo francés. El francés ya lleva más de un siglo afirmándose y corrigiéndose. Las palabras repetidas de Sarkozy sobre una «laicidad positiva» no niegan, pero tampoco repiten, la ley de Combes (1903). Ni la Iglesia católica es ya la misma ni la presencia del islam en Francia es hoy la que era a comienzos del siglo XX. La madurez política de un pueblo y de un gobierno se mide por su capacidad de comprender e integrar los hechos nuevos en los viejos marcos legales y de modelar estos conforme a las realidades nuevas. Para nosotros la pregunta simple es esta: ¿a cuál de esos cuatro modelos de laicidad (británico, norteamericano, alemán, francés) se quiere asemejar la propuesta hispánica?
La decisión supone un esclarecimiento del contenido de la palaba. Ella posee cuatro niveles de significación y de realización. Hay la laicidad de abstención propia del Estado (laicidad negativa), a tenor de la cual «ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal», según la fórmula de nuestra Constitución. Ella es la condición indispensable tanto para la igualdad de derechos y deberes en ese orden como para la libertad religiosa en su vertiente positiva de ejercicio y negativa de distancia. En este sentido, se prohíbe al Estado la imposición directa o indirecta de una religión a los ciudadanos. A este respecto el Estado no piensa, no elige. Su inhibición institucional le libera en una dirección: no discriminar, y le obliga en otra: posibilitar que se afirme la realidad ciudadana, defenderla y favorecerla.
Hay también una laicidad de confrontación (laicidad dialéctica). En una sociedad viva surgirán grupos religiosos e ideológicos, políticos y culturales. De entrada, ninguno de ellos tiene una plusvalía o primacía. Su dinamismo los llevará a entrar en relación y a confrontarse, a ofrecer a los ciudadanos su propuesta para organizar la sociedad y hacerla más rica, abriéndola a las múltiples posibilidades que la realidad ofrece: ética, estética, política, religión… Y, dentro de esta última, las diversas formas que ella puede abarcar. M. Gauchet habla de la «salida de la religión». Con esta frase designa tanto un hecho consumado en muchas partes del mundo como una propuesta pendiente para otras: la religión (cristiana) ha dejado y quiere dejar de ser el marco único que ofrezca sentido a la existencia, al cual los demás órdenes de realidad tendrían que plegarse.
Esto, que vale para la religión, vale igualmente para los demás órdenes. También la ciencia, la ética y la política deben retirarse a su rincón y participar en la rica complejidad de la vida común sin erigirse en monolitos soberanos que dictan la verdad a la sociedad. Por ello, frente a todo monismo, hay que reclamar la equivalente laicidad de la cultura, de la ética y de la política. Todos estamos ante estas preguntas: ¿qué descubre y alumbra más entretelas de la vida humana?, ¿qué la hace más «buena», libre, fecunda y esperanzada?, ¿qué crea más gloria y dignidad para el hombre: la abertura a una trascendencia religiosamente comprendida o un atenimiento excluyente a la finitud que fenece? Y entre las religiones, ¿cuál de ellas responde a mayores necesidades y ofrece mayores posibilidades al hombre?
La tercera sería la laicidad de diálogo (laicidad activa). Se trata de la referencia y colaboración permanente entre el Estado y la sociedad civil. El Estado es responsabilizado en sus funciones propias por el partido político que asume en cada momento el gobierno de la nación. Pero el gobierno no es dueño del Estado ni de la sociedad, que no pueden ser puestos a disposición de fines partidistas, doblegados a una orientación ideológica, ni utilizados en provecho propio. También en este sentido el Estado debe ser positivamente laico. No puede haber una religión integrista ni una laicidad integrista. Esta última existe cuando un gobierno desconoce o rechaza la ejercitación de la vida humana elegida por los ciudadanos, siempre que estos cumplan respetuosamente las leyes del Estado. Aquí entramos en campos difíciles; por ejemplo, la educación. Es tarea de los padres y de la sociedad, en cuyo nombre la lleva adelante el Estado, siendo responsable de que tenga lugar en la justicia, la solidaridad y la eficacia. La educación no es solo del Estado ni solo de los padres: en la medida en que el hombre es persona, es responsabilidad inicial de los padres; en la medida en que es ciudadano, es responsabilidad inicial del Estado. Y la responsabilidad final es del propio sujeto.
Este Estado laico tiene que proveer a una pluralidad integrada e integradora, ofreciendo fuentes de sentido y de comunidad. Si no lo hace y deja a los ciudadanos remitidos a la soledad y el egoísmo individualistas, la sociedad se fragmentará en competencia o sufrirá de esa soledumbre que amaga con desolación y desesperanza. En este orden, Europa tiene que mostrar fortaleza en la defensa de los principios y derechos humanos ya irrenunciables. Pero a la vez debe ser honesta, acogedora y flexible. Su cultura no es «la cultura», su religión no es «la religión». Un filósofo francés tan riguroso y ponderado como P. Ricoeur se ha preguntado por qué una chica francesa, cristiana o atea, puede pasearse por la calle casi completamente desnuda, y una chica musulmana, en cambio, no puede llevar cubierta su cabeza, en la calle o en la escuela? Tal discriminación, ¿no es pura injusticia y duro fariseísmo? ¿Por qué hoy en Francia el islam es más integrador que las ideologías laicistas?
Nos queda una cuarta forma de laicidad: laicidad de servicio (laicidad cooperativa). Más allá de las propias diferencias, los grupos religiosos están llamados a colaborar entre sí al servicio de la sociedad común, y con otros grupos de naturaleza social o cultural. Estamos ante la tarea de ofrecer convicciones y crítica, en afirmación de lo específico aportado al acervo común, a la vez que cooperación en una sociedad regulada por la justicia en igualdad y libertad. Una vez clarificadas todas las diferencias y realizadas las necesarias separaciones, hay que pasar de una laicidad de resentimiento y rechazo a otra de reconocimiento mutuo y colaboración.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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