Por Gema Martín Muñoz, directora general de Casa Árabe y profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la UAM (EL PAÍS, 04/02/11):
Las manifestaciones que se están dando en Túnez, primero, y Egipto, a continuación, son ante todo un movimiento ciudadano. No se limita a una revuelta popular, ni a una sublevación social por las pésimas condiciones socioeconómicas en que se vive. Es una demanda firme de ejercer sus derechos de ciudadanía. Y están todos juntos, musulmanes, cristianos, islamistas, laicos, clases medias, estudiantes, intelectuales. Desde hace años todas las encuestas sociológicas que regularmente se hacen entre las opiniones públicas árabes nos estaban diciendo sistemáticamente que su principal aspiración era gozar de un Estado de derecho. Pocos atendían a este sustancial dato, tan ocupados siempre en el peligro islamista, el velo islámico, preservar el statu quo… De ahí la sorpresa.
Parece que a los árabes les gusta la democracia, para sorpresa probablemente de algunos. Y parece que están preparados para ejercerla. Se sienten ciudadanos y quieren serlo. La sorpresa viene, en todo caso, de la errónea interpretación de identificar regímenes con país, y de no prestar atención a las enormes dinámicas de cambio y maduración ciudadana que las mujeres, los jóvenes y la mayor parte de la sociedad estaban realizando desde hace años en esos países. No se ha mirado a la sociedad, solo a los sistemas políticos.
En esas sociedades, las mujeres (con velo y sin él) están haciendo su particular revolución silenciosa contra el patriarcado y están participando activamente en esa gran reivindicación ciudadana, y en general los jóvenes (el 70% de la población tiene menos de 30 años), principalmente urbanos, muy politizados y con una mayoritaria preparación universitaria y diplomada, representan un enorme potencial para el desarrollo democrático y socioeconómico del país. Y si este se trunca, representan por el contrario un inmenso desafío de alienación ciudadana con indeseables evoluciones.
Se está viendo con simpatía esta movilización porque, y es totalmente cierto, es civil y los partidos islamistas no han desempeñado ningún papel. Y eso es bueno porque ni ellos, ni ningún otro partido, podrá reclamar legitimidad alguna de origen. La legitimidad más que nunca es de la ciudadanía entera, con todas las ideologías presentes. Pero ello no significa que no vayan a tener un papel que jugar en la transición democrática si esta se desarrolla bien. En el caso de Túnez, donde acaba de llegar Rachid Gannuchi, líder carismático de En Nahda, el movimiento islamista va a recuperar base social. En Egipto, laoposición política más estructurada y con base social son los Hermanos Musulmanes. Su perfil de actuación está siendo deliberadamente bajo (En Nahda ha anunciado que no presentará candidatura a la presidencia de Túnez). Esta posición responde a la conciencia de que cualquier viso de protagonismo islamista puede ofrecer el tan útil argumento del “peligro islamista” para perder el sustantivo apoyo externo a la reivindicación ciudadana y quebrar la unidad interna existente.
De hecho, los menos interesados en que esa evolución democrática se desarrolle son quienes están intentando poner en primera línea de la información el riesgo de que Egipto sucumba en manos de radicales islamistas. Pero la cuestión que se plantea es que si se impone la dinámica democrática, los nada radicales islamistas del Nahda tunecino y de los Hermanos Musulmanes egipcios estarán presentes en el proceso, y eso no debe privar de legitimidad ni apoyo a la tan necesaria transición democrática. Podríamos en este caso adaptar la famosa frase clintoniana a: “¡Es la democracia, estúpido!”. La pertinaz actitud de elegir unilateralmente a los actores que deben participar en la escena política en esta parte del mundo en nombre de sus ciudadanos ha hecho ya todo su fracasado recorrido. Como también lo han hecho las propuestas diversas de reforma política edulcorada y para la galería internacional que desde finales de los ochenta se han prometido sin resultado práctico alguno. El momento y el discurso de la reforma está caducado, ahora es el tiempo de la transición democrática, y lo que esos ciudadanos árabes están expresando es lo mismo que los ciudadanos españoles pedimos con la misma firmeza y entusiasmo hace más de 35 años.
La dimensión del cambio es, sin duda, de gran alcance porque supone modificar los parámetros sustanciales de la política internacional en esta región. Dejar de entender el statu quo como sinónimo de estabilidad porque, por el contrario, ha engendrado rabia, humillación, pobreza, extremismos. Afrontar que se podrá tener buenos aliados pero no clientelas. Y eso tiene muchas consecuencias en esta parte del mundo.
El caso de Egipto es, en este sentido, mucho más desafiante. Su peso simbólico y estratégico es determinante, y sin duda preocupa a muchos el alcance que tendría su cambio de régimen. Pero el nacionalismo que también alimenta la rebelión es otro componente sustancial a tener en cuenta para valorar la fuerza de la movilización. Los egipcios se saben referencia de toda la región y han digerido muy mal su pérdida de influencia regional, desplazada a otras partes del mundo árabe, las consideradas excesivamente estrechas relaciones con Israel, y su gran debilitamiento intelectual, otrora líder y pionero en la producción cultural árabe. Todos estos factores, unidos a una profunda alienación contra un sistema que les ha marginado, empobrecido y despreciado, se han convertido en una explosiva alquimia de componentes, verdadero polvorín en la actualidad. Por todo ello, la quiebra o intento de rendición de esta rebelión ciudadana egipcia (promoviendo el caos, el enfrentamiento violento y la provocación) augura un más que probable baño de sangre que ni el nacionalista Ejército egipcio, actor fundamental, ni la comunidad internacional pueden permitir. Las consecuencias serían desastrosas (más violencia, más radicalización, más inestabilidad).
Pero también es cierto que si la transición democrática arraiga, es necesario un sustancial apoyo económico internacional que acompañe al frágil proceso político. Durante mucho tiempo se ha defendido en Europa que invertir en el desarrollo económico era la clave para contribuir a la transformación de esos países, desentendiéndose de las cláusulas que vinculaban esa política al avance democrático (como establecía la declaración de Barcelona, los acuerdos de libre comercio, la nueva política de vecindad, etcétera). Los resultados han sido escasos y efímeros. Es ahora, en el apoyo al desarrollo económico acompañado de democracia, donde los actores exteriores tienen una verdadera baza que jugar: siendo fieles a sus propias definiciones, declaraciones y objetivos y dejando de lado los hegemonismos trasnochados que con cierto regusto colonial se han justificado por una pretendida minoría de edad política árabe. El carácter ciudadano de estas manifestaciones los ha definitivamente liquidado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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