Por Manuel Trigo Chacón, doctor de Relaciones Internacionales y autor del libro Oriente Medio, encrucijada de la Historia (EL MUNDO, 04/02/11):
Gran parte del mundo, pero muy especialmente Estados Unidos y Europa, están expectantes con la rebelión de las masas en los países árabes, sobre todo de una incipiente clase media que se rebela contra sus dirigentes dictatoriales, aliados de Occidente, reclamando libertad, justicia y una mejor redistribución de la riqueza.
En los 100 últimos años, casi tres generaciones de pueblos del norte de África y de Oriente Medio han sido tuteladas y colonizadas por las potencias europeas, sobre todo por Inglaterra y Francia, y después también por EEUU. Ya en el siglo XXI, en la nueva era de la globalización y de las comunicaciones en tiempo real, con la telefonía móvil, internet y sus redes sociales, no es de extrañar que comience a estallar el polvorín de descontento y desigualdad que se mantenía bajo control dictatorial en el Magreb y en Oriente Medio.
La espita ha sido Túnez, un pequeño país de cultura francesa, a medio camino del desarrollo económico gracias al turismo, pero sometido durante décadas, como sus vecinos, a una férrea dictadura. Su vecina Argelia sufrió el calvario de su independencia y la salvaje represión de Francia en los años 60, con torturas y hasta el genocidio de su población, de los que nadie ha pedido cuentas a Francia, que mantiene importantísimos intereses económicos en todo el norte de África, y por ello subvenciona a las dictaduras. El Gobierno argelino hoy tampoco está seguro en el poder, después de haber pasado por una guerra civil que dejó 200.000 muertos en el país.
El contagio a Egipto era previsible. Como era de esperar, a los cientos de miles de manifestantes que han salido a las calles no les basta con el anuncio de Mubarak de que no se presentará a la reelección presidencial, después de 30 años al frente de la dictadura. El pueblo egipcio reclama también libertad, justicia y mejor distribución de la riqueza. Egipto es un importante exportador de gas y petróleo, y tiene, claro está, un turismo muy desarrollado, cuya industria es fundamental en el PIB del país.
Egipto tiene también el Canal de Suez, que le proporciona unos ingresos de unos 5.000 millones dólares al año. Además, es el país más poblado del Magreb, con casi 90 millones de habitantes, y es el gran referente en el mundo árabe, cuna de los suníes. Fue en Egipto donde en 1928 nacieron los Hermanos Musulmanes, que han multiplicado su influencia a lo largo de las décadas con su doctrina islamista, pero también gracias a su importante red asistencial a los más necesitados. Su ideario es volver al islam puro y dar la espalda a la influencia occidental, especialmente a la política exterior estadounidense.
¿Cómo se ha llegado a esta situación de confrontación permanente entre el Islam y Occidente? Todo comenzó aproximadamente hace 100 años, cuando cayó La Sublime Puerta, como se llamaba al Imperio Turco, con ocasión de la Primera Guerra Mundial. Inglaterra, ayudada por Francia, dividió el Oriente Medio en un mosaico de reinos. Engañó al rey Faisal y troceó la Mesopotamia. Creó pequeños emiratos del tamaño de una refinería, como Kuwait, y se asentó como protectora de Egipto y de Palestina. Estados Unidos, que ya sabía de la importancia del petróleo para los motores de explosión, con Ford y otros presidentes, exigió a su permanente aliada Inglaterra una partición o división del mundo árabe, en dos mitades, dejando un pequeño espacio a Francia en Siria y El Líbano. Se trazó así la secreta línea roja, un pacto por el que se establecía una línea de demarcación desde Estambul, en Turquía, hasta el Índico en el sur. Los territorios al norte serían de influencia y dominio británico, y los del sur, estadounidense. Esta política de influencia en las dos zonas se mantuvo hasta bien entrada la era de Naciones Unidas, en 1945.
Dos años después se creaba el Hogar Judío, que pasó a ser el Estado de Israel, aprobado por la ONU y auspiciado por los anglonorteamericanos, que volvían a dividir a los árabes y abrían una confrontación con los palestinos. Naturalmente, en este tiempo las grandes compañías petrolíferas, las siete hermanas -cinco norteamericanas, una inglesa y otra angloholandesa- hacían su agosto, manteniendo un oligopolio mundial del crudo y pagando royalties irrisorios a los países árabes.
En 1956, en Egipto, tras el derrocamiento del rey Faruk, llegó al poder el coronel Nasser, que nacionalizó el Canal de Suez, hasta entonces propiedad de una empresa anglofrancesa. La ofensiva de Inglaterra y Francia desde Alejandría para recuperar el Canal y derrocar a Nasser fue parada por Estados Unidos y Rusia, lo que demostró que Londres y París habían dejado de ser grandes potencias, al no poder llevar por sí solas una invasión colonial.
