Por Nicolás Sartorius, vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas (EL PAÍS, 01/02/11):
Una vez más ha quedado acreditado en Túnez, en Egipto, et alii que las cosas solo cambian cuando la gente se moviliza. Unas veces a través de las urnas, otras de la calle y cuando se ha ejercido sobre ella violencia sin salida, con las armas. Así ha sucedido a lo largo de la historia desde las revoluciones americana y francesa. En general, los que mandan y sus socios se llevan una sorpresa mayúscula, expresión de su alejamiento abismal de lo que sucede en la base de la sociedad, esto es, de lo que va sintiendo la gente. Sentimiento que no es otro que una acumulación de hartazgo que un buen día revienta por los cuatro costados, provocado por un hecho concreto que hace de deflagrador: la subida de un impuesto excesivo, la carestía del pan, un alimento podrido o un joven que se quema a lo bonzo, desesperado ante tanta estúpida injusticia.
En los países concernidos y en otros que vendrán después, la gente tiene sobrados motivos para estar harta: del malvivir, de la corrupción, de la falta de libertad, de la carencia de perspectivas. Países con una abundantísima juventud sin futuro que se comunica a través de Internet mientras observa cómo familias cleptómanas se enriquecen y pretenden perpetuarse en el poder, pasando este de padres a hijos, hermanos, cuñados u otra parentela.
Ante este importantísimo movimiento que se extiende desde Túnez a Egipto y Yemen, y que quizá acabe afectando a Marruecos, Argelia o Libia, la reacción de Occidente y, en particular, europea ha sido lamentable. Durante décadas, las corruptas semidictaduras de turno han sido nuestros más fieles aliados, a los que los Gobiernos democráticos han mimado y apoyado hasta el punto de hacerles, en ocasiones, socios preferentes, en aras de un pragmatismo o “realismo político” mal entendido, que puede acabar teniendo consecuencias indeseadas. Conviene que algunos comprendan que el exceso de pragmatismo se acaba convirtiendo en su contrario, esto es, en el peor de los idealismos, ajeno a la realidad en su movimiento.
En este caso, las democracias han pecado de este exceso de realpolitik bajo la premisa de que estos regímenes del Magreb y Oriente Próximo, si bien no son democracias y la corrupción campa por sus respetos, combaten el terrorismo y se oponen al avance del islamismo radical, en una palabra, son necesarios para mantener la estabilidad. Es parecido al error que se cometió, en este caso por las Administraciones americanas, de apoyar regímenes dictatoriales -los casos de las dictaduras española y latinoamericanas son paradigmáticos- con tal de que fueran radicalmente anticomunistas. Convendría no cometer el mismo error, pues en este caso las consecuencias no serían las mismas. En el caso del Magreb, la mayoría de los movimientos de liberación anticolonial produjeron regímenes laicos y de tendencia progresista. Errores propios y ajenos han favorecido el avance del islamismo radical. De lo que hagamos dependerá, también, que este prospere o retroceda. De momento, los que salen a la calle no gritan ¡Alá es grande!
Qué duda cabe de que la estabilidad del Magreb debe ser un objetivo central de la política de la UE y, en especial, de países como España o Francia. Es nuestra frontera, son nuestros vecinos, tan cercanos y tan lejanos a la vez. Desde cualquier punto de vista, económico, migratorio, cultural y de la seguridad, tienen una importancia primordial. Pero es lícito preguntarse ¿en qué consiste, cuáles son las premisas de la estabilidad del Magreb? ¿Regímenes políticos autoritarios, represores, corruptos, con unas muchedumbres de jóvenes sin perspectiva? En mi opinión, esa es una estabilidad falsa y efímera en una perspectiva histórica. La verdadera y deseada estabilidad la garantiza la democracia, el progreso económico y la cohesión social. La violación de derechos humanos, la censura, la represión, la pobreza, el enriquecimiento ilícito solo conducen a la acumulación del hartazgo y a alimentar las tendencias e ideologías que se pretende combatir.
El caso de Túnez es ejemplar. El dictador caído intentó vender la idea de que el radicalismo islámico estaba detrás de la rebelión. Nada más falso. La gente quiere libertad y democracia de verdad. Y se sigue movilizando para que a Ben Ali (Franco) no le suceda Arias Navarro (los ministros de Ben Ali). Es una revolución democrática y laica que hay que apoyar para que siga siendo laica y democrática.
La UE, por iniciativa de Francia y España, debería variar su política hacia el Magreb. Se trata, por supuesto, de tener relaciones normales con estos países en diferentes direcciones: económicas, comerciales, culturales, de seguridad. Pero la UE no puede aparecer como el gran aliado y valedor de regímenes odiados por sus poblaciones, que no reúnen niveles mínimos de respeto a los derechos humanos, de libertad y decencia en la administración de la cosa pública. La doctrina Estrada hay que respetarla, pero una cosa es tener relaciones con los regímenes existentes y otra ser socio prioritario de dictaduras corruptas. Pensando en el futuro, la UE defendería mejor sus intereses apoyando estos movimientos democráticos y no apareciendo como cómplices de un pasado nefasto. Una buena ocasión para hacerlo es el próximo Consejo Europeo. ¿O es que vamos a declinar de nuestras responsabilidades en aras de un romo pragmatismo? Sería triste y prueba de incomprensible ceguera.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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