Por Richard N. Haass, ex director de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado de los Estados Unidos y presidente del Consejo de Relaciones Exteriores. Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 13/02/11):
Las revoluciones ocurren por un motivo. En el caso de Egipto, hay varios motivos: más de treinta años de gobierno de un solo hombre, el propósito de Hosni Mubarak de transmitir la presidencia a su hijo, corrupción, clientelismo y despotismo generalizados y una reforma económica que no benefició a los egipcios, pero que, aun así, contrastó profundamente con la inexistencia casi completa de cambio político.
El resultado neto fue el de que muchos egipcios se sintieron no sólo marginados, sino también humillados. La de la humillación es una motivación poderosa. Egipto estaba maduro para la revolución; el cambio espectacular habría ocurrido en algún momento de los próximos años, aun sin la chispa de Túnez o la existencia de medios de comunicación social.
De hecho, los medios de comunicación social son un factor importante, pero se ha exagerado su papel. En modo alguno es la primera tecnología perturbadora que ha aparecido: la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión y los casetes representaron, todos ellos, amenazas para el orden existente en su momento. Y, como esas tecnologías anteriores, los medios de comunicación social no son decisivos: los gobiernos pueden reprimirlos, además de emplearlos para motivar a sus partidarios.
La oportunidad cuenta mucho en política. El anuncio de Mubarak de que no se presentaría a la reelección probablemente habría evitado la crisis, si lo hubiera hecho en diciembre, pero, cuando por fin lo hizo, el estado de ánimo de la calle había evolucionado hasta el punto de que ya no se podía aplacar.
El éxito inicial de las revoluciones va determinado menos por la fuerza de quienes protestan que por la voluntad y la cohesión del régimen. El desplome de Túnez se produjo rápidamente, porque su Presidente perdió la calma y el ejército se mostró débil y reacio a apoyarlo. El poder establecido de Egipto y su ejército están demostrando una determinación mucho mayor.
La marcha de Mubarak es un aconteciendo importante, pero no decisivo. Desde luego, pone fin a un período prolongado de la política egipcia. También indica el fin de la primera fase de la revolución de Egipto, pero es sólo el fin del principio. Lo que ahora comienza es la lucha por el futuro de Egipto.
El objetivo debe ser el de aminorar la marcha del reloj político. Los egipcios necesitan tiempo para construir una sociedad civil y abrir un espectro político que ha estado en su mayor parte cerrado durante decenios. Un gobierno híbrido y provisional, del que formen parte elementos civiles y militares, puede ser el medio mejor para avanzar. Sin embargo, aminorar la marcha del reloj no es pararlo. Una transición política auténtica debe avanzar, aunque con un ritmo pausado.
Se deben evitar unas elecciones tempranas para que quienes (como, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes) han podido organizarse a lo largo de los años disfruten de una ventaja injusta. Se debe permitir a los Hermanos Musulmanes participar en el proceso político, siempre y cuando acepten su legitimidad, el Estado de derecho y la Constitución. La historia y la cultura política de Egipto indican que, si los egipcios son capaces de aunar sus diferencias más importantes, mantener el orden y restablecer el crecimiento económico, la capacidad de los Hermanos Musulmanes para granjearse seguidores tiene un límite natural.
La reforma constitucional reviste una importancia decisiva. Egipto necesita una constitución que cuente con un apoyo amplio e incluya un sistema de controles y equilibrios entre los poderes del Estado que dificulte a las minorías (incluso las que cuenten con el apoyo de una pluralidad de votantes) gobernar a las mayorías.
Los movimientos revolucionarios se dividen invariablemente en facciones. Su único objetivo común es el de derrocar el régimen existente. En cuanto se acerca el momento de alcanzar ese objetivo, los elementos de la oposición empiezan a situarse para la segunda fase de la lucha y la futura competencia por el poder. Ya estamos empezando a ver señales de ello en Egipto y veremos más en los próximos días y semanas.
Algunos en Egipto sólo se satisfarán con una democracia plena; otros (probablemente una mayoría) se preocuparán más por el orden público, una mayor rendición oficial de cuentas, un grado de participación política y una mejora económica. Nunca es posible satisfacer las peticiones de todos los que protestan y los regímenes no deben intentar hacerlo.
Egipto afrontará unas dificultades económicas enormes, exacerbadas por los acontecimientos recientes, que han ahuyentado a los turistas, han disuadido la inversión y han impedido trabajar a muchos. Los problemas representados por una población que aumenta rápidamente, una instrucción inadecuada, puestos de trabajo insuficientes, corrupción, burocracia y una competencia mundial en aumento constituyen la amenaza mayor para el futuro del país.
Las fuerzas exteriores han tenido y tendrán una influencia limitada en el desarrollo de los acontecimientos. A lo largo de los treinta últimos años, los llamamientos intermitentes de los Estados Unidos en pro de una reforma política limitada han sido rechazados en gran medida. Una vez que comenzó la crisis, la gente en las calles, el propio Mubarak y sobre todo el ejército han sido los protagonistas principales. En adelante, volverán a ser los egipcios quienes determinen en gran medida su propio camino por sí mismos.
En esa línea, las fuerzas exteriores deben procurar no intervenir demasiado, sobre todo en público. Corresponde a los egipcios determinar por sí mismos el grado y la clase democracia que se establecerá. Las fuerzas exteriores pueden prestar ayuda –por ejemplo, con ideas para la reforma constitucional o los procedimientos de votación–, pero deben hacer en privado y en forma de propuestas, no de exigencias.
Los acontecimientos de Egipto tendrán consecuencias desiguales en la región. No todos los países se verán afectados de igual forma. Las monarquías auténticas, como Jordania, tienen una legitimidad y una estabilidad de las que los dirigentes de las monarquías falsas (Siria, Libia y Yemen), así como el régimen iraní, carecen. Mucho dependerá de lo que ocurra y cómo sea.
El cambio en el Iraq fue impuesto desde fuera por la fuerza, mientras que el cambio en Egipto ha procedido de dentro y se ha producido en gran medida por consentimiento y no por coerción, pero es demasiado pronto para saber si será transcendental y duradero y más aún para saber si será positivo y, por tanto, demasiado pronto para evaluar sus repercusiones históricas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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