En esos años, Rusia subvencionó la gran presa de Aswan, mientras la influencia norteamericana parecía decaer. Pero tal desafío hizo reaccionar a Washington, que pronto demostró su superioridad tecnológica y puso contra las cuerdas a Rusia. En el último tercio del siglo XX, EEUU se fue afianzando en el mundo, con una clara hegemonía, llegando a configurar un mundo unipolar, en el que podía situar a su antojo dictaduras en todo el cono sur de Latinoamérica y en Oriente Medio. Y cuando vio que era posible, la Casa Blanca dio los pasos necesarios para ayudar a la caída del Bloque del Este. También apoyó al dictador Sadam Husein en su guerra contra Irán, y en Afganistán, a los talibán contra Rusia. Al llegar el siglo XXI, Estados Unidos era el único Imperio sobre la tierra, pero el 11-S sufrió el más terrible ataque en su territorio, obra de radicales islamistas. Desde entonces son evidentes los límites del poderío norteamericano. Sus relaciones con Irán, Irak, Afganistán y ahora con Egipto lo evidencian, debido a las dificultades en la solución de los problemas.
La rebelión de las masas en el país de los faraones tiene un profundo significado. El pueblo clama por la libertad y la democracia que nunca ha conocido. Lo mismo ocurre en los países vecinos, gobernados por dictadores o monarquías feudales. Cómo organizar ese mosaico de Estados de África y Oriente Medio, nacidos a la independencia política, pero sujetos a un neocolonialismo económico, no es fácil. Han estado engañados muchos años en la era de la cooperación postcolonial, que comenzó, auspiciada por Naciones Unidas, e impulsada por Estados Unidos y Rusia en 1960.
Cuando se crearon las Naciones Unidas, en 1945, participaron en la firma de la Carta en San Francisco 51 Estados, de los que solo cuatro eran de África, y ocho de Asia. Hoy son más de 200 en la comunidad internacional, y una mayoría de dos tercios son afroasiáticos. No es de extrañar la inestabilidad política, económica y social de esos pueblos, con una nueva generación de ciudadanos, como en el caso de Egipto, que no conocieron el colonialismo, y que se encuentran amordazados y maniatados, en pleno siglo XXI, mientras la globalización se acelera y la era de las comunicaciones y la información en tiempo real es una realidad ya en cualquier parte del mundo.
El silencio de Naciones Unidas ante los conflictos del mundo árabe es patético. La era de la organización internacional está en su etapa final. Ya solo sirve a los intereses de Estados Unidos para legalizar sus guerras. Las decenas de organismos técnicos dependientes, como la propia ONU, están paralizados, anquilosados. Son una enorme máquina burocrática de gastar dinero, incapaces de resolver nada. La FAO, encargada de la agricultura y la alimentación, no ha sabido encauzar el problema de la carestía de los cereales y de los alimentos básicos -uno de los orígenes de la actual revuelta en todo el mundo árabe-, manipulados en sus precios y distribución por un oligopolio de cinco multinacionales. La carestía del pan, el azúcar y otros productos básicos han llevado a rebelarse a las masas, de clase media y baja, en los países subdesarrollados.
Naturalmente que Obama quiere una transición suave en Egipto. Pero ni el discurso de Condoleezza Rice en 2005, ni el del propio Obama en El Cairo en 2010, están en la línea de la política exterior real de la Casa Blanca. En lugar de un suministro diabólico de aviones de combate F-16 y de carros blindados Abrams, para un ejército egipcio de casi medio millón de hombres, se podrían haber enviado toneladas de cereales y tecnología para impulsar la industrialización del país. Lo que han buscado siempre EEUU y Europa es potenciar al ejército egipcio, como un aliado de contención frente al islamismo radical. Pero no hay que olvidar que fueron oficiales egipcios los que organizaron el comando que asesinó al presidente Sadat. Eso sí, una cosa son los generales, y otra diferente la oficialidad, más cercana y solidaria con el pueblo.
Otra fuerza perfectamente organizada en los países árabes, y especialmente en Egipto, es la de los Hermanos Musulmanes, que desde 1928, han ido escalando posiciones, llegando a ser un movimiento político y religioso fundamental. Considerados cercanos a los integristas islámicos, se han dedicado durante muchos años a una labor de captación social, ayudando a la población en labores sanitarias y educativas. Este movimiento, que está permaneciendo de forma voluntaria en un discreto segundo plano durante las revueltas de estos días, podría en una etapa posterior adueñarse de la revolución, como ya hicieran en otro tiempo en Irán los clérigos liderados por Jomeini. Esta es la peor opción que contemplan Norteamérica y Europa, preocupados como siempre por la estabilidad en la región, tanto por el estratégico paso del Canal de Suez como por el gravísimo riesgo para Israel y de inmediato para todo Occidente.
¿Qué pueden hacer EEUU y la Unión Europea ante la posición de fuerza del dictador Mubarak frente a su pueblo? Realmente, muy poco. Simplemente pedir una solución pacífica y tratar de ser neutrales. Han mantenido durante muchas décadas dictaduras como la egipcia, y ahora es difícil volverles la espalda. Dicen que es necesario que todo cambie, pero para que todo siga igual. No interesa que se corten los flujos del petróleo y del gas. Sin embargo, la situación cómoda de ignorar a los pueblos subdesarrollados cada vez se hará más difícil, y todo parece indicar que el mundo globalizado ha entrado en una dinámica de cambio imprevisible, y ello es debido a que el orden jurídico y económico establecido en 1945 se ha quedado obsoleto, por no decir injusto, y necesita otro orden económico más equitativo, con una nueva valoración de las materia primas y de la distribución de la riqueza.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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